miércoles, 6 de julio de 2011

"Igualito que un tesoro "

Primer Premio del Jurado del Concurso de relato breve “Yo te cuento Buenos Aires II, edición Bicentenario

AUTORA: SANDRA LANGONO.

No, señor. Si no fue por el huevo. Fue por otra cosa. Vaya una a saber. Capaz que fue de rabia, nomás. Es que ¿sabe, señor?, una está harta y a la final una se cansa. Siempre tratándola a una como si una sería un trapo de piso. Una termina tirando la toalla*. Es así. Qué se le va a hacer. Mire, señor, yo ya se lo conté todo. Todito, le dije. Pero si quiere, yo se lo cuento todo de nuevo, ¿eh? Total, qué más me da a mí. Vea, yo entré a la feria a eso de las ocho, ¿sabe? En la calle no había casi nadie. El guacho* ese apareció después. Nada más el quiosquero estaba en la cuadra. Si yo me acuerdo porque me arrimé a mirar los diarios… que con este gobierno una se ha vuelto pobre, pero yo de chica supe ir a la escuela, y me arrimé a pispear* en los diarios por lo de la elecciones de ayer, ¿vio?; por eso del jefe de gobierno; si yo lo vi por la tele; dicen que es la primera vez que Buenos Aires va tener jefe de gobierno y entonces, digo yo, el Intendente… (1) ¿qué? Yo no sé, yo no entiendo, señor, pero, usted digamé, ¿no nos va a pasar otra vez lo mismo? Que siempre nos prometen y nos prometen y después…, nada. Después, con noso¬tros… ah, no, si te he visto no me acuerdo. Mire la que nos hizo el patilla (2). Y nosotros… si habremos sido pajarones*. Nosotros lo votamos al patilla como si habría sido la reencarnación propia del General (3). Y usted se acuerda cómo ha¬blaba y cómo nos prometía que esto, que lo otro y después, ja…, a llorar a la iglesia y ahora mire cómo estamos. Y a quién íbamos a votar, ¿eh? ¿A quién? En mi casa siempre se fue peronista*, siempre. ¿Y ahora? Y no, no había nadie en la calle ni en la feria, tampoco. Yo voy siempre a esa feria porque ahí hay gente bue¬na y siempre me dan algo. Y después que está cerca de la iglesia, de La Redonda, ¿vio?; la que está cruzando Cabildo, justo antes de llegar a la plaza. La que se pone linda los fines de semana; se llena de gente y están los puestos y es alegre y hay pibes*; y del otro lado, del lado de La Redonda, están los juegos y los pibes se entretienen, ahí, y los fines de semana se la pasan jugando toda la tarde. ¿Qué va a ser de los críos, ¿eh? Digamé qué va a ser de los críos si a mí me pasa algo. Si yo soy lo único que tienen. Capaz que por eso me puse así, como una fiera. Capaz que por eso me la agarré así con ese guacho. Nada más la carnicería estaba abierta y algún que otro puesto, capaz, no sé. Pero la carnicería sí que estaba abierta y esta¬ba el carnicero. Y ahí fue que compré el huevo, en la carnicería que está a gatas* uno entra. Si yo cuando venía por la calle, por Juramento, vi que la feria estaba abierta porque lo vi desde afuera al carnicero preparando el mostrador. La Luisa me había prestado unos pesos. Cinco. Cinco pesos me dio la Luisa. Y yo me iba para la Estación de Barrancas, ¿vio?; como todas las mañanas. Agarro derechito por Juramento y me voy caminado hasta la barranca. En la estación siempre algo se vende. Yo vendo cositas: broches, hilos de coser, agujas… esas cosas. ¿Eso se lo dije? Yo, antes, no tenía tanta necesidad como ahora. Antes yo iba a trabajar y los críos iban a la escuela. Hasta que empezó a venirse todo abajo y cada vez peor. Después empezaron a echar gente y me echaron a mí también. Quién nos iba a decir, digamé, quién nos iba a decir a nosotros que el patilla nos iba a hacer el corte de mangas* que nos hizo (4). Porque, la verdad, señor, la verdad es que a este gobierno no le importa nada de todos nosotros y una los ve por la tele y ve las fotos en las revistas, con esas pilchas* y esos autos importados y las casas como pala¬cios y las mujeres todas llenas de anillos y collares y las pieles y los flequillos to¬dos iguales (5) y a una le da tanta rabia, señor, tanta rabia, porque nos han tratado como si seríamos quién sabe qué, señor, no me lo diga. De la textil me echaron y al Alberto terminaron por echarlo también… Si usted vio que hay una punta de gente en la calle, sin trabajo y sin nada que hacer que eso es lo peor de todo (6). Y vea, señor, acuerdesé bien de lo que yo le digo, que nosotros somos los primeros en caer porque somos los de más abajo, pero van a seguir cayendo, como moscas van a caer, usted ya lo va a ver y entonces ¿qué van a hacer con todos nosotros, eh? ¿Qué va a pasar con todos nosotros? Después al Alberto, no sé qué le pasó que se mandó a mudar* cuando me quedé de la más chica, de la Lola. Un buen día se levantó y se fue y no volvió más y yo me quedé sola, señor. Sola con todo. Hacía un frío esta mañana. A mí me temblaban hasta los dientes. Total, que cuando vi los huevos… Esos huevos, ahí. Parecían recién salidos de la gallina: tan ovaladitos, tan limpios; si hasta parecían calentitos, mire. No me pude resistir y entré. Que si yo habría sabido… Pero entré, nomás. Los dedos me transpiraban en el bolsillo. Yo acariciaba los cinco pesos. Se me hacía agua a la boca. Es que yo antes sabía comer huevo seguido, ¿sabe? Antes, cuando teníamos la casita; ahora fuimos a parar a la calle y por lo menos nosotros conseguimos donde dormir; pero ¿y los otros? ¿Y toda esa gente que tiene que dormir a la intemperie? Total que vi los huevos y me dio como un antojo, como un ataque de comer huevo. Igual pensé en los críos, ¿eh? No se vaya a pensar que no. Qué sé yo. Con esa plata, capaz me alcanzaba para comprar un poco de polenta aunque más no sea. Pero no me las pude aguantar. No me pude contener como quién dice. Y fui y me lo compré con los ojos cerrados. El carnicero me lo metió en una bolsita y yo me lo guardé en el bolsillo. Lo acariciaba con la punta de los dedos, mire. Si hasta me dan unas ganas de largarme a llorar. Lo acariciaba igualito que si tendría un tesoro. ¿Y sabe qué? Vea, señor, que si una sería adivina yo me lo comía ahí nomás al huevo. ¡Pero qué me iba a imaginar, yo! ¿Eh? Digameló usted, señor: ¿cómo me lo podía imaginar, yo? Yo salía de la feria contenta. Salía por la puerta donde está el puesto de flores. Y ahí, justo en la esquina de Juramento y Ciudad de la Paz, había estacionado uno de esos camiones de mercadería, ¿vio? Y justamente ahí fue que se me apareció este degenerado saliendo de atrás del camión. Yo lo vi que venía para el lado de la puerta de la feria. Verlo lo vi, la verdad. Pero no le di ni cinco. Me pensé que sería uno de esos guachos que salen de farra* corrida y que volvía a su casa medio bo¬rracho o algo así. Era un guacho bien vestido, no vaya a creer. Usted lo vio, no tendría más de 30. Bien vestido, sí. Uno de esos guachos que usan traje con zapa¬tillas seguro que importadas; y con el pelo bien cortito y como engominado y con os pelitos parados. Y tenía una pulsera y una cadena en el cuello. Pero a la pulse¬ra y a la cadena se las vi después, cuando ya estaba en el piso. Yo no sé si el tipo hizo como que se tropezaría o si se tropezó, nomás. Eso no lo sé. Pero el tipo se me venía encima como una bolsa de papa y yo me corrí. Y esa fue mi desgracia. Agatita* alcancé a correrme. Si yo vi cómo el guacho estiraba los brazos como para agarrarse de algo, de mí, capaz, y yo me corrí para no irme al diablo junto con él. Fue un impulso cuando me lo vi venir. Que si yo sabía la que se me venía me quedaba quietita ahí nomás y aguantaba el cimbronazo*. Pero usted fijesé cómo son las cosas, señor. Yo tuve la mala suerte de correrme. Y el desgraciado pasó de largo y se fue de jeta* al piso*. Si usted lo habría visto, señor… Como una bolsa de papa, cayó. Y ahí me vino la otra mala idea. Porque a mí me dio risa. La verdad que me entró una risa bárbara. Cuando vi cómo el tipo se estampaba de jeta en el piso, tan fifí*, él, agrandado como galleta en el agua*, porque era uno de esos guachos que la miran a una como si una sería un piojo, como le digo, no me pude aguantar y largué la carcajada. ¡Para qué, señor, para qué! La que se me vino des¬pués fue una verdadera tragedia. Yo, la verdad, no me recuerdo muy bien lo que pasó después. Preguntelé al carnicero, que estaba ahí nomás, del otro lado del mostrador de la carnicería y estaba acomodando la carne en la mesada. Que si el carnicero me habría dado una mano, capaz yo no estaría ahorita acá, con usted. Lo que me acuerdo muy bien es que el guacho se volvió loco. Perdió los estribos*, como quién dice. “Vieja de mierda”, me grita el guacho; eso sí que lo escuché bien clarito; me dice “vieja de mierda” y pega el salto y se me abalanza como una bes¬tia. Yo veía cómo la cadena se le reboleaba en el cogote*. ¿Y sabe cómo apretaba los dientes y estiraba los labios? Parecía propio, propio un perro. Y empezó a dar¬me una de puñetazos… había que ver cómo me daba. Una salsa*, pero una salsa… Meta trompada de acá y de allá me tenía. Pero a mí eso no me importó, ¿eh? Una ya ha pasado por tantas, que a la final ya se le hacen como callos a una, ¿me en¬tiende? Eso sí, me había agarrado como un ardor. Como una quemazón, acá, en el pecho. Y los ojos me ardían de una manera… Hasta que me dio ese trompazo en la nariz. Yo me fui para atrás de golpe. Y el huevo saltó, señor. No sabe cómo sal¬tó. Salió disparado del bolsillo y cayó. Y claro, se hizo pedazo contra el piso. A mí se me saltaron las lágrimas, se lo juro. Y encima, el muy hijo de mala madre, ¿sabe lo que hizo? Se arrimó al huevo partido, levantó el pie y lo estrujó más y más y más contra el huevo. Y se reía. Y más pisoteaba, más se reía. Mire que hay que ser hijo de una mala madre, no me lo diga señor. Ahí fue que a mí se me borró todo. No vi más nada. Se me borraron los gritos y los golpes y la risa de ese hijo de una gran perra. Ciega me puse. ¿Y sabe, qué? Me levanté como si tendría un volcán adentro del cuerpo. Cacé la cuchilla del carnicero y le entré a dar y dar. A cuchilla¬zo limpio lo tenía al desgraciado. No sé ni dónde le daba, mire. Hasta que vi el ojo. Recién ahí paré de darle. Cuando vi al ojo rodar por el suelo. Ahí me quedé con el cuchillo en esta mano, y con esta otra, me agaché y levanté el ojo del piso. Y se lo juro, señor, que diosito me castigue si le miento, se lo juro por los críos, que cuando pude abrir la mano, el huevo estaba ahí. Recién hervido. Tierno. Tibio. Hasta me pareció que latía. Se me escurría en la mano. Y a mí se me hizo que el huevo me llamaba. ¿Y qué quiere que le diga, señor? Hacía tanto frío. ¡Y yo tenía tanta hambre!

Sandra Langono
Un invierno de hace muchos años, en 9 de julio, Provincia de Buenos Aires. Una niña, siete, ocho años, con fiebre alta y anginas. Llega la abuela con un regalo en cada mano: en la primera, helado para calmar el ardor de la gar¬ganta. En la otra, una edición bellísima de “Príncipe y mendigo”, de Mark Twain. Ese fue el comienzo. Diez u once años más tarde, la niña, ahora joven recién llegada a Buenos Aires, se encuentra, con otra historia: “La au-topista del sur”… Entonces, levanta los ojos del libro, recuerda a la abuela, recuerda Príncipe y mendigo y sueña: Quiero ser escritora. Esa soy yo.
Un invierno de hace muchos años, en 9 de julio. Una niña, siete, ocho años, con fiebre alta y anginas. Llega la abuela con un regalo en cada mano: en la primera, helado para calmar el ardor de la garganta. En la otra, una edición bellísima de Príncipe y mendigo, de Mark Twain. Ese fue el comienzo. Diez u once años más tarde, la niña, ahora jovencita recién llegada a Buenos Aires, se encuentra, medio de casualidad con otra historia: La autopista del sur… Entonces, levanta los ojos del libro, recuerda a la abuela, recuerda Príncipe y mendigo y sueña: quiero ser escritora. Esa soy yo.

3 comentarios:

  1. me encantó !!. como nuevejuliense me siento orgullosa de Sandra. Ma josé

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  2. Fuerte, real, repasa la historia... muy duro. felicitaciones!!! Daniela

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  3. Ahhh...!!! muy buen relato de una espeluznante historia..!!
    Adriana

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