jueves, 22 de septiembre de 2011

"LOS CONQUISTADOS"- p0r MARCELO MONFORTE

“un mudo con tu voz y un ciego como yo, vencedores vencidos”
                                                                  (Los redondos)

Quiénes son en verdad los conquistados en las pequeñas y grandes historias de un pueblo de frontera, su fundador que se lo elogia perpetuamente cada 27 de octubre recordando su osadía de conquistar el desierto del indio, dejar luego a su gente para construir un pueblo de campaña donde personajes sin destino lo vienen a ocupar y moradores errantes de las pampas huyendo de la ley, del alambre, de la leva y de la estancia lo hallarán como refugio. Quién conquista a quién, el estanciero o el peón, el militar o el indio, mitristas o alsinistas,  gauchaje vagabundo, matones de pulperías, inmigrantes olvidados por la política de la integración, soldados sin ocupación, indios que roban al blanco, indios que pelean para el blanco. Seguro que estas enmarañadas historias, los que creyeron conquistar la tierra, al aborigen,  las ideas políticas, el poder de una comuna, fueron conquistados por el otro, por los que perdieron.
Las historias se entremezclan con la historia colectiva, y las personales de mis vivencias en los barrios y sus personajes, en ambas hay conquistadores y conquistados que trascendieron en el tiempo.

CLAF LAUQUEN O LA VERDADERA FUNDACIÓN
La mano del cacique acarició el pastizal, lo hizo junto con el viento silbador que desparramó las crines de su moro; su figura cortaba el viento, mientra la mano peinaba las puntas de los tréboles sus palabras susurrantes bautizaron el lugar húmedo y solitario: claf lauquen, sentenció el gran cacique Piedra Azul, luego hizo una seña con su mano sin voltear su rostro y el malón encolumnado tras sus espaldas siguió el destino de los dioses de la tierra, extender su poderío imperial.
Quién hubiera imaginado que un baluarte de la familia de los Curá oriundo del cacicazgo de las salinas grandes, un poderío atemorizante que continuó en la mano de los mánqueles, cuando se asentaron desde el salado hasta el centro oeste de la provincia de Buenos Aires, mezclándose con los antiguos pampas, una alianza andina y de llanura, usaban con destreza el caballo manteados con tejidos traídos de Chile, y lanzas e historias que se desconocen su veracidad, sólo un viejo hechicero de las tribus de los montes que alardeaba haber conocido al gran Piedra Azul, dejó en la herencia narrativa de la vida de los toldos una historia de amoríos y venganza.
Ella era hermosa como la luna, su piel dorada por el sol y el aire, sus lisos cabellos renegridos como la coleta de una yegua, sus ojos negros como noche profunda y sus labios sólo conocían una palabra desde que los conoció: Ahyun evocaba las figuras de dos guerreros absorbidos por el amor de ésta araucana.
La vieja más respetada de la toldería, vieja llena de presagios y gualichos, de fuente de consejos a los jóvenes guerreros y doncellas enamoradas, intuyó entre la fumarola del rescoldo la mirada ausente de la joven princesa, un destelo de paisajes futuros, observó lagunas de aflicciones y lágrimas de dolor.
Intervino quemando algunos yuyos para desviar el destino brumador, aunque sabía que el destino y la fuerza del amor son inevitables. La doncella araucana evitó la presencia de la vieja y enfrentó ese destino moribundo, y al vieja entendiendo cesó en su intervención mágica.
La cita fue a la luz de una luna indecisa, ella sin poder elegir entre los dos guerreros que esperaban expectantes, pero sin dejar de traslucir la estirpe y la valentía, los atrajo hacia su dócil presencia como planetas gobernados por la atracción de una estrella misteriosa, mojó con sus labios sus dedos y con ellos humedeceó  los labios de ambos pretendientes, los tocó como una suave brisa y un marcado sello de desesperación, y la palabra que tortura las entrañas: Ahyun. Luego se inclinó en medio de ellos y extendió sus brazos. El amor de la princesa araucana no se podía partir, eran tan iguales, sus cuerpos, sus destrezas, su forma de defenderla, de protegerla, no podía tomar una decisión, amaba a los dos como si se tratara de uno.
Ellos la entendieron, haya que ayudarla a destruir la confusión, se cruzaron miradas de fuego fulminante, se negaron a la reconciliación que ella les imploró, la noche cerró así, muda y fría.
Apuntó la madrugada sobre un horizonte limpio, sólo una triste nube amenazaba el futuro del día, la hechicera y un niño se calentaban al fuego del rescoldo cuando vieron pasar como flechas envenenadas por el viento a dos guerreros, a los dos mejores guerreros de la tribu, a dos sombras sobre pingos embravecidos hacia el seco descampado, la vieja sólo se atrevió a decir; pronto tendremos lluvia, sonó incoherente para el niño que jugaba con las cenizas.
El mediodía se estaba sofocando por algunas nubes espesas. La princesa araucana buscó por las tolderías el rastro de sus amores al percatarse de la ausencia coincidente de sus caballos, persiguió sus huellas como loba despechada y cruzó frente a la guarida de la vieja estaqueada como una estampa, esa situación ya no la había vivido, se miraron detenidamente, hasta que la vieja le mostró el final en sus ojos arrugados. La princesa de la estirpe de Piedra Azul se dejó conducir por los rastros de los caballos que llevaban furiosos jinetes, enardecidos jinetas enfermos y heridos por el amor, las huellas se entrecruzaban, se mezclaban por un camino hecho por el arreo de ganado salvaje, hasta que las huellas se hicieron oscuras y comenzó a seguir la sangre de sus deseados, la sangre que iba surcando el sendero seco y espinoso, sus labios besaron la sangre y sintió el helado frío de la muerte, la palabra ahora fue grito desgarrante: Ahyun! Que recorrió todas las entrañas del desierto de la estepa pampeana.
Una gota dulce sintió en sus labios salados por la sazón de la vida y un aire de lluvia fresca acompañó a esa gota sobre los pastizales amarillos una vez bautizados por sus ancestros. El rastro de sangre terminaba en dos cuerpo tendidos sobre el desierto que la lluvia empezaba a inundar, sus lanzas cruzadas formaban un símbolo, la princesa araucana ya no pudo emitir la palabra torturante, acarició los cuerpos de los mejores guerreros que el amor de una doncella había vencido, y se quedó ahí sumida en la agonía de sus lágrimas. De esas lágrimas vertidas en la estepa solitaria nacieron tres lagunas, claf lauquen.

Autor Marcelo Monforte
:Nacido  en 9 de julio en el año 1971, cursó el magisterio y el profesorado de historia en el Instituto de Formación Docente de esta ciudad, lee desde muy chico .
Empesó  a escribir en su adolescencia, participó en varios concursos locales y provinciales, escribe cuento y poesía, últimamente se  dedica más a la investigación de historia local sobre los caudillos políticos de nuestra ciudad y hechos trascendentes que marcaron un hito en el tiempo. Separa la ficción de lo que es una investigación con el rigor metodológico de las ciencias sociales.

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