Por Israel Díaz Rodriguez (Colombia)
No me es posible precisar que edad tendría para la época, solo me atrevo a considerar, que no debía pasar de los siete años.
Mi tío Paulino que se las daba de gallero y criaba animales de raza fina para riñas, tuvo a bien regalarme un pollito de pocos días de nacido, aquel regalo tan especial, me llenó de alegría y desde el instante en que me lo regaló, no hice otra cosa que cuidarlo con dedicación especial dándole todo el afecto que un niño da a sus juguetes, tal vez así lo consideré, un juguete. Hoy lo habría llamado mascota.
El animalito fue creciendo y con el correr de los días, lo que más me llamaba la atención eran, los cambios que se verificaban, de aquel plumaje sedoso y de un solo color, aquellas lanas, se iban transformando en sólidas plumas que adquirían diferentes colores, la cresta que era solo un pequeño botincito rojo, se le fue transformando en una prominencia de color rojo encendido y su pico corto y fino de color amarillo oro. Debajo de la barba le crecieron unas prominencias redondas y rojas que le daban aspecto de adulto e infundían respeto.
En las patitas delgadas, le fueron saliendo las espuelas que día por día adquirían consistencia dura y puntiaguda, la cola era un hermoso ramillete de color blanco con amarillo y las alas estaban cubiertas por un plumaje mezcla rojiza y blanco, un día que dejara de verlo, al siguiente le encontraba mas hermoso.
No tardó en hacerse un gallo con todas las características de un bello ejemplar que me despertaba con su canto todas las mañanas. Mi padre me daba instrucciones de cómo debía alimentarlo, donde ponerlo a dormir cómodamente y sobre todo evitar que otros gallos de los muchos que andaban sueltos por el patio de la casa, vinieran a buscarle pleito y maltratarlo.
Mi felicidad se vio truncada en el instante en que llegó a la casa, un señor que según me dijo mi padre, se iba a encargar de prepararlo para cuando ya estuviera listo, enfrentarlo a otro gallo de pelea. Lo primero que hizo el dicho señor fue cortarle la cresta y las prominencias que tenía debajo de la barba, seguidamente armado de unas tijeras, le cortó todas las plumas que le cubrían el cuello, el lomo y los muslos, dejándolo casi pelado mostrando una piel amarillenta. De nada sirvió mi protesta pues todo se hacía por orden de mi padre sin contar con mi consentimiento.
Todos los días iba el “gallero” a la casa, pesaba el gallo, lo ponía a correr a saltar sobre una valla y le rociaba todo el cuerpo con una sustancia de olor penetrante que extraía de unas botellas.
Un día se presentó con otro gallo que me parecía muy viejo, a ambos les cubrió las espuelas con gasa y esparadrapo, los soltó en la sala y los animales instintivamente, comenzaron a pelear. Yo me eché a llorar al contemplar como a mi gallo, el otro le daba unos picotazos tan fuertes que parecía que le iba a arrancar el pellejo del pescuezo.
Esta ceremonia se repitió muchas veces, hasta que un día el señor entrenador, conversó secretamente con mi padre, aquel le propuso compra de mi gallo, no por plata, sino a cambio de un frasco de perfume llamado “Pompeya”.
De nada valió mi protesta, bañado en lágrimas vi salir a mi gallo de la casa, al que mas nunca volví a ver, pues aunque mi padre se cuidó de informarme que fin llevó mi gallo, a mis oídos llegó la noticia de que en la gallera de un pueblo vecino, en una sangrienta riña había muerto.
Por buen tiempo le manifesté a mi padre mi disgusto negándole los buenos días, y hasta llegué a abstenerme, además, de rezar el rosario en familia como de costumbre, cada noche antes de acostarnos.
Mi padre comprensivo, supo manejar la situación, ese gallo –me decía- ya no era para que tú lo cuidaras, en cualquier momento te podía sacar los ojos, el señor que se lo llevó, me prometió regalarte un pollito cuando el gallo tenga hijos. El tiempo que todo lo cura, calmó el sufrimiento, elaboré mi duelo y finalmente, opté por recibir el frasco de perfume.
La hitoria del gallo, me hizo recordar algo que me dejó muy marcada. Viviamos en el campo y crié con mi hermana un corderito guacho (sin madre). Lo queriamos entrañablemente y era nuestro obejtivo de vida en el campo. Un día desapareció. ante mi pregunta me padre me contestó "Se olvidó de respirar". dobre angustia, de perderlo y de que yo no me olvidara de respirar. Cosas que decimos los grandes sin pensar. Leonor
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