domingo, 24 de junio de 2012

Carlos Fuentes inédito: momentos con Julio Cortázar y Luís Buñuel

En los próximos días llegará a las librerías “Personas”, un libro que Fuentes dejó listo para publicar antes de morir, en mayo. Allí describe a grandes figuras del Siglo XX. Entre ellos, los que aquí se presentan.



Destino. Los restos de ambos descansan en París, donde se conocieron.


Carlos Fuentes,
Luis Buñuel,
Cortázar

24/06/12

Por fin, en 1960, llegué a una placita parisina sombreada, llena de artesanos y cafés, no lejos del Metro Aéreo. Entré por una puerta cochera a un patio añoso. Al fondo, una antigua caballeriza se había convertido en un estudio alto y estrecho, de tres pisos y escaleras que nos obligaban a bajar subiendo, según una fórmula secreta de Cortázar.

Verlo por primera vez era una sorpresa. En mi memoria, entonces, sólo había una foto vieja, publicada en un número de aniversario de la revista Sur, un señor viejo, con gruesos lentes, cara delgada, el pelo sumamente aplacado por la gomina, vestido de negro y con un aspecto prohibitivo, similar al del fatídico personaje de las historietas llamado Fúlmine.

El muchacho que salió a recibirme era seguramente el hijo de aquel sombrío colaborador de Sur: un joven desmelenado, pecoso, lampiño, desgarbado, con pantalones de dril y camisa de manga corta, abierta en el cuello; un rostro, entonces, de no más de veinte años, animado por una carcajada honda, una mirada verde, inocente, de ojos infinitamente largos y separados y dos cejas sagaces, tejidas entre sí, dispuestas a lanzarle una maldición cervantina a todo el que se atreviese a violar la pureza de su mirada.

Pibe, quiero ver a tu papá.

Soy yo.

(...) Cortázar era un surrealista en su intento tenaz de mantener unidas lo que él llamaba “la revolución de afuera y la revolución de adentro”.

* * * Coincidimos políticamente en mucho, pero no en todo. Nuestras diferencias, sin embargo, aumentaron nuestra amistad y nuestro mutuo respeto, como debe ser en el trato inteligente entre amigos, que no admite ambición, intolerancia o mezquindad. No puede, realmente, haber amistad cuando estos defectos arrebatan al que se dice nuestro amigo. Todo lo contrario sucedía con Cortázar: sus sinónimos de la amistad se llamaban modestia, imaginación y generosidad.

Este hombre era una alegría porque su cultura era alegre. Gabriel García Márquez y yo lo recordamos siempre agotando los conocimientos sobre novela policiaca en un viaje de París a Praga en 1968, con la buena intención de salvar lo insalvable: la primavera del socialismo con rostro humano.

Sentados en el bar del tren, comiendo salchichas con mostaza y bebiendo cerveza, oyéndole recordar la progenie del misterio en los trenes, de Sherlock Holmes a Agatha Christie a Graham Greene a Alfred Hitchcock… para pasar, sin transición, a una minuciosa rememoración del uso de la música de piano en el cine. Lo recuerdo en los recovecos de la Mala Strana donde algunos conjuntos de jóvenes checos tocaban jazz y Cortázar se lanzaba a la más extraordinaria recreación de Thelonius Monk, Charlie Parker o Louis Armstrong: lo recuerdo.

No olvido la mala pasada que me jugaron Gabo y Julio, invitados por Milan Kundera a oír un concierto de música de Janacek, mientras yo era enviado con la representación de mis amigos a hablarles de Latinoamérica a los obreros metalúrgicos y a los estudiantes trotskistas.

“Che, Carlos, a tí no te cuesta hablar en público; hacelo por Latinoamérica…”. Algo gané, musicalmente: Descubrí que en las fábricas checas, para aliviar el tedio estajanovista, los altavoces tocaban el día entero un disco de Lola Beltrán cantando “Cucurrucucú, Paloma”.

Lo recuerdo en nuestras caminatas por el Barrio Latino a caza de la película que no habíamos visto, es decir, la película nueva o la película antigua y vista diez veces que Cortázar iba a ver por primera vez (...).

Antonioni o Buñuel, Cuevas o Alechinsky, Matta o Silva: Cortázar como ciego a veces, apoyado en sus amigos videntes, sus lazarillos artísticos. Lo recuerdo: la mirada inocente en espera del regalo visual incomprable.

Lo llamé un día el Bolívar de la novela latinoamericana. Nos liberó liberándose, con un lenguaje nuevo, airoso, capaz de todas las aventuras: Rayuela es uno de los grandes manifiestos de la modernidad latinoamericana, en ella vemos todas nuestras grandezas y todas nuestras miserias, nuestras deudas y nuestras oportunidades, a través de una construcción verbal libre, inacabada, que no cesa de convocar a los lectores que necesita para seguir viviendo y no terminar jamás.

Cuando Julio murió, una parte de nuestro espejo se quebró y todos vimos la noche boca arriba. Ahora, queremos que el Gran Cronopio compruebe, como lo dijo entonces Gabo, que su muerte era una invención increíble de los periódicos y que el escritor que nos enseñó a ver nuestra civilización, a decirla y a vivirla, está aquí hoy, invisible sólo para los que no tienen fe en los Cronopios.

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