sábado, 10 de septiembre de 2011

" LA 65 " por SANDRA LANGONO.

1°  Mención Concurso Literario del IMFC. Publicada en Los Premios

–Está mal.
–¿Cómo que está mal?
–Y sí. Está mal.MEN
–Che, dice que está mal.
–¿Mal?
–Mal.
–¿Cómo mal?
– Y mal. Mal.
–¿Por ?
–Porque sí. Las rutas. Ninguna lleva dónde dice que va.
–Qué cagada.
–Si no, fijáte, un suponer: vos querés ir a Junín por la 65; mirá, te deja cerca de Olavarría; y si querés ir a Santa Rosa por la 5 se desvía y terminás en 25 de Mayo.
–Mierda.
–¿O sea que salimos de Viamonte a las seis de la mañana y a las ocho y media no sabemos si vamos para Puán o si vamos a terminar cerca de Luján o de Rauch o de Lincoln?
–O sea.
–¿O sea que el tipo agarra, por ejemplo, para Tejedor y estaciona en la plaza, vamos a decir, de Roque Pérez?
–O sea.
–Siempre y cuando Roque Pérez sea Roque Pérez y no sea Juárez o Pringles o la quinta del Ñato.
–O sea.
–¿Y entonces?
–¿...?
–¿Tiro el mapa a la mierda?
–Y qué sé yo. Si te parece, tirálo.
–Si no sirve.
–Por eso, tirálo.
–¿Paro y preguntamos?
–Dále.
El Renault 9 bajó la velocidad con cautela. El Pulga levantó el pie izquierdo y el derecho, apretó intermitentemente el freno. Fijó los ojos en el espejo retrovisor primero y en el de la puerta, después. Esperó que pasara el coche que venía por la mano contraria; deslizó la palanca del guiño y, por fin, cruzó la ruta medio al galope, lo que le valió los epa, epa, ole, ole, poné primera poné de Jacinto y de Gaspar que había abandonado el mapa equivocado sobre el asiento trasero. Estacionó paralelo al surtidor de nafta ecológica. Gaspar abrió la puerta del auto y saltó con la campera en la mano.
–Disculpe, maestro. Una pregunta. Creo que le erramos en el cruce y nos fuimos al diablo. ¿Esta es la ruta que va a Guaminí?
El hombre de mameluco gris y manos arrugadas tomó el balde y el trapo. Giró negativamente la cabeza y puso gesto de sentirlo:
–No, señor. Esta es la ruta que vuelve de Guaminí.
– Bueno. Si vuelve, también va-. Y giró hacia el coche y le hizo una seña al Pulga y a Jacinto de vamos bien. Entonces el Pulga decidió recargar el tanque y acercó el auto al surtidor, mientras Gaspar giraba sobre sí mismo para volver al hombre de mameluco y confirmar, por las dudas.
 –Usted me dice, entonces, que efectivamente esta es la ruta 65.
–Es la 65. La ruta que vuelve de Guaminí. No la que va.
El hombre lo miró desde los surcos profundísimos de la nariz y la mirada rodeada de huellas lo hizo parpadear. Entonces Gaspar pensó que era mejor no seguir la discusión con el hombre de mameluco gris. Volvió al coche al grito de vamos bien, vamos y, tras la carcajada del Pulga, abrió la puerta y subió; el Pulga encendió el motor y avanzó hasta detenerse al borde de la banquina y aceleró de pronto cruzándose delante de un Fíat. Gaspar silbó en el asiento trasero: asesino, por un milímetro. El Pulga aceleró sobrando la cara de susto de Jacinto que, para distraerse, empezó a preparar el mate. Gaspar contó la historieta de la ruta que vuelve. El Pulga dijo que estaría medio del otro lado, el tipo.
–O mamado, aclaró Gaspar, que creía haberle visto cara de cerveza-. Una ruta que vuelve, no que va. Dále Pulga, que vamos bien.
–Che, Jacinto, ¿y el mate? Dále, pasáme uno. Te los tomás todos vos, hermano.
Jacinto se había quedado callado, tomando un mate y otro y pensando en la teoría del hombre de la estación de servicio y le pareció oportuno preguntar qué ruta había que tomar en Guaminí y pasó el mate al Pulga que trató de equilibrarlo con el volante. Jacinto aprovechó que tenía las manos vacías para poner la radio y tratar de sintonizar algo informativo, por si las moscas. El Pulga le devolvió el mate y aceleró y, en el asiento trasero, Gaspar esperó que pasara el impacto del acelerador y trató de reubicarse en el mapa.
–Pará que ya te digo.
–¿Y con ese mapa me vas a dar los datos? SI nos guiamos por eso vamos a ir a parar al culo del mundo.
Jacinto, atento al recorrido del camino y a las frenadas que cada dos por tres le hacían pifiar la boca del mate, llenó otro y se lo pasó a Gaspar y aprovechó la ocasión para insistir con el asunto de la ruta. Gaspar protestó una vez más porque había comprado un mapa que se suponía de última y que no servía para marcar una ruta como la gente pero guarda. El volantazo del Pulga le hizo volcar el mate y Gaspar lo insultó en todos los idiomas. El Pulga se disculpó por haber calculado mal; pensó que pasaba pero el otro se le vino encima así que el volantazo era la única; más vale un manchón de mate que hacerse ñoqui.
–¿Me van a decir o no qué hay que agarrar en Guaminí?
–Cómo jodemos, hermano. Se supone que la 33.
–¿Hasta Pigué?
–Y de ahí, por la 67 derechito hasta Puán. Así me lo explicó el Topo anoche. Aunque no le dí mucha pelota porque contaba con el mapa del saláme este.
–No me hablés...
–Che, perdonen ¿no?, pero ¿no pasamos ya por acá?
–¿Eh? ¿Qué te pasa? ¿Te agarró la del tipo de la estación de servicio? Fijáte bien que en cualquier momento tiene que aparecer un desvío y después, en un pedo, estamos en Daireaux.
Jacinto se removió incómodo en el asiento mientras llenaba otro mate y se lo pasó al Pulga. Atrás, Gaspar estiraba la cabeza por la ventanilla tratando de ubicar el desvío anunciado. Dudó sobre de qué lado debía estar el desvío y Jacinto, entonces, aprovechó la pregunta para repetir que aunque lo gastaran él estaba seguro de haber visto ya esas cuatro vacas rumiando con los ojos melancólicamente perdidos en el pasto.
–Sí, claro, no me digás. ¡Si todas las vacas son iguales, gil!
Jacinto suspiró y no dijo nada más porque el Pulga estaba impaciente por encontrar el famoso desvío y apretaba el acelerador sin el menor parpadeo. Por otra parte, Gaspar estaba tan convencido de que iban por la ruta indicada, que Jacinto se dejó llevar por la idea de la confusión y trató de tranquilizarse cebando otro mate y abriendo la bolsa de los bizcochitos. Sin embargo ese cartel y ese cruce de tierra. Pero entonces.
–¿Qué hiciste con el mapa? ¿Lo tiraste, al final?
Gaspar dijo que no pero no te gastés: no sirve para nada; y, sin quitar la vista del camino, manoteó el mapa ajado en el asiento trasero y se lo pasó para adelante. Jacinto abandonó el mate y abrió el mapa sobre las rodillas. Trató de ubicar Viamonte. Luego, dejando el índice izquierdo fijo en el punto negro, siguió, con el otro índice, el recorrido de la 65. Llegó sin dificultad hasta 9 de Julio y pudo seguir hasta Bolívar luego de cierto rodeo porque la ruta cambiaba de nombre y con una vuelta extraña se perdía hacia el lado de Casares. Sin embargo, una vez que ubicó Bolívar, intentó seguir sin levantar el dedo del papel hasta el punto que señalaba Daireaux yde allí hasta Guaminí. Pero en Daireaux las cosas se complicaron. La ruta se doblaba con un rulito o una especie de tirabuzón desdibujado por otra que marcaba un cruce y por la doble línea que indicaba el camino de tierra. Se concentró en el índice derecho y lo fijó al papel siguiendo la línea de la ruta. Tuvo que bajar un poco más, girar un poco, retomar la línea recta y cuando llegó al punto del siguiente pueblo la ruta volvió a plegarse. Volvió la vista hacia arriba buscando el índice izquierdo que suponía fijo pero entonces tuvo que levantar la vista porque el Pulga se había adelantado y de frente venía una moto y este inconciente no sabe lo que hace, nos vamos a hacer teta y ahí vio, sobre el fondo del campo que tenía a la derecha, la casita de tejas rotas.
–¡Estamos volviendo! ¡Te digo que estamos volviendo! Mirá aquélla casa. Ya la pasamos.
El Pulga miró por el espejo a Gaspar; Gaspar primero le devolvió la mirada de sospecha y luego giró los ojos hacia Jacinto que se revolvía en el asiento y agitaba las manos y señalaba hacia afuera :
–¿No te das cuenta? Estamos por llegar a 9 de Julio. Esta es la ruta que vuelve de Guaminí.
–¡Pero si vamos siempre en la misma dirección!
–Yo te digo que a esa casa ya la vi. Segurísimo que la vi.
–Ja. Bueno. ¿Así que estamos volviendo? Entonces no hay drama: giramos y retomo y listo.
Jacinto entrecerró los ojos y tiró la cabeza un poco hacia atrás.
–Pará, Pulga, que me parece que tiene razón.
El silencio de los tres estalló en el coche. Jacinto volvió al mapa y Gaspar a la ventanilla. El Pulga abandonó la idea de girar y volver para atrás y aceleró como si quisiera ganarle al camino de vuelta. Gaspar, a lo mejor influido por la insistencia de Jacinto o quién sabe por qué, creyó reconocer el poste torcido con el nido de hornero inclinado en la punta; pero se dijo que no podía ser aunque por las dudas. El Pulga parecía volver de la ruta más furioso que desconcertado. Anunció que acababan de pasar un desvío; sigamos a ver adónde mierda vamos a parar. Gaspar se prendió a la ventanilla tratando de reconocer o desconocer un puesto de salamines en la banquina, una vaca, una tranquera, un árbol. Jacinto se hundió en el mapa devorando un bizcochito tras otro y el Pulga volvió a acelerar como para ir más rápido que el paso de los pueblos. Cuando después de una hora y pico no encontraron seña alguna, ninguno de los tres quiso rendirse ante el asombro:
–¡La pifiaste en la rotonda de Bolívar, pelandrún!
–Si no pasamos por ninguna rotonda.
–Fijáte en el mapa. No puede ser que nos hayamos desviado tanto.
–Tirá a la mierda ese mapa de una buena vez, que para lo único que sirve es para armar quilombo.
Sin embargo, Jacinto volvió al mapa y tuvo que girarlo varias veces sobre sí mismo para poder encontrar un punto de referencia conocido. Después de un buen rato de ir y venir por las rutas de papel y de señalar varias veces los puntos diminutamente oscuros de rectángulos y círculos y de recorrer una y otra vez la 65 y su empalme con la 5 y el otro empalme y el cruce y la marca que señalaba camino en construcción, se dio cuenta de que el mapa trazaba el mismo camino que la ruta. Pero no abrió la boca porque Gaspar gritó que era cierto: esos montículos de tierra, allá atrás, al final del campo, él los había visto a la salida, o la entrada, según cómo se mire, de 9 de Julio; pero el Pulga le retrucó que no puede ser porque tendríamos que haber cruzado algún cartel y no cruzamos nada y entonces dónde carajo estamos ytiró el auto a la banquina y apretó los frenos y entonces rodó el termo y se desparramaron los bizcochos y Gaspar fue a dar con la pera en plena nuca del Pulga que gritó y bueno qué querés que haga si frenás así; qué mierda te pasa.  Se bajaron los tres y se quedaron parados al lado del auto. La ruta vacía los perdía aún más. Jacinto caminó hasta el centro justo y, parado entre los dos carriles, giró para un lado y para el otro, trató de orientarse y averiguar si iba o volvía. Gaspar, con las manos en la cintura, giraba en círculos sobre sí mismo y abría los brazos y volvía a apoyar las manos en la cintura y otra vez los brazos abiertos y más círculos sobre sí mismo. El Pulga, apoyado en el auto, trompeaba una y otra vez el techo y puta madre y qué carajo hacemos ahora y subamos de nuevo y yo sigo por ahí y que se vaya todo a la mierda. Pero, a Gaspar, no sabía por qué, no le gustaba la idea de volver al auto y Jacinto no paraba de hacer cálculos parado en medio de la ruta vacía desde hacía un rato largo. Así estuvieron hasta que se fueron cansando por turno. El Pulga, siempre apoyado en el auto, fue pasando de los puñetazos al dedo en la nariz y la patadita en una piedra. Gaspar terminó sentado en el borde de la banquina haciendo dibujitos en la tierra con un tallo de pasto. Y Jacinto volvió de la ruta al auto; se sentó con la puerta abierta y las piernas fuera y volvió a atacar el desciframiento del mapa. Iba de la ruta de papel a la ruta de cemento, del círculo dibujado a estirar los ojos sobre el horizonte, de la marca negra a la búsqueda de la curva. Gaspar notó en voz alta la ausencia absoluta de tránsito en la ruta y no le gustó y el asunto empezó a olerle mal. De repente el Pulga se hartó.
–Vamos.
–¿Vamos? - apuntó Jacinto y se quedaron otra vez callados y mirando para arriba como si el cielo tan tan gris pudiera decirles algo.
–¿No se supone que volvemos? Volvamos, entonces.
–¿Volvemos, Jacinto?
–? Y, yo qué sé, volvamos. O vayamos.
Las miradas de Gaspar y el Pulga cayeron sobre Jacinto como un puñetazo de vidrio.
–Y bueno, ¿qué quieren?
–Dejémonos de joder. Vamos.
El Pulga pateó una piedrita, palmeó por última vez el techo del Renault, abrió la puerta y se metió en el auto. Jacinto también entró, pero antes estrujó bien el mapa y lo dejó abandonado en la banquina, por si acaso, y cerró de un portazo que ocasionó otro insulto del Pulga que había encendido el motor y aceleraba una y otra vez en punto muerto. Gaspar, parado al lado del auto, mirando el horizonte, se trepó al asiento trasero y protestó porque justo ahora te agarró el apuro y qué hacés ahora que no arrancás.
–Andiamo- esbozó el Pulga y acomodó la espalda y puso primera. Gaspar le palmeó la nuca y le guiñó el ojo a Jacinto y cantó volver con la frente marchita.
–Andá a cagar.
–O sea.
Y volvieron a la ruta.
Anduvieron callados pero atentos muchísimos kilómetros solitarios. La rutina de la ruta vacía y ellos, con los ojos cada vez más abiertos. El Pulga, después de bostezar dos o tres veces seguidas, volvió a encender la radio para tratar de despabilarse. Gaspar había cruzado los brazos detrás de la nuca y, al notar que la cabeza se le iba con el zumbido del motor, se reclinó en el respaldo y trató de dormitar un rato en el asiento trasero, pero cuando el sueño lo abarcaba definitivamente, la voz del Pulga lo sacó del letargo y por qué no se dejan de joder, carajo; no se van a dormir justo ahora que se me están acalambrando hasta los pelos. Estaba a punto de pedirle a alguno de los dos que manejara un rato; pero se arrepintió inmediatamente porque jamás había cedido el volante de su Renault a nadie y no iba a rendirse ahora, qué tanto. Jacinto había recuperado un libro de cuentos del fondo de su bolso de mano y había intentado concentrarse en la lectura. Sin embargo, no podía evitar levantar los ojos del libro cada tres o cuatro renglones y dejarlos perdidos en el deslizarse interminable de la ruta bajo las ruedas del auto. Gaspar se removía y suspiraba y bufaba a cada rato y no encontraba una posición cómoda para las piernas y la cabeza. El Pulga había entrado en un mutismo cerrado con llave; el gesto en las cejas demostraba a los gritos el fastidio y la bronca y Jacinto y Gaspar lo conocían bien y ambos prefirieron sostenerle el silencio a pesar de que la aguja en el velocímetro les producía cosquillas en el pecho y hormigas en la espalda. Siguieron así kilómetros y kilómetros hasta que a Jacinto, ojeroso y despeinado, se le desbocó la impaciencia; no aparecía pueblo ni señal ni nada. Guardó el libro en el bolso, investigó en las caras del Pulga y de Gaspar y al fin se decidió a decir en voz alta el estado de su nerviosismo. El Pulga estuvo a punto de atacar otra vez con los insultos, pero Gaspar lo interrumpió para admitir que Jacinto tenía razón y recién en ese momento se les ocurrió pensar en la hora. El día nubladísimo les había hecho la engaña pichanga.
–Carajo; entre pitos y flautas ya son casi las cinco.
–Con razón tengo hambre- Gaspar se sintió, en el fondo, aliviado de poder decir alguna palabra-. ¿Hay algo para comer?
–Algunos bizcochos.
–No está mal. Algo es algo. Dále Jacinto: hacéte unos mates.
–Va a tener que ser bizcochos secos: el termo se rompió con la frenada de este boludo.
–Y bueno, que sean bizcochos, entonces.
El Pulga había entrado en una curva que no acababa nunca. El coche doblaba y doblaba y Jacinto se dio cuenta de que a medida que se cerraba la curva elcampo se iba volviendo cada vez más árido y más vacío; entonces se preguntó cuánto hacía que habían cruzado la última vaca y se animó con la pregunta que lo rondaba desde hacía rato:
–Che, ¿no nos habremos perdido?
–¿Perdido? ¡Si no nos movimos de esta ruta de mierda! - y torció más el volante siguiendo la línea de la curva.
–No, decía, nomás.
El Pulga cuidó la línea del volante para que las ruedas no mordieran la banquina en momentos en que la curva se abría unos metros. Gaspar se enderezó en el asiento porque la inercia lo obligaba a torcer el cuerpo permanentemente.
–Che, ¿llegaremos algún día?
El Pulga lo miró por el espejo y Jacinto giró la cabeza pero ninguno contestó ni se atrevió a repetir la pregunta y el coche siguió doblando y doblando y doblando.
–¿Cuando mierda terminará esta curva? Hace como media hora que la sigo.
–Ya me parecía a mí que la curva era un poco larga-. Jacinto no pudo aguantar la risa y el Pulga acabó también por sonreírse. Entonces Gaspar se distendió un poco:
–Tengo más hambre que maestro santiagueño. ¿Se acabaron los bizcochos, che?
–Acabás de comerte el último. Se acabaron los bizcochos. Se acabó la yerba. Se rompió el termo y estamos como cuando vinimos de España, estamos.
–O sea.
De repente y casi sin querer el auto empezó a enderezarse lenta y minuciosamente y en el fondo del camino empezó a delinearse un arbolito miserable. ¡Esa! ¡Vamos! ¡Aguante, carajo! Y empezaron a aplaudir y a palmearse mutuamente y a disfrutar anticipadamente del momento en que en la banquina se dibujara un restaurante, una fondita o aunque más no fuera un puestito de chorizo y pan casero o un algo cualquiera. El Pulga aflojó las manos del volante en el final de la curva y, a pesar de las piernas doloridas y de la espalda bloqueada por el cansancio, se entusiasmó ante la recta y aceleró con todo. Gaspar y Jacinto se dedicaron a estudiar el aumento de tamaño del arbolito. Jacinto tiró el cuerpo hacia adelante hasta casi hundirlo en la guantera como para apurar el trayecto y Gapar estiró la cabeza por encima de la del Pulga como para no perder detalle de la distancia que se acortaba y los acercaba al punto cada vez menos diminuto. Siguieron haciendo fuerza junto con el pie derecho del Pulga y en poco tiempo estuvieron frente al arbolito que pasó sin pena ni gloria porque detrás de él hubo otra vez ruta y campo descolorido y músculos cada vez más anudados. Gaspar suspiró:
–Y bueno, un árbol es un árbol.
–Y sí.
–No, si va a ser café con leche. ¿Qué pavada estás diciendo?
–Bueno, che. Más vale un árbol que pampa vacía- y reflexionó serio- después me vienen con el paisaje de la pampa: campo y campo nomás. Mirá que joda.
El tiempo se alargaba en el cielo gris, gris y la ruta se alargaba frente al auto. Luego de andar y andar, Jacinto notó que el campo empezaba a vestirse con una paciencia exasperante. La llanura lánguida y desnuda se ponía un montecito de este lado, una casita perdida del otro; un poco más adelante, alguna tranquera de vez en cuando. Cuando los caballos se delinearon en el límite del campo con el horizonte, el entusiasmo de Gaspar y Jacinto postergó por un rato el cansancio y el mal humor; aunque la ausencia de tránsito les producía un cierto cosquilleo y el tanque de nafta empezaba a convertirse en un problema. El Pulga estaba insoportable. Cada vez que abría la boca era para ladrar y a los otros dos se les acababan los recursos para calmarlo y para aguantarlo. Gaspar optó por hacer de tripas corazón, volver la mirada al campo y cruzar los dedos para que apareciera lo más pronto posible una estación de servicio para cargar nafta, para estirar un poco los huesos, para dejar de escuchar las protestas del Pulga, para llegar a algún lado. Mientras tanto, la tarde se iba convirtiendo en tardecita y a la luz nublada del día se agregó la penumbra de la cercanía de la noche. Gaspar estaba en medio de un bostezo cuando Jacinto anunció que un punto, aparentemente móvil, se atravesaba en el final de la recta. Se incorporaron los tres sobre el borde de los asientos y contuvieron la respiración y se quedaron expectantes con la vista fija en el punto y los dedos apretados. El Pulga se animó y volvió a lanzar una acelerada profunda y, aunque, parecía que el punto se agrandaba y se acercaba rodando, todavía no se atrevieron a decir ni mu.
El paso del camión fue un chasco a manos llenas. El Pulga se había desvivido en bocinazos y guiños, dos seguidos y cortos, uno más retardado, otra vez dos seguidos y cortos. El camionero, contento y seguro, había contestado todos las señales como en eco, como si disfrutara de haber descubierto un juego en la ruta y lo divirtiera entrar en diálogo móvil con los viajantes del otro carril. Así que, cuando por fin estuvieron paralelos por algunos segundos, el camionero levantó los dos brazos, vovió uno al volante, tocó un bocinazo largo y siguió derecho como si nada.
–¡Que te parió!-. El Pulga desmembró el puño contra el volante.
–Amén- rezó Gaspar, que, molesto dentro de la ropa arrugadísima y polvorienta, dejaba que las contrariedades le resbalaran por la brazos somnolientos y se desbarataran sobre la alfombra de goma, porque a esta altura ya cualquier cosa le daba exactamente lo mismo. En ese momento, y con apenas un hilo debilísimo de luz en el aire, el Pulga puso las luces de posición y anunció que habían entrado en otra curva de aquellas y Jacinto, que desde hacía rato se había perdido quién sabe dónde, regresó al asfalto picoteado de baches y apretó las manos sobre la guantera; y el Pulga, agazapado tras el volante, apretó los dientes y contrajo el cuello. Gaspar seguía incólume en el asiento trasero.
–Ya va a pasar: no hay curva que dure cien años.
–? Calláte, hacé el favor.
La curva resultó ser una curva común y corriente y la escena no fue más allá; además, la presencia inédita de un montecito, aflojó un poco el clima agobiado atrapado dentro del Renault.
–Se va acabar, se va acabar.
Gaspar volvió a interesarse y el Pulga hizo el primer gesto de mejor humor en varias horas. Después apareció otra curva tranquila y otra vez la recta y otra vez el horizonte delineó un punto negro y Jacinto aprovechó el momento breve de distensión para el aliviar el pensamiento que lo perseguía desde que cruzaron al camionero:
–Che, no es por nada ¿no?, pero ¿por acá no pasamos ya una vez?
–¡Te querés callar, hacé el favor!
–Pero mirá que...
–¡Mierda, Pulga, me parece que tiene razón! ¿No cruzamos ya unos fardos como esos?
–Ah, sí, claro. ¿Y te pensás que son los únicos fardos que hay en toda la provincia?
–Mirá, Pulga, que...
El punto negro se había convertido en una construcción al costado de la ruta. El Pulga puso la luz baja para asegurarse y aceleró todo lo que pudo y volvió al entrecejo hundido. Jacinto abría los ojos como un hipopótamo y trataba de encontrar a su alrededor un mínimo detalle que le indicara que no, que por acá no habían pasado nunca. Gaspar se frotaba las manos y repetía todo el tiempo no puede ser, no puede ser, no puede ser, y, con la ventanilla abierta, sacaba la cabeza y volvía a entrarla cuando el viento le reventaba en los ojos. El Pulga tomó la última recta con furia. El comienzo de la noche los obligaba a estirar las pupilas y la oscuridad, empeñada en caer antes de tiempo, les ponía los pelos de punta porque cada vez costaba más distinguir luces de sombras, sombras de cuerpos y el punto negro ahí adelante. El Pulga optó por poner la alta. Entonces Gaspar tomó a Jacinto por el hombro y Jacinto movía la cabeza desde Gaspar a la ruta y otra vez a Gaspar y el Pulga empezó a bajar la velocidad porque lo que había sido un punto negro ahora se delineaba perfecto encastrado al borde de la banquina en la mano contraria.
–¡Puta madre! ¿Será de Dios? ¿Qué hago?
–Pará. Total: perdido por perdido.
El Renault 9 estacionó en la banquina. Gaspar se bajó y cruzó la ruta corriendo y fue directamente al hombre que estaba de espaldas detrás del mostrador. Ya era noche total y casi sin luna y, desde el auto, el Pulga y Jacinto sólo divisaban la sombra de Gaspar corriendo a contra luz y la sombra del hombre que ahora se había doblado sobre lo que parecían unas cajas o bultos opacos. Gaspar se preguntó por qué la luz encendida adentro no llegaría hasta él y por qué los postes del alumbrado estarían apagados. Tuvo que avanzar con cuidado para no tropezar con algo. Por fin llegó a la puerta y antes de entrar volvió la cabeza hacia el coche pero no distinguió gran cosa más que el cono de la luz sobre el pasto de la banquina y la silueta borrosa del Pulga al volante y sospechó que estaría tratando de ver qué pasaba. Levantó un brazo. Después entró. El hombre estaba oculto detrás de una caja registradora y Gaspar apenas podía verle parte del pelo despeinado y oscuro. El hombre lo escuchó entrar y levantó apenas la vista de la máquina. Le dijo que esperara un momento y volvió al cajón de la registradora. Gaspar retrocedió un paso y se quedó quieto como preguntando con todo el cuerpo. Después se acercó al mostrador :
–Disculpe, don. Buenas noches. ¿Me puede decir qué ruta es esta?
El hombre lo miró de frente:
–¡Otra vez usted! La 65. La ruta que vuelve de Guaminí.

Sandra Langono.
1º mención Concurso literario del IMFC.
Publicado en Los Premidos.

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