viernes, 17 de agosto de 2012

"ESTHER"





 UN AMOR DE ADOLESCENTES

Por Israel Díaz Rodríguez



Bastantes lágrimas  derramé el día que mi padre consciente de que ya en la escuela primaria  no tenía más que enseñarme – él era maestro de escuela – me manifestó su determinación de enviarme para  Cartagena de Indias a estudiar en una institución  superior en donde me enseñaran algo más de lo que él me había enseñado.



Desprenderme del medio rural donde vivía a todo gusto y placer, desprenderme de mi entorno donde compartía mi vida con mis amigos, irme de la casa y dejarlos a ellos, mis padres, mis hermanos, cambiar el medio apacible del pueblo para empezar una nueva vida en la ciudad, fue un trauma  estremecedor para un adolescente de trece años de edad acostumbrado a la vida dulce de un hogar en donde mi madre me consentía  y mimaba tanto.



Cuando llegó el día de partir, mi madre llorando me besó en la frente con una calidez quizá como nunca lo había hecho, o por lo menos, así lo sentí yo, perturbado por la despedida, me abracé a ella, no quería desprenderme,  su blusa estaba húmeda producto de mis lágrimas, mi padre y mi abuelo serenamente esperaban en la puerta en donde el vehículo listo para partir con todo el equipaje, tenía el motor encendido y el conductor desesperado pitaba insistentemente.



Ya embarcado, perdí toda esperanza de quedarme con los míos, cuando tomé asiento  dentro del auto que raudo arrancó sin más tregua, a través de la ventana veía como iba dejando todo lo que amaba camino a lo desconocido. ¡Qué dolor!  ¡Cuánto sentimiento!



En la medida que nos alejábamos del pueblo, aumentaba mi nostalgia y en mi pensamiento de adolescente, dentro de mi propio silencio, deseaba fervorosamente y le pedía al Señor que algo trascendental aconteciera en el hogar que acababa de dejar para que así tuviera que regresar.



Después de nueve horas de viaje, en horas de la noche, llegamos a la Ciudad Heroica, sus luces multicolores me deslumbraron, las estrechas calles de la ciudad me llamaron poderosamente la atención y el rumor  del inmenso mar al que no conocía, me impactaron tanto, que me produjeron una calma interior hasta el punto que comprendí seguidamente que aquella ciudad la amaría para siempre.



Mi llegada fue a una casa de familia, gente provinciana como yo,  que se había instalado en la ciudad hacía ya mucho tiempo, fui recibido cariñosamente, me brindaron dese el primer instante confianza y durante el resto del tiempo que hice mis estudios, fui siempre tratado como un miembro de la familia, eran ellos el señor y la señora, ya mayores de edad, quizá por eso me acogieron como si fuera el hijo que nunca tuvieron. La casa que habitaban era una de esas viejas mansiones coloniales de amplios espacios interiores, patio fresco y hermosos balcones hacia la calle.



Desde uno de esos balcones miraba yo la calle, las  casas vecinas,  la estrechez de las calles me permitía mirar a los vecinos,  así pude darme cuenta  que en una casa de esquina,  todas las tardes se sentaba  en una ventana una primorosa niña a estudiar y preparar sus tareas escolares al igual que yo la hacía desde mi esquina del balcón.



El impacto amoroso fue a primera vista, sin decirnos una palabra, comenzó entre nosotros un intercambio de gestos y miradas que con el correr de los días la fui asimilando como la mujer  ideal la de mis sueños.



Opté entonces por pasar por su ventana todas las noches antes de irme al parque del Centenario a estudiar con mis compañeros de clase, como no podíamos hablar, le dejaba papelitos con mensajes amorosos los cuales colocaba cuidadosamente  en los huecos de las paredes de su casa, allí me dejaba ella también las respuestas.



Había comenzado el idilio, me sentía feliz, estaba verdaderamente enamorado, había encontrado una razón para vivir contento y así estudiar con más aplicación y esmero,  influenciado por las lecturas románticas de la época – año de 1941 – llegó un instante en que todas aquellas  lecturas como” María” novela romántica del escritor colombiano Jorge Isaac,  “Rimas” del sevillano Gustavo Adolfo Bécquer,  “Werther” de Goethe, “La Canción del Caminante” de Silvio Villegas, las letras de los boleros de los Panchos y otros intérpretes del momento, se me arremolinaron en el corazón de una manera tal, que confundieron a mi  cerebro, y el torbellino del amor sin “bridas y sin estribos”, me llevó a la convicción  de que, Esther  encarnaba la perfección de mis anhelos e ideales. ¿Para qué pensar en mas nadie?.



Locamente me enamoré de aquella niña de trece años, preciosa y linda colegiala que estudiaba en un colegio de monjas, era un amor de novela,  alimentado por lo que yo le escribía y ella me contestaba en los papelitos  colmados de ternura que iban y venían.



Todo se lo comentaba a un íntimo amigo, un romántico a morir, pariente de poetas y pintores, que estimulaba el fuego que me quemaba, contándome sus íntimos padecimientos, suspirando por la novia que había dejado en su pueblo natal y de la que solo sabía una vez por mes, cuando le llegaban cartas por medio de una amiga que le servía de intermediaria.



Al oído de mi padre llegó la noticia de mi “noviazgo”, sin pérdida de tiempo y sin previo aviso, se vino de Magangue, mi pueblo, a Cartagena y tan pronto llegó, después del saludo paternal, a quemarropa me hizo la pregunta.



¿Es cierto que estás enamorado y te vas a casar?



Antes de que le diera una respuesta, me dijo con voz firme y autoritaria.



 “Tienes que dejar esos amores, eres solo un estudiante de primer año de bachillerato, no sabes hacer nada, no eres nadie, de casarte, tendrías que abandonar los estudios y dedicarte a trabajar como obrero, limpiabotas o pordiosero, ¿acaso no has pensado en que esa niña de quien estás enamorado debe  estar muy bien en la casa de sus padres, te has preguntado, que le puedes ofrecer?”



“Te ordeno – prosiguió mi padre- que dejes esos amores”- 

Aquella orden, me cayó como un balde de agua fría, por unos instantes,  minutos segundos tal vez, no sabría decirlo, respiré profundo, tomé alientos y me atrevía a contestarle.
 

¡Trataré de hacerlo! 


Antes de que yo terminara, bastante  alterado replicó mi padre.


“No es que tratarás de hacerlo, te ordeno que lo hagas”


En aquel instante, sentí que el corazón se me hizo pedazos, turbado y sin saber como procedería en adelante, no le contesté nada. Guardé resignado silencio, era una orden de mi padre.



Al día siguiente, mi padre se regresó a Magangue sin que volviéramos a tratar el tema motivo de su  urgente viaje.



Por esos días, mi horario de estudio se vio alterado, no me concentraba, quería morirme, tal era el dolor profundo que sentía, el sufrimiento  me consumía, no tenía a quien manifestarle  mi pena, y para colmo, mi amigo con quien compartía emociones, se había ido a su tierra natal por una calamidad familiar. Así que  me  tocó ahogar mi tragedia en una orfandad sin nombre.



El amor que me vi obligado a renunciar por Esther, lo volqué todo en la ciudad amurallada hasta el punto de que, el día que por obligación estatal tuve que abandonarla, así como lloré cuando salía por primera vez de mi pueblo, lo hice con más intensidad al despedirme de sus callecitas estrechas, sus murallas, su hermosa bahía y todo ese conjunto de cosas que me hicieron admirarla y amarla tanto.

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