Ella estaba sola, iba
y venía por la casa silenciosa, los hijos ahora grandes
no vivían con ella. El marido se
había ido renunciando a compartir lo
poco que quedaba de una relación desvaída por el tiempo.
Miró sorprendida la mesa grande de la
cocina, que cuando eran cinco para comer todos los días parecía minúscula, si
hasta no cabía la fuente blanca ovalada que le habían regalado para su
casamiento.
La soledad la hacía sentir bien, porque no
tenía con quién discutir y no había malas interpretaciones de lo que se decía o
lo que se dejaba de decir. Era una sensación rara, mezcla de tranquilidad y
culpa a la vez por sentirse tan bien.
A su pesar reconocía que no tenía con quién
hablar cuando estaba en su casa; fue así que llegó a la conclusión de que si
quería compañía, y alguien con quién hablar debía tener un loro.
El entusiasmo la llevó a comprar una jaula
apropiada y a buscar datos para conocer más sobre la vida y necesidades de un
loro.
Sabiendo sobre la prohibición de tener
animales no domésticos y haciendo un lugar en blanco al respecto en su
conciencia, fue a la pajarería y lo compró.
No llegó enseguida, la entrega se efectivizó
un mes más tarde, según le dijeron, era época de empollar y se lo darían pichón
para que se adaptara con mayor facilidad.
Ella hacía cálculos sobre cuánto y cómo le
enseñaría a hablar y se regocijaba con sus propios pensamientos.
Entonces lo vio, con amorosas manos lo tomó,
y lo puso al resguardo de los barrotes de la jaula.
También vio que no era tan chico como
esperaba, tenía las alas recortadas, los
ojos semi cerrados y las plumas lucían un aspecto descuidado.
Durante los primeros días, pidió a sus visitas no hablar demasiado
fuerte, porque el loro se estaba adaptando y se asustaba revoloteando
descontrolado dentro de la jaula. Les contó además que no comía la papilla de
semillas que le habían recomendado y que apenas sorbía agua.
La
alegría que sentía por tener un nuevo compañero fue transformándose en
preocupación y angustia cuando éste no mejoraba y lejos estaba de querer
hablar.
Cuando ese día se levantó y fue a verlo, el
loro estaba demasiado quieto, por lo que pensó - ¿qué hago yo con este pobre
pájaro?, yo lo regalo antes que se muera, o no, mejor lo suelto, eso debe ser
lo que anda buscando.
Mientras el loro alzaba vuelo con
dificultad, ella volvió a sonreír, tal vez por la libertad otorgada o tal vez
porque escuchó el timbre de alguien que la buscaba.
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