martes, 20 de septiembre de 2011

"EL MISTERIO DEL PENDULO "

Por Héctor José Iaconis 

Hacia el mediodía de una mañana estival de 1998, Camila Fernández –una nuevejuliense radicada en la ciudad de Buenos Aires-, conociendo de antemano mi interés por encontrar historias en viejos documentos, a través de un llamado telefónico me informó acerca de unos interesantes “papeles históricos vinculados con la ciudad de 9 de Julio”. Debo confesar que, en cierto modo, la noticia no me inquietó; por el contrario, creo haberla recibido con cierta indiferencia. Entonces me hallaba preocupado redactando un ensayo biográfico, el cual ocupaba toda mi atención.
Aquel día tomé nota de las señas de la persona que poseía esos documentos y prometí, a mi atenta amiga, realizar una visita en cuanto tuviera ocasión de viajar a esa ciudad.
Seis meses más tarde, razones ajenas a mis estudios me obligaron a viajar al Partido de Escobar. Esa fue, en efecto, la ocasión propicia para comunicarme telefónicamente con quien era depositaria de los documentos históricos y concertar una entrevista. Por fortuna, al día siguiente, la mujer me recibió en su departamento, ubicado cerca de la Plaza de la Misericordia, en Caballito.
Luego de las presentaciones de estilo y mientras sus manos temblorosas disponían sobre la mesa dos tasas de café, mediando de su parte un trato cortés y simpático, se dispuso a explicarme que había contactado a Camila, compañera de estudios de una de sus hijas, para ofrecer unos “papeles viejos” (así los calificó) que habían pertenecido a su abuelo, los cuales de algún modo se relacionaban con 9 de Julio. Al observar mi visible curiosidad, y antes de permitirme articular palabra, se anticipó a indicarme: “No sé porqué guardó esos papeles, él nunca vivió ni tuvo actividades en esa ciudad”.
Esos documentos eran los únicos que habían sobrevivido al diezmado archivo de su abuelo, el ingeniero Santiago Daniel D’Astrós (fallecido en Zumikon, cerca de Zürich, en agosto de 1941). Lo demás, incluso buena parte de su biblioteca, pereció entre las llamas de un voraz incendio o en las manos, quizá más dañosas, de sus tíos.
Tres cajas de cartón, de tipo “Wa-l-imp” (aquellas que se utilizaban para la ordenación vertical de dossiers), contenían la totalidad de aquel pequeño acervo. En la parte posterior del lomo, con letras aldinas, estaba estampado un breve rótulo, idéntico en cada una, cuya única leyenda expresaba: “Pueblo del 9 de Julio”.
Al examinar la primera caja hallé poco más de medio centenar de croquis con dibujos de péndulos aplicados para la regulación de relojes; y  algunos planos levantados a mano alzada, otros dibujos delineados a escala, representaban escapes, engranajes, ancoras, pesas impulsoras y otras piezas de la maquinaria de los relojes de péndulo.
En la otra había fichas de cartulina y hojas afiligranadas, notas en lápiz o en tinta azul, con una escritura condensada, algo semiangulosa y de centrífugos caracteres, nutrida pero sencilla,  con yuxtaposiciones pero a la vez ligada. Me sobrecogió poderosamente comprobar que esos manuscritos contenían citas de grandes tratados y de obras menores sobre Física. Observé transcripciones  de las enciclopedias de Karsten, Poggendorf y Rosembergr; del Horologium Oscillatorium, de Cristian Huygens; de los Cours de physique de Pierre Jacotot y Jules-Célestin Jamón; y de las Leçons de Paul Desains. Nueve colecticios anepigráficos contenían fragmentos de  Ernst Fischer (Physique mécanique), Adolphe Ganot (Traité de physique expérimentale) y Charles Bailly de Merlieux (Manuel de physique, ou Élémens abrégés de cette science) entre las obras más conocidas. El único tema de análisis, en todos esos apuntes, era el Péndulo.
Admitirlo es mi deber: sentí una gran satisfacción de ver allí ese caudal de información, tomadas de primera mano de ediciones, hoy inaccesibles. Sin embargo no pude sustraerme de una primera interrogación: ¿Por qué un hombre de ciencia como D’Astrós podía estar tan excesivamente preocupado por una temática tan estanca y recurrida como esa?, ¿acaso la Física no le brindaba campos de estudio más amplios y fructuosos?.
El contenido de la última caja fue, para mí, el más desconcertante. Una serie foliada de escritos –cada uno de ellos acompañado por su respectivo escolio- referidos a la idea de los egipcios sobre la habitación del alma después de la muerte se mezclaban con profusas anotaciones extraídas de los aportes prematuros de Le Page Renofu y de Mapero, y de alguna traducción del Libro de los muertos. En el interior de un par de cubiertas de badana, cual improvisado cedulario, se encontraban varios mandalas y un extraño dibujo que, con el tiempo, supe que se trataba de una simulación gráfica del oscurecimiento del  Mercurius senex (del cual escapan el espíritu y el alma), extraído del Viatorium Spagyricum de Jamsthaler. Finalmente, esa caja guardaba varias interpretaciones de la visión del paraíso y de la muerte  en tres  autores medievales;  en otro legajo, afloraba una descripción en francés de las cuatro fases del proceso alquímico, con particular  detenimiento en la hermenéutica de la nigredo; y en un impreso duerno, en tricromía, se encontraban seis grabados representando el diseño de un antiquísimo espectrógrafo.
Aquel día recorrí varias veces esos pliegos. Una y otra vez los observaba y, en la medida en que volvía sobre ellos, surgían recurrentemente nuevos interrogantes: ¿qué relación podía existir entre la ciudad de 9 de Julio y esos documentos?, ¿acaso había sido guardados en esas cajas o bajo el tópico “Pueblo del 9 de Julio” por involuntario error?, ¿qué extraña e insondable causalidad hizo que, justamente eso papeles, sobrevivan a todo un archivo probablemente más trascendental?.
La última depositaria de los documentos, única descendiente del ingeniero D’Astrós, me permitió llevar conmigo ese conjunto documental. Desde entonces y durante un largo tiempo, atrajo mi atención de manera casi exclusiva. No podía anticipar aún hacia donde habrían de conducirme esos escritos, ni mucho menos podía conjeturar que, ellos, eran las fuentes primarias, los silenciosos testimonios, de un extraño suceso ocurrido en 9 de Julio, un pueblo al noroeste de la Provincia de Buenos Aires.

* * *
Si bien, Sebastián Daniel D’Astrós, había nacido en Buenos Aires, los primeros cinco lustros de su vida transcurrieron en Europa. Sus padres, oriundos de Normandía, estaban radicados en el país desde la década de 1830, cuando habían llegado (todavía solteros), tal vez escapando de las funestas consecuencias de las Guerras Carlistas,  invitados por el cónsul francés en el Plata, Jean-Baptiste de Mendevielle. Ellos, quienes contaban con una posición económica más o menos floreciente, procuraron dar a Sebastián los medios para la mejor educación, por ello lo enviaron con sus tíos maternos al Viejo Mundo: Primero, en París, frecuentó la Ecole Polytechnique y los claustros de la Sorbona; más tarde, en Heidelberg (Alemania) y, por último, en Lieja (Bélgica) completó su formación académica.
Su regreso a Buenos Aires le había resultado un tanto traumático. Entendía que aún, la revolución del conocimiento y de los adelantos técnicos, no alcanzaban el espíritu de los americanos.
El transcurrir de los años, sus cátedras, los trabajos de traducción para Lajouane o Peuser, y el diseño de algún que otro emprendimiento industrial, le permitieron aminorar el inmenso sentimiento de añoranza por Europa.
La formación científica de D’Astrós no había sido obstáculo en su acercamiento a las bellas letras. Había traducido con idéntica solicitud y delectación el volumen sobre la Teoría analítica de las Probabilidades (de las obras completas de Laplace), tanto como los capítulos de La torre de Nesle de Dumas. No pocas madrugadas lo sorprendían en prolongados lapsus de éxtasis ante los escritos de Newton; pero, también, en otras ocasiones, sosteniendo en sus manos las obras de Boudelaire (su preferido) o de los poetas y gramáticos latinos, todos los cuales recorría con  comprensivo detenimiento.
Sus alumnos le tributaban respeto y admiración, porque él les demostraba una leve cercanía; aunque no les ocultaba su disgusto al comprobar la poca exigencia con que se formaba a los jóvenes en las instituciones educativas superiores de la Argentina  En su rostro se reflejaba  una sonrisa sociable. Las comisuras finamente alargadas mostraban que el buccinador trabajaba intensamente, pues se advertía incluso en los músculos de la sonrisa, en el cigomático, la acción de la frecuente sonrisa.  De mirada un tanto dilatada, sus ojos claros insinuaban amabilidad, pero a la vez un dejo de penetrante severidad, la cual se fusionaba con el brillo propio de un espíritu agudo e inquieto.
La firmeza de su mirada, siempre sostenida, y la estabilidad pupilar se combinaban con los pliegues verticales de su nariz y con el suave arco formado por el discurrir de sus cejar, para crear una imagen armónica, desde la cual podía inferirse el reposado autodominio de su temperamento.
En sus maneras, en los modos de su trato, se notaba la influencia parisina de la bella época, así como la del romanticismo en su cosmovisión estética. Con  todo, D’Astrós jamás se desprendía de su espíritu racionalista. No podía comprender el mundo real sin cada una de las dimensiones concretas; y, de hecho, le parecía poco serio o digno de atención, todo postulado que pretendiera rehuir o trastocar las leyes básicas de la Física. Tenía el convencimiento, con Santo Tomás, que ni el propio Creador tenía de suyo alterar la leyes naturales.
A comienzos de 1893, un industrial, importador de variados artefactos provenientes de Inglaterra, le propuso fabricar máquinas de escribir en el país, en base a un diseño novedoso. Desde entonces, D’Astrós –impulsado por el acicate de su juventud- se afanó en estudiar y perfeccionar el modelo nº 16 de Ravizza, el cual conoció en una de las exposiciones realizadas en París. Para fructificar la tarea y disponer de tiempo, había solicitado una dispensa en la Facultad de Matemáticas, alejándose temporalmente de sus cátedras.
 Cada día estaba ocupado en diseñar distintos esbozos de máquinas de escribir y en estudiar las probabilidades para su manufactura en la Argentina. Algunas horas de la jornada, aquellas destinadas al descanso, prefería dedicarlas a sus trabajos de traducción: Desde varios años atrás cobijaba el deseo de reunir, en una edición, la versión castellana de las obras de varios gramáticos latinos que, a su criterio, despertarían interés. Por ello, el año anterior había traducido el tratado de métrica de Tereciano Mauro, un comentario de Lactancio Plácido y dos libros del manual de gramática de Prisciano. Ahora trabajaba en el tratado de Flavio Clariso (Institutionum Grammaticarum), basándose en el texto publicado por Fabricio en 1563.
Cuando la extenuación mental lo excedía buscaba recrearse en el bar “La Helvética” (esquina de Corrientes y San Martín); en el restaurante de Pedemonte, punto de encuentro de los porteños devotos de la cocina sofisticada y de los deliciosos vinos importados; o en las funciones del Teatro “Politeama”, a escasas cuadras de la casona solariega de sus padres. En cierto modo, toda su existencia giraba en torno a sus actividades técnicas o intelectuales, aún no había experimentado su corazón otra forma de amor que no fuera la prodigada por el saber científico.
En mayo de ese año (1893), recibió una carta de su amigo Julián Landel, un joven agrimensor mendocino, radicado en el pueblo de 9 de Julio. De aquella misiva, donde le narraba vivencias personales de los últimos meses y algunas noticias de familia, le sorprendió un acápite:

“Tengo entendido, querido Sebastián, que siempre eres el mismo curioso escudriñador de los temas de la Física. Pues bien, tengo para ti un bocadillo sabroso que te interesará. Aquí, en este pueblo, hay un aparado que vence varias leyes físicas”.
“Cuando dispongas de tiempo, y te quieras escapar de tus arduas faenas de remozado Galileo, te vienes al 9 de Julio, aprovechas para conocer este pueblo, visitarme, pasar unos días de descanso y, de paso, admirar este prodigio de la ciencia; el cual, hasta ahora, nadie ha podido explicar”.

El espíritu escudriñador -tal el epíteto usado por su amigo-  de D’Astrós no pudo escapar de la natural curiosidad. ¿De qué podría tratarse ese prodigio de la ciencia?, se preguntaba; a la vez que cavilaba sobre el verdadero valor del supuesto fenómeno. En los meses sucesivos remitió a Landel alguna que otra carta requiriéndole información acerca del objeto que despertaba tanto asombro; mas,  su amigo se rehusó a darle noticias al respecto, reiterándole la primera invitación.
Promediando el mes de julio, Sebastián D’Astrós resolvió viajar a 9 de Julio. No lo seducía tanto la idea de conocer el fenómeno, como la de hallar un lugar de descanso, donde proseguir sus traducciones. En el fondo, suponía que su amigo había sobredimensionado el hecho y, si bien aquel era un hombre culto, podía no estar percibiendo racionalmente un episodio, o acaso haber olvidado el principio de causalidad que opera en todas las cosas. Por un momento, incluso, llegó a pensar con sarcasmo que, el lugar donde Landel residía, tal vez un pueblo entumecido por un estancamiento, lo estaba embruteciendo.
Varias veces su prematuro escepticismo le inducía con recelo a declinar su decisión de viajar; aunque su estancia en el pueblo no fuere muy breve. Como intuía que habría de sobrarle el tiempo, por si acaso, cargó en su equipaje varios libros y las láminas (de papel sensibilizado con ferroprusiato) con diseños (aún sin finalizar) de máquinas de escribir.

El viaje

El viernes 8 de agosto, desde la estación “Once de Septiembre”, cabeza de riel del Ferrocarril del Oeste, partió en el tren de las seis de la mañana con destino a 9 de Julio. Si bien el viaje era relativamente breve, una sensación de intranquilidad lo embargaba. No era, en efecto, un tiempo del todo propicio para efectuar una excursión que se preciara de tranquila pues, en el interior de la provincia, los partidarios de la Unión Cívica Radical habían tomado las armas, asonando varios pueblos. Más aún, pocos días antes, cerca de 9 de Julio, para evitar el avance de las fuerzas revolucionarias, los adeptos del Partido Unión Provincial (autonomistas) desarticularon los rieles generando el descarrilamiento de un tren.
Alrededor del mediodía, D’Astrós arribó ileso al pueblo. En la estación lo aguardaba su amigo Landel, quien luego de confundirlo en un prolongado abrazo, le señaló un extenso manifiesto revolucionario colocado en un placarte de la estación, poniéndolo al tanto de últimos acontecimientos de orden político, acontecidos en el lugar; advirtiéndole, a la vez, que los sublevados habían destituido las autoridades municipales.
Ciertamente, poco le interesaba a D’Astrós la situación política de 9 de Julio, tema que lo tenía completamente sin cuidado. En cuanto su amigo dejó de hablar, inmediatamente pretendió que éste le diera detalles acerca del objeto por el cual se encontraba allí. Sin embargo, de forma incisiva, esquivó el embiste diciéndole que primero lo hospedaría y, subsiguientemente, visitarían el lugar donde se encontraba el misterioso ente.
Cuando el cabriolé, que los conducía desde la estación hasta el Hotel “La Cruz de Malta” (ubicado frente a la plaza principal, en la esquina de Montevideo e Independencia[1]), se puso en marcha por la espaciosa avenida General Vedia, D’Astrós se sintió desanimado, y sospechó que  se trataba de la fatiga causada por el viaje.
A través de la ventanilla de la portezuela lateral del coche observaba el paisaje. Veía un pueblo anquilosado y poco desarrollado: en los suburbios,  casas o barracones de ladrillo sin revocar y toscos ranchos construidos con paredes de adobe y techos de juncos; en el radio urbano, calles y veredas con deficiente nivelación y edificaciones de cualidades arquitectónicas vulgares, con escasos ornados. Le resultaba fastidioso observar la insistencia puesta en el uso de elementos decorativos tomados del renacimiento o del academicismo italiano; pues prefería, en las fachadas de los edificios, la volumetría más compleja y estructurada, propia de los estilos centroeuropeos.
Al observar la cotidianidad prosaica que parecía respirarse en ese ambiente aldeano, no evitó pensar que nada extraordinario podría estar sucediendo allí. Recordó sus ocupaciones en Buenos Aires, la empresa industrial para la cual trabajaba, sus negocios, oportunidades que avizoraba ventajossa, y especuló sobre el tiempo que perdería en ese micro mundo sin pulimento. En definitiva, ese año había comenzado siento, para él, muy bueno; una especie de tempora percipiendis fructibus, al decir de Cicerón.   
Al llegar a la intersección con otra avenida, el coche se detuvo para dar paso a un cortejo fúnebre que se disponía a tomar por la misma arteria, pero en sentido opuesto. Mientras avanzaba la carroza y el austero séquito, volvió a sentirse sobrecogido por un extraña conmoción interior, especie de temor profundo, del cual no podía percibir fundamento alguno.

El reloj de la Logia

Después de acreditarse en el hotel, su amigo Landel lo condujo al lugar donde se hallaba el pretendido instrumento prodigioso. Para ello apenas debieron caminar unos cincuenta metros, desde la puerta del hotel hasta un edificio enclavado sobre la misma vereda, el templo de la Logia Masónica “Igualdad”.
Hasta entonces nada, en absoluto, pudo obtener de labios de su amigo, con relación a ese aparato. Tal vez, el propio Landel, había considerado la posibilidad de que, D’Astrós, terminara decepcionándose,  al  observar que no había nada de relevante en el objeto que los demás tenían por asombroso.
La vereda se hallaba atestada de personas, algunas vestían uniforme militar, otras tenían en sus cabezas las boinas blancas, distintivo de la Unión Cívica Radical. Después de transponer la puerta de acceso, ingresaron a la antesala que, en la monserga masónica, es conocida con el nombre de salón de los pasos perdidos. Allí, varias personas departían en voz baja.
Landel, con un ademán discreto lo invitó a ingresar al templo propiamente dicho, cuyo acceso estaba reservado sólo a los miembros de la Orden. En el salón había hombres de diferentes edad, la mayor parte de los cuales no eran masones. Ese día la Logia estaba abierta a todos, profanos e iniciados, para velar los restos de un militar (integrante de las fuerzas revolucionarias que habían sitiado el pueblo) asesinado mientras se dirigía a parlamentar con los autonomistas.
D’Astrós se ubicó en un extremo de la sala. Apenas un murmullo suave  interrumpía el silencio de ese lugar, donde los francmasones tenían sus reuniones secretas, pero que ahora servía de capilla atiende.
No era un recinto demasiado amplio, la escasa luz azulina proveniente de unas vidrieras altas le confería un aspecto lóbrego. Todavía más sombrío lo tornaba -a ese escenario- el catafalco, ubicado delante del ara del templo, y los siete sirios que ardían en derredor. De las paredes,  recubiertas con paños negros, pendían siete palias o gallardetes, de terciopelo, sobre los cuales se encontraban bordadas las insignias y símbolos francmasónicos más generalizados. En el centro de la pieza, dos columnas que aludían constitución ebúrnea,  tenían grabadas las iniciales J y B, y delante de ellas dos hombres, revestidos con mandiles y collarines, formaban guardia de honor al difunto. Más atrás, otros cuatro, ataviados de igual forma, pero portando espada flamígera (una herramienta masónica), permanecían de pie a cada extremo del túmulo funerario.
No era la primera vez que Sebastián D’Astrós estaba frente a los miembros de la Masonería. De su tardía infancia conservaba el recuerdo de éstos, viéndolos avanzar por la avenida de la Grand Armée a varios masones, junto a los Comuneros de París, portando la bandera blanca con una leyenda: “Amaos los unos a los otros”. Conocía  poco acerca de doctrinas de la francmasonería, cierta vez había leído la clásica obrita de F. T. B. Clavel y ello le bastó para considerar  anacrónicos y poco efectivos sus rituales simbólicos. Tenía por ciertas las palabras que Alejandro Dumas puso en labios de Rousseau, cuando el filósofo visitó la Logia de la calle Platriere: “Busco lo que no encuentro. Verdades, no sofismas. ¿Por qué rodearme de puñales que no atraviesan, de venenos que son agua clara o de trampas bajo las cuales hay colocados colchones?” (Memorias de un médico: José Balsamo, 1846-1848).
Unos treinta minutos más tarde, el templo de la Logia “Igualdad” había quedado desolado. Todo la muchedumbre marchó detrás de la cureña que conducía los despojos del soldado muerto hasta el cementerio.
Con la mirada puesta en el delta (pequeño triángulo equilátero, dentro del cual estaba inscripto el tetragrama o las letras hebreas que significan Jehová), colocado  sobre el asiento que usaba el venerable maestro, D’Astrós aguardó a su amigo quien, al cabo de unos minutos, apareció acompañado por  el maestro de ceremonias de la Logia, Enrico Salerno. 
El hombre, en cuya vida profana  ejercía la profesión de médico,  era de estatura regular, más bien delgado y de rostro fino. Vestía un riguroso saco Chesterfield, de paño negro, con solapas de terciopelo y tablón frontal que ocultaba los botones. Sobre su pecho colgaban unos quevedos de cristal obscurecido y, desde el bolsillo próximo, suspendida por una gruesa cadena que afloraba desde adentro, pendía una alhaja de oro, cuya forma era similar a la de un compás.    .
Medido en sus afirmaciones y cortés en el trato, demostró deferencia hacia D’Astrós, a quien agradeció haber aceptado  pesquisar el extraño aparato que guardaban. Desde  del templo, los condujo por una crujiente escalerilla de madera hasta un saloncito en el subsuelo.
Ese lugar, llamado cámara de las reflexiones, (donde los masones conducían a los postulantes, que deseaban ingresar a la sociedad, antes de comenzar el ritual de iniciación), no poseía más mobiliario que una pequeña mesa, sobre la cual se encontraban una calavera, un tintero y una clepsidra. Salarno y Landel se dirigieron  hacia el muro frontal, donde se hallaba colgado, únicamente, un reloj de péndulo.
El médico, con cautelosa modulación de voz, el dedo índice de la mano izquierda apuntando con dirección a la péndola y la mirada puesta en D’Astrós, dijo:
___ He aquí un instrumento asombroso,  este péndulo puede vencer las leyes físicas de la gravedad. Se mueve a ritmo acompasado y, en ciertos momentos, inexplicablemente aumenta la frecuencia de trayecto, sin que nadie toque la pesa.
D’Astrós miró de soslayo a su amigo, quizá queriendo transmitir a través de sus ojos la expresión que contenía su pensamiento: “¿Para oír tamaña insensatez he viajado casi trescientos kilómetros?”. No obstante, trató de escuchar con atención las explicaciones que daba Salerno, más que por interés por respeto; mientras, de cuando en cuando, echaba una mirada fulminante a Landel.
Estaba convencido que, hacía mucho tiempo, no escuchaba una sucesión programada de invenciones tan disparatadas.  Cuando el interlocutor terminó su peroración, con un tono que parecía concluyente, D’Astrós explicó: 
___ Verdades por todos conocidas son las enunciadas en las leyes físicas. Su rigor axiomático, probado a través de la experimentación, a lo largo de los siglos, nos permiten tener certezas de que nada puede ser distinto de ellas, ni mucho menos escapar a su influjo. ¿Acaso alguien podría afirmar que, en algún lugar del mundo, las leyes de Newton no se cumplen?. Exactamente lo mismo ocurre con ese péndulo y ese reloj. Merced a la geometría tenemos como valor del cociente de una circunferencia dividida por su diámetro al número 3,14159. Si multiplicamos éste por la raíz cuadrada del cociente que resulta de dividir la longitud del péndulo, obtendremos su tiempo de oscilación. A partir de este cálculo tan simple se deducen cinco leyes importantes sobre el funcionamiento de un péndulo; luego, de no existir fuerza exterior que lo impulse, por sí solo, no puede aumentar el trayecto recorrido.
Como Salerno insistió en sus afirmaciones, añadiendo que varias personas habían observando el aumento en el recorrido del péndulo y que incluso ese fenómeno duraba apenas unos dos minutos, D’Astrós consintió en examinar el reloj. De esa manera se aseguraría en demostrarle al iluso médico que estaba frente a un error, pues quizá podría existir una imprecisión en el funcionamiento de la maquinaria y, al mismo tiempo, pondría fin a la cuestión.
El aparato, por lo menos exteriormente, no tenía nada de particular. De una longitud total poco inferior a los sesenta centímetros, la caja estaba construida con madera de ébano. En el extremo inferior del péndulo, la pesa circular era de bronce y completamente liza. El cuadrante, de porcelana blanca, estaba protegido por un cristal circular, y la cara frontal superior tenía la forma de un octógono. Ese detalle no extrañó a  D’Astrós, pues conocía la significación que ese polígono poseía para algunos masones cercanos al sufismo.
Llevaron el aparato al hotel, porque la iluminación en el interior de la Logia era insuficiente. Allí, sobre la amplia mesa de la habitación que había arrendado, D’Astrós exploró cada fornitura del mecanismo cronométrico. No había nada extraño en esa maquinaria simple, todo funcionaba  adecuadamente; sólo le resultó curioso que, en ninguna parte, hubiera una inscripción sobre el fabricante o la procedencia. Valiéndose de una lupa descubrió que, en el marbete de uno de los engranajes, estaban talladas varias letras, formando palabras inconexas, algunas sin sentido lógico:
... Introit sum sun ... Dudge mass sec ... Headstrong feet he’s me ... Ese jeque huella descarrilamiento.
Asimismo, al reverso, aparecían símbolos:

Cuando Salerno los vio inmediatamente sugirió que se trataba de caracteres provenientes de algún alfabeto masónico, tal vez dejado en desuso. Por entonces, y más aún en los siglos anteriores, los miembros de la Francmasonería acostumbraban cifrar sus documentos empleando códigos herméticos, que variaban unos de otro de acuerdo con el rito de pertenencia.
Empleando un libro que buscó en la biblioteca de la Logia, Salerno, pudo comprobar que, efectivamente, eran siete palabras, cinco de las cuales estaban  formadas por siete letras, escritas en el antiguo sistema francés . Al traducirlas, quedó formada una frase:  Observa su mensaje preciso. El anuncia tus tiempos
Landel no tardó en arrojar una idea económica:
­___  Sin dudas -dijo- es un mensaje secreto .
Al oírlo,  Salerno, se incorporó, asintió con la cabeza, y luego de tomar aliento, expuso con aire casi solemne:
___  Podemos decir que se trata de un mensaje, pero no es tan secreto. Para nosotros, los iniciados en la masonería, esta frase tiene una interpretación bien precisa. En algunas logia, cuando un candidato es iniciado en el primer grado masónico, es decir, el de Aprendiz, el venerable maestro le entrega una regla de veinticuatro pulgadas. Ella representa la totalidad los días de nuestra vida, y cada pulgada la hora con que, ese día, está formado. El hombre debe medir con vara precisa cada  una de sus horas, evitando malgastarlas en acciones vanas. Una hora perdida jamás puede recuperarse. Este reloj -completó, mientras corría la cortina de la ventana y fijaba su vista en un punto del espacio exterior- es algo así como una regla, mide, cuenta cada hora, y las anuncia. En él, pues, debemos poder atención y medir cada instante de nuestra existencia.
Tanto Landel como D’Astrós permanecieron en silencio. Por un intervalo la quietud reinó en la habitación. Salerno, sacó del bolsillo de su chaleco el reloj y mostrándolo a sus escuchas, les dijo:
___  Queridos amigos, ya es tarde. Al parecer nada se puede explicar sobre el funcionamiento de este reloj. Es probable que los años lo hayan malogrado. Lamento, ingeniero D’Astrós, haberle generado una perdida de la valioso tiempo. Sería para mí un honor que ustedes acepten la invitación de cenar a mi casa.
Ambos aceptaron. Antes de salir, quitaron un cuadro y, para evitar su deterioro en posición horizontal, lo colgaron en una pared del cuarto. Habían resuelto dejar el reloj en el hotel, hasta el día siguiente en que Salerno lo buscaría para retornarlo a la Logia.
Al parecer, el médico italiano, encontró una clara definición para la frase cifrada; en consecuencia, excepto  las cuatro líneas indescifrables, labradas en el engranaje, nada particular había en el mecanismo. Todo funcionaba correctamente, era imposible la combinación de esas piezas alteraran el movimiento preciso, en función del cual habían sido dispuestas; y, menos aún, que el péndulo mutara su ritmo por mero capricho.
A pesar de la desilusión que sintió al no poder observar el prodigio de la ciencia que su amigo le había pintado con matices tan aparatosos, D’Astrós no estaba incómodo. Por el contrario, pensaba que no tenía sentido permanecer más tiempo en el pueblo; y, mientras caminaban hacia la residencia de Salerno, planeó visitar -al día siguiente- la casa de Landel -para presentar sus saludos a la esposa de su amigo- y el domingo emprender su regreso a Buenos Aires.
La familia del médico, acogió a los invitados con espontánea afabilidad. La hija mayor de aquel, Mónica, era dueña de una serena belleza y en su rostro asomaban, combinándose en graciosa amalgama,  la inteligencia y la distinción. Caminaba con elegancia y hablaba con un laico poco usual en las mujeres pueblerinas. Como D’Astrós, ella admiraba el arte pictórico, en particular la energía vibrante emanada de pintura de Rubens, la percepción de Turner o los grandes contrastes de color de Eugenio Delacroix
La muchacha no tardó en atraer, de manera especial, la atención de Sebastián D’Astrós;  su delicada figura le era comparable con la sosegada y voluptuosa belleza de Sarah Bernhardt, a quien veía actuar en la Comédie-Française o en el  Théâtre de l’Odéon. Por un momento pensó que, la angelical silueta de Mónica (por lo menos la que permitía ver su ostentoso vestido), era digna de la paleta de Van Eyck,  del cincel de Miguel Ángel, o de la lente de Bruno Braquehais.
En cierto modo, la joven tampoco escapó del ardor interior que le despertaba D’Astrós. Cada  vez que articulaba una palabra, ella fijaba su resplandeciente mirada en la suya, como arrobada en un atiborrado embelesamiento.
No resultaba habitual, en un pueblo como 9 de Julio, encontrar un caballero culto, dotado de un pensamiento tan perspicaz y avisado. Tampoco él se había topado, después de abandonar Europa, con mujeres capaces de recitar de memoria un hemistiquio de Horacio, sostener con tanta vehemencia la preexistencia de grandes verdades en el pensamiento de Hegel  o distinguir los elementos específicos del barroco flamenco o del italiano, con la acuidad con que Mónica lo hacía. Esa noche dialogaron tres horas. Por primera vez, D’Astrós creyó tener emociones encontradas, pero no se permitió analizarlas, procurando soterrar cualquier idea. Tenía plena conciencia de que, la vida monótona de 9 de Julio, no tenía asidero en su  futuro.
La velada concluyó pasada la medianoche. Salerno les ofreció su coche para evitarles caminar bajo la fría noche, pero en despojo de urbanidad, uno y otro, denegaron la gentil oferta.
Mientras caminaban, Landel comentaba sus impresiones sobre el feliz convite. D’Astrós simulaba escucharlo, mas, en realidad, su pensamiento se posaba imaginariamente en el encantador rostro que, minutos antes, tenía ante sus ojos.

“Anuncia tus tiempos”

Cuando llegó a su habitación, en el hotel de “La Cruz de Malta”, estaba exhausto. Sólo buscó una jofaina para higienizarse y, acto seguido,  se desplomó sobre un camastro algo incómodo. El sueño vencía sus párpados cuando consiguió apagar la lámpara contigua.
Probablemente, habrían transcurrido unos tres o cuatro minutos cuando, estando en la duermevela, escuchó que el sonido pendular del reloj de la Logia, ubicado transitoriamente en el cuarto, cambiaba, como si el período de oscilación del perpendículo  se incrementara. Con rapidez encendió la luz y, en efecto, observó que el péndulo se movía más velozmente, perdiendo su acompasamiento regular. En forma simultáneamente, una pequeña vibración sacudía  levemente la estructura de la caja del reloj.
D’Astrós se acercó al aparado y vio que, aunque el movimiento del péndulo era desproporcionado, las manecillas permanecían inmóviles. Al intentar buscar su cuaderno para tomar nota acerca del hecho, inclinó bruscamente la lámpara que sostenía en su mano, con tal suerte que la misma cayó sobre el piso, dejando la habitación en penumbras. Así, para su asombro, pudo percibir que un pequeño rayo de luz amarillenta se quebraba desde el centro del contrapeso del péndulo y se prolongaba hacia el exterior apenas cuarenta centímetros. Estaba seguro que el destello nacía en la circunferencia misma, pues no había en el cuarto ninguna fuente de luminosidad, ni luz alguna que pudiera reflejarse.
Unos minutos más tarde el péndulo se detuvo completamente y, enseguida, retomó su oscilación normal. Recién entonces, las agujas volvieron a moverse.
 Sebastián D’Astrós comenzó a advertir que estaba ante un hecho anómalo y, de ningún modo, podía atribuirlo a un desperfecto técnico. Se interrogó sobre si los postulados de las ciencias físicas y matemáticas, conocidas entonces, tenían argumentación para explicar lo sucedido; y, ante ello, no puedo menos que sentir dudas, máxime cuan do comprobó que todo, ejes y enlaces, ruedas dentadas y cuerdas, funcionaban correctamente.
Esa noche durmió poco, se mantuvo atento a la posible repetición del prodigio. Al día siguiente, se dirigió temprano a la casa de Salerno, ubicada en la calle Libertad, cerca del edificio municipal. Sin explicar motivo alguno le requirió un libro de física, cualquier elemento más o menos preciso para observar ondas lumínicas, y su anuencia para conservar el reloj de la Logia  por unos días.
El médico le facilitó el único libro que, sobre Física, poseía en su biblioteca: una segunda edición del mentado y casi popular Manual de Eduardo Rodríguez, impresa en Madrid, por los herederos de Eusebio Aguado, en 1873. Deseaba refrescar sus conocimientos, aunque tenía la certeza de estar recordar vivamente todo cuanto, sobre el tema, había aprendido.
En la página 69 de ese volumen leyó una breve descripción sobre el funcionamiento del péndulo como regulador de relojes. Allí todo estaba expuesto con tal exactitud que no se admitía vacilación. Por cierto, ¡era tan simple el funcionamiento de esa máquina!.
Nuevamente, con cuidadosa atención revisó las piezas del reloj. La elasticidad del muele en espiral forzado, que movía el eje, era precisa. Tenía la esperanza de resolver el dilema constatando que esa hélice metálica se encontraba expandida.
También obtuvo de Salerno un espectróscopo[2]. Este antiguo dispositivo, por medio de la dispersión de un rayo de luz, y de la descomposición de éste por refractación, permitía obtener las características de los espectros lumínicos. Con esto, D’Astrós buscaba descubrir la procedencia del rayo de luz emanado desde el péndulo, y  la fuente o foco que lo producía.
Durante las primeras horas de esa tarde sabatina, cuyas condiciones climáticas se asemejaban a las de primavera, Sebastián D’Astrós  permaneció en su cuarto, esperando que el péndulo del enigmático reloj efectuara un movimiento extraño. Alrededor de las diesiciete, su amigo Landel tocó a su puerta, traía una tarjeta de Mónica Salerno, con la invitación a tomar el te.
Entendió que habría de parecer un desaire rehuir tan cordial deferencia, se puso en camino con su amigo a la residencia de los Salerno. El encantamiento de la muchacha le hizo olvidar la cuestión que lo preocupaba; no obstante, a las veinte se excusó ante los presentes y se retiró, regresando enseguida al hotel.
Se encontraba sólo en la habitación, ojeando el manual de Rodríguez, cuando redoblaron las diez campanadas del reloj, indicando las veintidós horas. Escasos dos minutos después, el extraño fenómeno volvió a producirse.
Ni bien el péndulo hubo alcanzado su mayor grado de desequilibrio en su oscilación, comenzó a desprenderse el rayo desde el centro de la circunferencia de bronce. D’Astrós aguardó que se detenga y, usando una regleta similar a un corondel, y alineó convenientemente el espectróscopo. La luz ingresó por el primer tubo y se refractó en el prisma central. Cuando apoyó su ojo,  en el orificio del conducto que contenía la lente de observación, notó que las líneas espectrales se descomponían discontinuamente, perdiendo su constitución rectilínea y formando raros arabescos. El color amarillento de la luz se tornaba cada vez más rojizo. Los giros y las curvas del espectro comenzaron a trazar una forma;  la cual, al quedar concluida, constituía límpidamente un rostro humano. De inmediato el rayo se disipó y la péndola recobró su rítmico movimiento.
El joven ingeniero notó que su cuerpo fue envuelto por un escalofrío.  Su estremecimiento, sin dudas, no era provocado por el temor, sino por verse ante un dilema científico que no podía resolver.
Era, D’Astrós, un hombre de pensamiento racionalista. En su intelecto no había lugar para elucubraciones apartadas del rigor y de las verdades de la ciencia. Aunque creía en la existencia sobrenatural de Dios y aceptaba el ortodoxia cristiana, en materia de  erudición prefería ser jacobino.
Comenzaba a creer que había, para ese efecto misterioso, una dilucidación especifica  y sintética en alguna disciplina del saber. Si no la aritmética, quizá la física, o las técnicas ópticas podían tener una respuesta que, tal vez, aún no había sido desentrañada.
Creyó suponer que esa maravilla oscilante no podría se estudiada sino en un ambiente adecuado. En ese pueblo no existían medios ni  recursos para posibilitar una investigación seria. Se entusiasmó al meditar sobre la posibilidad de un nuevo descubrimiento y, acaso, como suele ocurrir, la vanidad no tardó en embriagarlo:  un nuevo aporte a la ciencia le daría fama y prestigio.
Aguardó la mañana para contactarse con Salerno. Planeaba solicitarle autorización para llevar el reloj a Buenos Aires, por breve tiempo, y someterlo a estudios más profundos.
El domingo 10 de agosto, cerca de las nueve, llamó a la puerta de la casa de la calle Libertad. Una criada salió a su encuentro y le indicó que su patrón se hallaba en el hospital. A la sazón, el único dispensario existente en el pueblo de 9 de Julio, era el que pertenecía a la Sociedad Española de Socorros Mutuos, y estaba en  la esquina de Jujuy[3] y Catamarca. Allí encontró al doctor Salerno aplicando unas compresas a un anciano enfermo de tifus. Si bien el médico lo recibió con cordialidad, permitiéndole conocer las instalaciones edilicias, D’Astrós no halló el instante oportuno para formularle su pedido; pensó que resultaría mejor dialogar con él esa misma tarde.
Antes de volver al hotel, entró en un almacén de ramos generales que halló de camino. Allí, entre varios artículos de bazar, dio con una versión castellana de Le Peintre de la vie moderne de Boudelaire, que servía de improvisado soporte para la mejor exhibición de una sartén de aluminio en el escaparate. Con algo de indignación en sus entrañas, al comprobar el uso que se le daba  a una pieza literaria tan notable, no titubeó en adquirirla. Más tarde, visitó a Landel en su apartamento de la avenida Buenos Aires[4].
A las dos de la tarde estaba nuevamente en su habitación de “La Cruz de Malta”. Por unos minutos no perdió de vista del reloj.
Se encontraba recostado cuando se reiteró el anormal efecto del péndulo. Al notarlo, se apresuró a tomar el espectróscopo  para ver el comportamiento de la luz. Todo sucedió como antes; excepto que, esta vez, una aterradora visión llenó de espanto a D’Astrós, a tal punto que dejó caer el aparato, sobre las tablas de pino, causando la ruptura de las lentes.
La piel de su rostro se volvió blanca, indicando la turbación que movía todo su cuerpo. Un temblor, producido tal vez por el horror o por un cierto estado de pánico, lo recorrió íntegramente.  En ese instante deseaba, desde lo más profundo de su ser, que todo pasara rápidamente. A punto tal que los dos minutos, en que perduró el episodio, le parecieron eternos
Cuando la calma reinó en la sala aún  continuaba de pié, con la mirada puesta en el reloj. Un sonido proveniente de la calle, le permito volver en sí; tomó una pluma y, en su cuaderno, describió detalladamente la reciente experiencia. En uno de los párrafos anotó:

“Miraba a través de la lente del espectróscopo, cuando el rayo amarillento se proyectó con tonos rojizos. Distinguí ases de luz que formaba rectas estrías espectrales, las cuales de un momento a otro  se deshicieron creando, en el prima, un rostro de fisonomía definida. Ante mi ojo observador se encontraba esa figura, un semblante lívido, un rictus mortecino. Allí estaba el rostro del hombre que, hace apenas unas horas, vi agonizado en el hospital de este pueblo”.

No había terminado de escribir sus comentarios, cuando salió presurosamente, haciéndose llevar en un coche de plaza hasta el nosocomio de los españoles. No alcanzó a atravesar la verja perimetral del edificio,  cuando debió detenerse para dar paso a los empleados de una empresa de servicios fúnebres, quienes salían desde el interior, llevando un cuerpo tendido sobre una camilla y cubierto con  sábanas.
Uno de los veladores del hospital le confirmó la noticia intuida: el anciano, enfermo de tifus, había muerto minutos antes. Un instante bastó para que, en su pensamiento, pasaran sucesivas imágenes, casi con la rapidez con pasan los dibujos en un praxinoscopio. Recordó a sus maestros de la Escuela Politécnitécnica, y especialmente a uno, quien solía repetirle recurrentemente los dogmas del pensamiento racionalista del alumbramiento decimonónico, remarcándole  aquel imperativo absoluto que invitaba a desechar toda realidad aparecerte  o todo concepto empíricamente improbable.
Mientras caminaba, sin rumbo, por calles desiertas, mantenía la vista apartada de todo cuanto lo rodeaba. Imaginó  verse en una descomunal biblioteca, rodeado por los grandes maestros, quienes le señalaban un libro único, el elucidario que podía develarle este oscuro misterio; pero, al tomarlo, ante la risa burlona de todos, comprobaba que se trataba de un dumio[5]. Rumió la idea epistemológica de Kant, acerca del conocimiento a posteriori, y se impuso a sí mismo el mandato de no olvidarla. Pero, aún así, y aunque eso le causaba una íntima perturbación, sabía que nada más podía indagar positivamente sobre el prodigio del péndulo del reloj de la Logia. Ahora estaba, efectivamente, ante una forma de infinitud, de inmaterialidad, y eso le producía una profunda acrimonia.
Un momento de mayor desazón lo condujo al delirio: llegó a suponer que ese reloj había sido traído, por alguna sociedad secreta de tiempos remotos, desde el mismo báratro.
Al llegar a la esquina de 25 de Mayo y Salta, distinguió la existencia una casa de huéspedes, contigua a la cual había un bar, la Fonda de Sendoya. Ingresó al lugar, sin estar del todo conciente. Arrebatado por toda clase de pensamientos relacionados con el péndulo, cuando su paladar -acostumbrado al armagnac  o al brandy kirsch- sintió la aspereza de una grapa barata.
Borges escribió que, “cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quien es” (Biografía de Tadeo Isidoro Cruz, en El Aleph). Quizá, Sebastián Daniel D’Astrós, estaba ahora frente a ese momento sublime y único, donde, si no encontraba alguna dimensión de su ser, por lo menos  comenzaba a comprender, con pragmatismo,  la existencia de realidades que no podían se llevadas al plano empírico, o encuadradas en un único o absoluto sistema experimental. Una sensación de agraz lo movió, en ese instante, con un único deseo: alejarse del pueblo, regresar cuando antes a la regularidad de sus ocupaciones. Nada tenía que hacer ahí, se dijo. De alguna manera, en un lugar de su cognición había un impulso trivial y prefería negar la existencia de lo desconocido, eludirlo, apartarse de una situación que no podía esclarecer.
Recordó la partida del tren de la medianoche, hacia Buenos Aires. Aún disponía de tiempo para restituir el reloj a la Logia, despedirse de sus amigos, de los Salerno, y embarcarse.
Cinco horas más tarde aguardaba el tren en la estación, en silencio, acompañado por Landel quien, inútilmente, le pidió con insistencia que prolongara su permanencia. Ni la más mínima referencia de lo sucedido había narrado a nadie. Cuando devolvió el reloj a Salerno, evadió con respuestas simples las preguntas que, al respecto, le hizo el médico. Alegó que, tal vez, una explicación al desperfecto de la maquinaria se encontraría en algún tratado de relojería; no obstante, le dijo, con vos palpitante:
___  Supongo, doctor Salerno, que nada tiene de extraño el aparato. Deberían olvidarlo, no prestarle más atención de la que, realmente, merece. (Después de decir esto, sintió culpa, le remordía haberse visto en la obligación de mentir).
 Al despedirse de Mónica le obsequió su ejemplar español de Le Peintre de la vie moderne de Boudelaire. En la anteportada del mismo redactó una tierna dedicatoria, en la cual comparaba la hermosura del rostro de la joven con  la perfección de esa obra literaria: “Vincis forma, vincis magnitudine” (le excedes en belleza, le excedes en magnitud), le escribió. La afable muchacha retribuyó la galantería de D’Astrós dándole un retrato suyo (era la primera vez que ella tenía ese gesto para con un hombre, era la primera vez que sentía estar enamorada).
Ninguno de los dos imaginó que jamás volverían a verse; que, ese momento, era postrero en la cándida amistad que había nacido. Ella le prometió viajar con sus padres a la Capital, a finales del año; él sintió entusiasmo,  pues podría invitarla a visitar los paseos de Palermo, las galas del Teatro de la Opera, o los atractivos del Jardín Florida. Pero Mónica Salerno falleció el 21 de octubre de ese año, víctima de una grave enfermedad.

He aquí el mensajero...

Poco después de la muerte de Mónica, Landel fue contratado por la Compañía Central, para trabajar en los estudios para el tendido de líneas férreas en el norte argentino, y debió marcharse del pueblo. Días antes de su alejamiento, en febrero de 1894, le escribió a D’Astrós comentándose que la Logia “Igualdad” de 9 de Julio había entrado en sueño (en el lenguaje masónico eso significaba que ya no se operaba como tal). Ante ello, el último se apresuró a solicitarle que, “por todos los medios posibles adquiriese, en su nombre, el reloj”; pero, alguien se había anticipado y celadamente quitó el aparato del edificio de la hermandad, sin que ninguno de sus miembros pudiera aportar noticias sobre su destino.
Sebastián D’Astrós mantuvo, durante el transcurso de 1893, una segura obsesión por el funcionamiento de los péndulos y de los relojes. Reunía cuanta información podía, intentando esclarecer lo que había visto en el pueblo de 9 de Julio. Por supuesto, nada encontró. Pronto, las clases en la universidad y sus múltiples ocupaciones, las cuales se acrecentaban con el correr de los meses, lo llevaron a dejar en el olvido aquella enigmática vivencia.
La fábrica de máquinas de escribir no prosperó. Más aún, ni siguiera logró constituirse la sociedad comercial que debía explotarla. No obstante, otras aventuras empresariales, las cuales resultaron provechosas, le permitieron a D’Astros cosechar una buena fortuna, formarse de una posición económica solvente, y vivir el resto de sus días sin preocupaciones financieras.
Después de haber enviudado, ya septuagenario, se alejó definitivamente de la Argentina. Vivió los últimos años de su existencia en Suiza, disfrutando de los paisajes alpinos, de conciertos musicales o de las exposiciones de arte, y de las estancias sosegadas en la campiña.
Una tarde de septiembre de 1939,  arrellanado en un cómodo sillón, Sebastián D’Astrós leía las noticias periodísticas, mientras disfrutaba de un delicioso café. La primera plana del diario estaba ocupada, exclusivamente, con sendas crónicas referidas al avance de las tropas del Tercer Reich sobre Polonia. En ese momento, una brisa suave que ingresaba desde la ventana le trajo el recuerdo de Mónica Salerno (el transcurrir de las décadas no había borrado su imagen de la mente, fatigada, del anciano) y de las lejanas horas vividas en 9 de Julio.
Parsimoniosamente, ayudado por un bastón, caminó hasta su biblioteca. Movió dos libros de un anaquel bajo y tomó el amarillento y desgastado cuaderno, en cuyas páginas había tomado los apuntes en 9 de Julio. En el interior, entre unas páginas, estaba la fotografía con el semblante resplandeciente de la joven nuevejuliense. Al contemplar aquella luminosa sonrisa, nítidamente fundida en la gelatina de plata, sus pupilas se humedecieron (¡cuántas veces, en silencio, había llorado su ausencia!, ¿por qué había despertado tan profundos sentimientos, en su corazón, esa mujer, con la que apenas había compartido unas horas? ).
Al intentar posar la libreta sobre el escritorio, su manos  -entorpecidas por un temblor permanente- la dejaron caer. Al levantarla, distinguió la página sobre la cual había, anotado con tinta color almagre,  las frases ininteligibles encontradas en el engranaje del reloj de la Logia: Introit sum sun, Dudge mass sec, Headstrong feet he’s me y  Ese jeque huella descarrilamiento.
Las leyó una y otra vez y supuso que se trataba de la composición de cuatro anagramas, presumiblemente escritos en idiomas distintos. Tomó varios pliegos de papel y ayudándose con una falsilla comenzó a cambiar sucesivamente el orden de las letras.
Esa noche, atestó medio centenar de hojas con grafías y palabras, ubicando las palabras y las grafías en distintas posiciones distintas. Su raciocinio trabajó  intensamente, como no lo había hecho desde varios años atrás.
Nacía el crepúsculo del día siguiente cuando una sonrisa suave se reflejó en su rostro: había descifrado la primera línea. En efecto, se trataba de una transposición anagramática, que formaba una frase latina en dos términos. Luego, ordenó la segunda, escrita en francés, y formada por tres palabras; siguió con la tercera que, a esa altura, le resultó simple de reubicar. El último acertijo era una frase en español.
Cuando concluyó, la sonrisa que continuaba en sus labios, se fue apagando lentamente. Había descubierto que las cuatro locuciones poseía el mismo significado, o más bien, quería significar lo mismo; excepto que, lo hacía en cuatro idiomas: en latín,  Introit sum sun se convirtió en Nuntius mortis; en francés, Dudge mass sec era el anagrama de Messager du dècès; en inglés, Headstrong feet he’s me  lo era de Messenger of the death; y, en español, escondía -como las otras tres- quizá una explicación o, mejor aún, el preludio  de una respuesta a los interrogantes que tenía acerca del misterio del péndulo. Las veintinueve letras (Ese jeque huella descarrilamiento) velaban una frase de siete palabras (siete, ese número cabalístico tan trascendente para masones): He aquí el mensajero de la muerte.

Marzo de 2007


[1] En la actualidad esas calles posee la denominación de Bartolomé Mitre e Hipólito Yrigoyen, respectivamente.
[2] En la actualidad se lo conoce con la denominación de espectroscopio.
[3] En la actualidad, calle Tomás A. Edison.
[4] Hoy, Avenida San Martín.
[5] Libro ficticio, de madera o cartón, que era empleado para dividir estantes en una biblioteca.


Héctor José Iaconis. escritor, periodista e historiador de 9 de Julio, Prov de Bs As.poquísimo lo que he escrito en el género narrativo, que no sea estrictamente relacionado a los estudios de historia. Cuento (o relato) que escribí. Fue premiado en el Concurso Catani, con el primer premio en narrativa en 2007. El mismo está basado en un contexto histórico y geográfico real; incluso, las descripciones de algunos espacios físicos también son reales. que hoy le haría

Para consulta sobre la historia de 9 de julio, consultar el blog de Héctor José Iaconi, conocido historiador de nuestro medio

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