lunes, 18 de julio de 2011

DESDE LA CIMA DE UNA MONTAÑA

CUENTO -AUTOR<. ALEJANDRO CASAS

Mi amistad con Pepe se mantiene inalterable al paso del tiempo y a la distancia que nos separa (la geográfica y la de las edades).
Cada vez que nos encontramos mantenemos largas charlas en las que construimos con palabras, miradas, gestos y silencios puentes que atravesamos juntos para llegar a sitios inesperados. Juntos también trazamos caminos, recorremos distancias, atravesamos paisajes ignotos y conocemos regiones inexploradas del alma humana. (De nuestras propias almas ya que, cuando nos encontramos, hablamos en definitiva de nosotros mismos).
A veces nos acompaña una botella de vino entonando los ánimos y movilizando los pensamientos.
Siempre me sucede lo mismo. Antes de cada encuentro pienso que es mucho lo que tengo por contarle e intento ordenar mentalmente los temas, como si planificara el recorrido de un viaje. Y después me voy con una extraña y vaga sensación de insatisfacción por la cantidad de cosas que quedaron en el tintero.
A él también le ocurre. Y nos despedimos lamentándonos: “Cuántas cosas nos quedaron por hablar”.
Tal vez la amistad sea eso (o nuestra amistad lo sea): un vaciar los sentimientos, las sensaciones, los pensamientos, las vivencias y las emociones sin terminar nunca de hacerlo.
El vino de la amistad es inalterable y también inagotable.
El otro día tuve un sueño. Soñé que estábamos con Pepe sentados en la cima de una montaña muy alta desde la que podíamos ver cualquier parte del planeta: ciudades, pueblos, campos, ríos, mares. Todo. Él me decía que el mundo se había vuelto loco y que éramos los únicos que nos habíamos salvado. Y yo le contestaba que sí, porque la amistad nos había salvado. Era el amanecer (o eso parecía). Nos quedábamos en silencio viendo salir el sol y después Pepe me decía: “Qué bueno, amigo, tenemos todo el tiempo del mundo para charlar”. Y yo le respondía: “Sí, pero nos falta el vino”. Entonces pasaba un ave gigante volando por encima de nuestras cabezas y dejaba caer una botella de vino. Y los dos nos reíamos sin parar.
Al día siguiente de ese sueño estaba en el patio de mi casa haciendo un asado y tomando un vaso de vino. Desde la casa de un vecino se escuchaba una radio repetir la noticia del asesinato de un cantante popular ocurrida en un país de Centroamérica. Y una artista reconocida y consagrada (también popular y centroamericana) se lamentaba quejándose: “El mundo está loco”.
Sonó mi teléfono celular. Era Pepe.
“Estoy en el jardín de mi casa tomando un vino”, me dijo, “y contemplando los pájaros que pasan volando por encima de mi cabeza, y quise llamarte para decirte que te extraño”.
El mundo enloqueció. Un ave nos acercó una botella de vino. Desde la cima de una enorme montaña podemos contemplarlo todo. La amistad nos sostiene: inalterable, inconmovible, inagotable.

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