miércoles, 13 de julio de 2011



Publican los Cuentos Completos de Graham Greene
Sus relatos comenzaron a ser traducidos en los 60, pero eran cada vez más difíciles de conseguir. Ahora se editan sus Cuentos completos en un solo tomo: un exceso de literatura y, sin dudas, uno de los libros más importantes del año.

En los ratos libres. El escritor británico siempre consideró sus propios relatos como una actividad subsidiaria de su exitosa carrera como novelista.

Un personaje extraño Graham Greene. Británico católico –en la mayoría de sus novelas se ocupa de dar forma a su fe cristiana, y algunas de sus obras más relevantes (Brighton, parque de atracciones, El revés de la trama y El poder y la gloria), tanto en el contenido como en las preocupaciones que contienen, son explícitamente católicas–; izquierdista pero al mismo tiempo perteneciente al Servicio Secreto; candidato al Premio Nobel de Literatura, echó a perder todo cuando en un viaje proselitista por Suecia tuvo la mala ocurrencia –aunque tal vez no fue idea suya sino del destino– de enredarse con la esposa de un integrante de la Academia Sueca. Hoy las enciclopedias hablan de que fue su popularidad y los temas religiosos de sus novelas los que le jugaron en contra entre los catedráticos suecos, pero hoy sabemos la verdad, y la verdad es que no sólo medió un asunto de polleras, sino que la cosa tampoco le preocupó mucho al bueno de Greene.

Es imposible, descabellado y hasta un signo de mala educación poner en duda sus dotes como novelista. Es algo fácilmente comprobable por cualquiera que haya caído entre las páginas de Cónsul honorario, El poder y la gloria o El americano impasible. Y sin embargo los mismos lectores suelen mostrarse apáticos o al menos descreídos cuando se les sugiere que lean sus cuentos. No es para menos. Cuando se editó por primera vez los Diecinueve cuentos, Graham Greene ya era lo que se llama un novelista profesional, y en una brevísima nota introductoria se preocupaba por mostrarse como un escritor de cuentos acomplejado, inseguro e insatisfecho, que consideraba los relatos como un corredor de fondo considera la carrera estacionaria, un simple precalentamiento, una entrada en órbita, un ejercicio. Llegó a llamar a sus relatos “productos subsidiarios” en la carrera de un novelista.

De modo que se entiende que nadie tome sus cuentos demasiado en serio. Bueno, nadie es un poco exagerado. Hay quienes siempre lo han tomado muy en serio, más en serio aun como cuentista que como novelista y aun como católico.
Y es que sus cuentos gozan de ciertas perfecciones y particularidades que los hacen únicos. Entre ellos se encuentran quien escribe estas líneas y, naturalmente, los editores de Edhasa, que decidieron, luego de tantos años de espera, publicar sus Cuentos completos. Y es que ni siquiera eran capaces de sobrevivir a la reedición de todas sus obras. Desaparecían del paisaje lunar de las librerías por espacios de tiempo amplísimos y luego volvían a aparecer llenando las bateas y las mesas, pero siempre las reeditadas eran sus novelas, nunca sus cuentos. Hoy la deuda está saldada: prácticamente la totalidad de su obra, desde que pasara a manos de Edhasa, está disponible. Eso significa pagar un precio –y no me refiero a un precio en metálico–, pero en cualquier caso podemos considerarnos momentáneamente felices pudiendo leer sin mayores esfuerzos el Graham Greene que se nos da la gana.

¿Pero por qué celebramos así la salida de sus Cuentos completos? Porque considerándonos asiduos lectores de cuentos creemos que en un top ten mundial al menos tres de sus relatos deberían estar en él, antes o después de alguno de Borges, pero la cosa carece de importancia. En cierto sentido sus cuentos son objetos más exquisitos que los borgeanos, por el simple hecho de que parecen escritos de una sentada y porque a cada línea no hacen pensar en el virtuosismo del ejecutante verbal que dicta las palabras.

Es indudable que quien se adentra en los cuentos de Greene nota algunas particularidades inquietantes (en el sentido que llaman la atención, no que provocan dudas). Hay un punto de vista de Greene que es redituable para aquel que sabe sacarle el debido provecho. Se trata del narrador que se encuentra de paso en el lugar de los hechos, que no se siente involucrado en el asunto que está por tener desenlace pero que, en tanto y en cuanto, aunque no lo declare expresamente, tiene en mente escribir una pieza a partir de ello, permanece, decide quedarse y presenciar el desarrollo de los hechos sin interferir en ellos. Es algo que se nota muy bien en Al otro lado del puente y en ¿Puede prestarnos a su marido? En ambos relatos el narrador siente la pueril tentación de poner sobre aviso a los protagonistas, pero sabe reprimirla a tiempo. Los hechos se desenvuelven sin él, que mira impertérrito cómo todo se encamina al final (y al desastre) previsto.

El humor aparece tardíamente. El mismo Greene señala en la introducción de este libro que, para su sorpresa, esos tres relatos fueron escritos durante la Segunda Guerra Mundial –tal vez “una fuga, una huida de los bombardeos aéreos y de las muertes nocturnas”–. Sin embargo, los cuentos de ¿Puede prestarnos a su marido? también pueden ser leídos como la huida humorística de la reflexión sobre la muerte. Para Greene, debido quizá a que de chico lo psicoanalizaron, los sueños fueron muy importantes para su escritura. Más aun: escribir parece ser para él una forma de terapia –lo que lo lleva a preguntarse de qué manera los que no escriben, componen o pintan se libran de la locura, la melancolía y el pánico inherentes a la condición humana.

Pero sin duda –justamente también por la recurrencia, otra vez, a sus vivencias infantiles, a los recuerdos perdurables–, es en los relatos protagonizados por niños donde Greene exhibe todo su arsenal –que es letal, y es silencioso–. Cuentos como La sugerencia de una explicación, Los destructores, Una excursión campestre, El ídolo caído, para nombrar sólo algunos, ayudan a elaborar una ley que, como toda ley en literatura, es dudosa, pero no por eso menos comprobable: cuando en un cuento de Greene aparece un niño, todo cobra sentido, todo fluye hacia la consecución sin obstáculos. Se supone (es algo difícil de comprobar, Greene hubiera dado alguna pista cierta si alguien se lo hubiera preguntado, pero lo cierto es que nadie asignó a sus cuentos la suficiente importancia como para dedicarle a la categoría y al escritor en cuestión, preguntas) que todos esos relatos están basados en hechos concretos, específicos, vividos en su propia infancia.

De ahí que los detalles sean tan vívidos, las reacciones tan plausibles, los diálogos tan verosímiles, los desarrollos tan naturales...
Y es que en esos casos parecería que Greene se estuviera moviendo sobre un carril único, sobre el monorriel de la naturalidad: ni una palabra parece estar fuera de lugar, pero al mismo tiempo ninguna palabra llama particularmente la atención, destacándose, obligándonos a tomar distancia, promoviendo el desapego y la admiración por quien fue capaz de engendrar semejante catedral de términos excelsos, todo lo que lleva a esa práctica repugnante que consiste en elaborar una literatura que sin cansancio, todo el tiempo, nos obliga a dejar de lado lo que ocurre delante de nuestros ojos para admirar a quien ha sabido disponer y poner en boca de tantos maniquíes frases tan maravillosas, verdades tan innegables, vivencias tan extraordinarias. Greene no es de esos –por suerte–. No pretende demostrarle al lector que él y sólo él posee el don, raro entre los humanos, de saber expresarse con precisión y belleza. Es algo de lo que carecen los poetas, imprecisos por antonomasia, y por lo general también los cuentistas, que tienden a asumir el compromiso de ser únicos, escribiendo de manera única, contando cosas únicas y obteniendo en el lector sensaciones únicas.

Greene solamente solía sufrir de estados de penosa hilaridad mientras trataba de organizar su vida en pequeñas habitaciones de paso mientras viajaba. Efectivamente, Greene tuvo una cuantiosa experiencia viajera, e incluso escribió libros sobre algunos de sus viajes: Caminos sin ley (un viaje a México con el propósito de investigar las reacciones de la ciudadanía a la brutal persecución religiosa llevada a cabo durante la presidencia de Plutarco Elías Calles) y Viaje sin mapas (una aventura en el corazón de Liberia).

Sin esos viajes, que lo obligaban a “liquidar” la aparición de una idea en pocos días, sus cuentos hubieran carecido de la frescura y la originalidad que aún hoy poseen.

Y es allí donde entra a jugar la traducción. Todos los libros que componen esta edición de Cuentos completos (Veintiún cuentos, Un cierto sentido de realidad, ¿Puede prestarnos a su marido? y La última palabra y otros relatos) conocieron ediciones anteriores –muchas de ellas argentinas–. Veintiún cuentos fue editado por Emecé en los años 70 con traducción de J.R. Wilcock, bajo el título A través del puente. Enrique Pezzoni fue el traductor de ¿Puede usted prestarnos a su marido?, editado oportunamente por Sudamericana, donde él mismo se desempeñaba como editor. Edhasa reproduce en esta edición la traducción de Enrique Pezzoni, pero no la de Wilcock. Tanto los Ventiún cuentos, como Un cierto sentido de la realidad, como los relatos nunca antes compilados en libros (cuatro delicatessen, hasta ahora inéditos, aunque uno de ellos, Apreciado doctor Falkenheim, fue publicado en este suplemento en abril de 2007), fueron traducidos por Carme Camps –a quien desde este suplemento le mandamos un afectuoso saludo.

En cuanto al ordenamiento y a la caracterización de los relatos, el comportamiento equívoco de Greene es el responsable absoluto. Greene solía, a cada nueva edición de sus libros de cuentos, modificar el corpus, introduciendo no sólo correcciones, sino cuentos enteros –y sacando, de manera equitativa, también cuentos enteros–. Esa es la razón por la que en esta edición se da por cuento “nunca compilado” anteriormente un clásico como Iglesia militante, que en castellano conocíamos por haber integrado en su momento Un cierto sentido de la realidad.

Menudencias, naturalmente, que no hacen a lo central del asunto y que es la razón primordial de este artículo: los cuentos de Graham Greene están entre nosotros otra vez. Así que, mientras podamos, brindemos y leamos.

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