sábado, 9 de julio de 2011

EL OFICIO DE CAZAR HOMBRES E HISTORIAS

"CONVERSANDO CON HAROLDO CONTI"

Autor: Alejandro Casas

Estaba de paso en Chacabuco, el pueblo de Haroldo Conti, cumpliendo tareas docentes. En una pausa de mis actividades salí a recorrer las calles intentando encontrar alguna señal o reconocer alguno de los lugares que Conti relata en sus cuentos. Llevaba conmigo una antología de ellos como quien lleva una guía en los viajes turísticos.
Era el mediodía de una jornada calurosa y soleada. El movimiento de gente empezaba a mermar, como ocurre en todos los pueblos a esa hora y en el verano.
Mi intento había sido vano, las señales no aparecían y los lugares permanecían ocultos a mis ojos. Las calles de ese pueblo no eran diferentes a las de mi pueblo.
Por un momento pensé que el “mago viejo” –como lo llamó Eduardo Galeano- me había engañado con su relato, hechizándome de tal modo con la hermosura de sus palabras hasta hacerme creer en la verosimilitud de esos cuentos que fluyen con la espontaneidad de quien es poseedor del “oficio de cazar hombres e historias”.
Me paraba en una esquina. Leía el nombre de las calles en los indicadores. Abría ansioso el libro y buscaba casi con desesperación ese nombre o alguna referencia en sus cuentos. Hurgaba en mi memoria. “¿Era en las Doce a Bragado? No, era en Mi madre andaba en la Luz. ¿O en Balada del álamo Carolina?”
Seguía caminando. El desconcierto aumentaba junto con mi rumbo balbuceante y a la deriva por las calles de un pueblo a la vez tan desconocido y tan familiar para mí. La desazón crecía a medida que repetía la misma escena en distintas esquinas. Hasta que terminé en la plaza principal donde hay un monumento de San Martín montado en su caballo señalando con su brazo derecho hacia algún punto perdido del horizonte. Y pensé (exhausto pero con un último aliento de esperanza), que en ese lugar encontraría lo que andaba buscando.
Me senté en uno de los pocos bancos de madera que estaban protegidos por la sombra de un árbol.
“¿Será éste el álamo carolina, el del cuento? No, no puede ser. El del cuento estaba en un campo, creo. ¿O  no estaba en un campo? ¿O yo me imaginé que era un campo y era una plaza?”
Abrí el libro buscando el cuento del álamo carolina y me encontré al pasar con una frase fugaz que, por algún motivo, subrayé en algún momento y que ahora me obligaba a detenerme bruscamente: A partir de esta plantita… yo reconstruyo, acaso invento, mi casa.
“¡Claro, el mismo Haroldo Conti me lo está diciendo!”, dije en voz alta entusiasmado como quien descubre repentinamente el truco de los magos. “Y si él inventó su casa al reconstruirla desde la distancia de las palabras y la memoria, ¿por qué no puedo yo reconstruir lo que leí un día? La imaginación del lector bien puede completar la del escritor”, seguía hablando en voz alta. “Y entonces éste es el álamo carolina, el del cuento. Para mí lo es. Ya encontré la primera señal que andaba buscando”, me dije decidido.
Desde el banco contiguo al mío alguien me habló.
- No, no, no. No, muchacho, ese no es el álamo carolina.
Lo miré asombrado. Él, en cambio, no me miró. Meneó su cabeza negando mi hallazgo. Dio una pitada profunda a un cigarro que acababa de encender y, sin mirarme, continuó:
- Si lee bien, muchacho, verá que al comienzo nomás del cuento está claro que el álamo carolina al que usted se refiere creció en medio de un campo. Busque, busque que encontrará enseguida las señales.
-  ¿Y usted cómo lo sabe? –le retruqué desafiante.
El hombre se paró con movimientos perezosos, se sentó a mi lado y me extendió la mano.
- Haroldo Conti, mucho gusto –volvió a dar una pitada al cigarro consumiéndolo hasta la mitad y dejó perder la mirada entre las volutas de humo que se estiraban perezosas en el aire del mediodía-. Me quedé pensando en eso de la imaginación del escritor y del lector.
- Me refiero a que el escritor puede imaginar –empecé a explicarle-. De hecho está claro que siempre lo hace, siempre agrega condimentos de su imaginación a la historia que narra por más real que ésta haya sido. Pero también el lector lo hace.
- No, no. Espere un momento, muchacho –me interrumpió Conti-. No es eso lo que estaba pensando. O, al menos, no es solo eso.
Volvió a hacer una pausa pero esta vez suspendió la mirada en algún lugar de la plaza.
Yo lo miré y enseguida pude reconocer la cara de esa foto en blanco y negro que me mira indefectiblemente desde la solapa del libro cada vez que lo abro. La frente prolongándose en su calvicie,  la nariz, la boca y los mofletes que tienen algo de Snoopy, el perro del dibujo animado. Los ojos de hombre bueno, y el cigarro apenas sostenido con tres dedos de una mano.
Conti retomó:
- Es cierto, hay una relación entre el escritor y el lector, pero no es algo tan simple, es más profundo y más complejo. Es un encuentro… Un vínculo… –buscaba a tientas las palabras para explicarse-. Un diálogo. Sí, un diálogo.
- Claro que sí –lo interrumpí ansioso-, y ese diálogo reconstruye la historia narrada.
- Espere, muchacho, no vaya tan rápido. Déjeme terminar la idea. La ansiedad no es buena consejera. Menos aún en este pueblo donde todo transcurre sin prisa. El diálogo entre el escritor y el lector es profundo porque nunca se acaba. Como esas caídas que nos pasan en los sueños que nunca terminan. Y, a la vez, es complejo porque va y viene, aunque lo escrito ya esté escrito. Es capaz de reconstruirse una y mil veces y siempre de formas diversas. –Volvió a detenerse, a pegarle una pitada al cigarro y enseguida concluyó la frase-: ¿Podríamos decir que ese diálogo es infinito? ¿No suena demasiado ambicioso?
Y se quedó pensando. Los dos nos quedamos en silencio y, después de un rato, me animé a retomar la conversación.
- ¿De dónde arrancó el tío Agustín la carrera de Las doce a Bragado?
- Ahí está la cuestión, muchacho. Justamente ahí –me respondió entusiasmado-. El tío Agustín apareció en mi imaginación en esa curva un poco antes del almacén de Iglesias, a la altura del mojón de hierro fundido, porque ahí lo encontré, o porque no pude hacer otra cosa más que meterlo ahí, o, simplemente, porque se me antojó. Y nada más.
- Claro, y de ahí en más el lector puede agregarle lo que quiera.
- Sí y no –me corrigió ambiguo-. No todo lo que quiera. Porque ahí está la otra cuestión. El diálogo ese del que venimos hablando entre el escritor y el lector tiene sus límites, porque éste último no puede agregarle a la historia lo que se le antoje. En cambio el escritor sí, el escritor ya la armó a su antojo. Digamos que él ya puso los límites, ya la amojonó a su gusto, o como pudo, pero puso límites. Y el lector podrá manejarse a sus anchas pero siempre dentro de esos límites.
- Pero entonces el diálogo del que estamos hablando no es infinito.
- Por eso mismo, muchacho, dudé al calificarlo de infinito y le dejé planteada la pregunta de si no sería demasiado ambicioso el calificativo.
Conti levantó repentinamente un brazo para saludar a alguien que pasaba por una punta de la plaza.
- Es el loco Garbarino que no se cansa de saludar a todo el mundo –me indicó-. Está entrenando para la próxima carrera.
- No estoy tan convencido con eso de que el lector encuentra límites a su imaginación, Haroldo.
- Porque usted está pensando en este momento como lector, muchacho. Póngase en el lugar de escritor. Y piense como escritor. Lo va a tener que hacer si es que pretende ser del oficio de cazar hombres e historias.
- ¿Usted me está diciendo que quien es escritor deja de ser lector para siempre? –le pregunté.
- Bueno, bueno, no sea tan terminante. No es que deje de ser lector ni tampoco que eso sea para siempre.
- ¿Y entonces? –insistí desconcertado.
- Humm… –exclamó Conti envolviéndose nuevamente en los humos multiformes del cigarrillo-. Digamos que ya no vuelve a ser un lector como antes, que ha dejado de ser un lector… ¿puro? ¿virgen? –se preguntaba a sí mismo buscando palabras que no lo conformaban.
- Está bien, dejemos de lado la cuestión de la metamorfosis que sufre el lector devenido escritor, Haroldo, y continúe con lo de los límites.
- Si usted piensa como escritor se va a dar cuenta lo que quiero decirle. Para ponerle un ejemplo, abra el libro y busque Mi madre andaba en la luz.
Le obedecí ansioso.
- Acá está. Es mi cuento favorito. El primer párrafo, sobre todo.
- ¿Ve lo que acabo de decirle? Ya está predispuesto como lector. Y usted es escritor. O pretende serlo. Deje de lado los fanatismos y vaya al cuento sin ellos. A ver, lea ese primer párrafo que tanto lo apasiona.
- Delante de mi casa, en un patio de tierra raída, gastada como el género de mi camisa Grafa, en un cantero someramente cercado por ladrillos musgosos, hay una planta de azalea que plantó mi madre hace unos doce años…
Conti me interrumpió.
- A partir de esta plantita… yo reconstruyo, acaso invento, mi casa. Ahí está, el escritor puso los mojones de la historia. Ya le cercó el camino, valga la semejanza con la propia historia, al lector.
Me quedé anonadado como un niño que descubrió el truco del mago viejo.
- ¡Qué maravilloso! Ahora sí que lo veo claro.
- No vaya tan rápido, muchacho. No es tan fácil ver con claridad así, de un sopetón. No lo es en la vida y tampoco lo es en la literatura –me corrigió Conti.
- Bueno pero usted le encuentra siempre el pelo a la sopa.
Se recostó en el respaldar del banco, dejándose caer un poco y estirando las piernas, y lanzó una carcajada que rebotó en los árboles y se quedó suspendida en el aire sudoroso del mediodía.
- ¡Bienvenido al oficio de cazar hombres e historias, muchacho! Usted me acaba de sugerir una nueva fórmula: el oficio de encontrar pelos en la sopa. Está bueno. Interesante definición. La voy a incluir en algún cuento.
Me quedé mirándolo desconcertado.
- Este oficio es así, no deja de sorprenderlo. Cuando usted cree que conoce todos los secretos y domina los vericuetos, se tropieza con nuevos obstáculos y se encuentra con sorpresas inesperadas.
- Gracias por el aliento que me da, Haroldo –le dije con ironía.
- No se trata de dar aliento. Se trata de decirle la verdad, ya para falsearla va a tener usted oportunidades más que suficientes en este oficio.
Conti interrumpió de pronto la conversación para indicarme hacia un lado de la plaza.
- Mire, ahí va la tía Maruca, todavía estoy esperando que me mande unos datos que le pedí sobre Chacabuco para escribir un cuento.
- ¿Todavía sigue escribiendo sobre este pueblo?
Se encogió de hombros.
- ¿Y sobre qué otra cosa se puede escribir? No hay nada nuevo bajo el sol, dicen. Lo importante no está en la diversidad de temas. Es más, no existen más que un puñado de cuestiones que interesen a la literatura. Se los puede enumerar con los dedos de una mano. Lo importante está en el modo en que se los cuente.
- Y usted en eso es un maestro, Haroldo.
- Digamos que domino el oficio –me acotó sin poder ocultar cierta satisfacción por el elogio.
- Y eso no es poca cosa.
- Es cierto. No es poca cosa.
Me sentí tentado de pedirle que me develara algún secreto del oficio de escribir, algún truco de mago viejo, como ya lo había hecho un rato antes con su explicación del diálogo entre escritor y lector y los límites que aquél impone a las historias que narra. Pero Conti se anticipó a mi intención como si la hubiera adivinado.
- El oficio de cazar hombres e historias, y de encontrarle el pelo a la sopa –me aclaró sonriendo- debe ser descubierto por quien pretende aprenderlo.
Hizo una breve pausa, echó la cabeza hacia atrás y lanzó un suspiro finito y largo. Y continuó:
- Ese aprendizaje será, por momentos, tedioso y árido, como ese largo camino polvoriento del verano que se extiende hasta el horizonte como un río seco bajo el sol, el camino de tierra entre Chacabuco y Bragado que el tío Agustín no se cansa de recorrer con su camiseta de frisa y las zapatillas de badana. Esa misma voluntad debe tener el aprendiz de escritor, la del tío Agustín. Es una carrera de largo aliento que nunca termina. Usted me preguntó hace un rato si todavía seguía escribiendo sobre este pueblo. Y yo le contesto que sigo escribiendo sobre el hombre. Ya lo dijo Tolstoi: Pinta tu aldea y pintarás el mundo. Aquí, en Chacabuco, está el mundo, muchacho. Como lo está en cualquier pueblo de cualquier lugar del planeta. Por eso le digo algo más, el camino del oficio de cazar hombres e historias no siempre es tedioso y árido. También por momentos es entretenido y maravilloso. Como esa luz deslumbrante de ese minuto en la vida del señor Pelice que encontró en la perfumada noche del pueblo.
Volvió a quedarse en silencio. Pero esta vez yo no interrumpí ese silencio (aunque hubiera querido hacerlo no hubiera podido, una extraña sensación interior me paralizaba). Después retomó:
- De eso está hecho este oficio. De la vida. Se trata de andar por ella con los ojos bien abiertos y con todos los sentidos atentos como un cazador avezado, siempre dispuesto. Y después, claro está, viene el arduo trabajo de juntar las piezas para armar las historias y contarlas de un modo distinto a como otros las contaron antes. Pero esas historias contadas siempre van a tener algo en común, como un oculto río subterráneo que arranca en los confines de la humanidad y atraviesa todos los tiempos. –Y me miró a los ojos-. ¿No será que hay una sola historia que empezó a narrar el primero de los hombres sobre este mundo y que se fue prolongando a lo largo de los siglos y a la que cada uno de nosotros le va agregando sus párrafos?
Sin esperar una respuesta de mi parte se paró, tiró el cigarro y lo incrustó en la tierra con el pie. Miró hacia los costados escrutando el aire y el cielo.
- Va a venir tormenta. Está muy pesado y hay viento del este –afirmó.
Me dio la mano y se despidió.
- Fue un gusto conocerlo, muchacho. Y también conversar con usted.

2
Volví a encontrarme con Haroldo Conti a la mañana siguiente. Yo estaba en la Casa de la Cultura de la Municipalidad, en uno de los salones donde hay un voluminoso archivo de temas diversos, rastreando documentos de Conti. Cartas y fotos personales de familiares y amigos, reportajes y escritos propios.
Quería escribir algo pero no sabía bien qué. Hacía varios días que no me salía nada, ni siquiera esa línea que suele darnos la punta salvadora de la cual agarrarnos para comenzar y que viene de alguna parte a rescatarnos de la desolación y el desamparo en los que nos encontramos abandonados. Pero el salvavidas no llegaba.
En esa situación estaba esa mañana en la Casa de la Cultura.
Revolvía documentos, tomaba algunas notas y miraba cada tanto el techo y una enorme araña de luz que cuelga ostentosa en el hall central del edificio. Y me quedaba colgado yo también de esa araña.
- El síndrome de la hoja en blanco –me dijo Conti parado desde un rincón de la pequeña sala en la que yo estaba. Y encendió un cigarrillo-. Suele pasar muchacho, suele pasar –repitió pensativo soplando bocanadas espaciadas de humo.
- ¿Y cómo se lo vence? –le pregunté con la esperanza de recibir una respuesta unívoca y salvadora.
Conti se acercó a la mesa y se sentó enfrentado a mí.
- Hay muchas formas. Usted puede sentarse con una cantidad importante de hojas en blanco y esperar a que los tentáculos lo llamen y lo atrapen desde esos lugares recónditos y misteriosos y lo sumerjan en el océano de palabras y párrafos que, poco a poco, van tomando forma. El mar puede estar calmo, ideal para navegar en él sin sobresaltos ni obstáculos, o puede presentarse tempestuoso y descontrolado. En cualquiera de los casos no tema sumergirse porque habrá vencido la parálisis en la que se encontraba, y esas oportunidades no se dan con frecuencia. Más aún, he conocido casos que han estado años sin poder escribir una sola línea.
Conti hojeó al pasar un bibliorato que había sobre la mesa y continuó:
- También puede suceder que esa fórmula no funcione y que los tentáculos no lo atrapen. En ese caso le aconsejo que se ponga a escribir lo que le venga a la cabeza. No importa si tiene sentido o no, simplemente escriba. Como si se dejara llevar por la corriente de un río caudaloso. Escriba y escriba y notará que, en algún momento, las palabras van tomando formas definidas y se va abriendo un derrotero cada vez más preciso. Como esa claridad que se aproxima cuando pasa una tormenta. Y ya está, usted habrá superado la parálisis y la historia irá surgiendo de alguna parte.
Me quedé mirándolo y tratando de hilvanar cada una de sus palabras.
- Estas son solo algunas sugerencias acerca de los caminos para superar el síndrome de la hoja en blanco. Solo algunas de entre tantas, porque una historia aparece de la forma menos pensada y en el momento menos esperado.
- A mí me suele servir caminar –le dije-. Cuando estoy bloqueado en algún punto del relato me levanto y salgo a caminar.
- Como yo le digo muchacho, hay muchos caminos para encontrarnos con la historia que buscamos.
- Pero, ¿la historia la buscamos nosotros o es ella la que nos busca?
- ¿Usted está insinuando algo así como los personajes en busca de un autor  de Pirandello? –me preguntó y se quedó pensando una respuesta-. Ni una cosa ni la otra. O las dos a la vez. ¿Quién puede saberlo?
Pitó dos o tres veces el cigarrillo. Se paró, dio una vuelta alrededor de la mesa y se volvió a sentar. Y retomó:
- En este mismo momento cuántas historias andarán dando vueltas por acá mismo, revoloteando como duendes al acecho, esperando que las encontremos y las cacemos para darles vida y transformarlas en cuentos, novelas o poemas. Es el oficio de cazar hombres e historias. ¿Se da cuenta? ¿Quién puede decir si ellas nos buscan o nosotros a ellas? Y en el fondo, ¿qué interesa que sea de una u otra forma?
- Me suena demasiado metafísico lo que acaba de decir –le objeté y él sonrió con cierta suficiencia, como si hubiera esperado mi objeción.
- Sabía que venía esa observación. En primer lugar, yo le dije el oficio de cazar historias y hombres –y remarcó esta última palabra-, con lo cual le estoy diciendo que esas historias provienen de los hombres de carne y hueso, no de ningún lugar inasible a los sentidos. Y, en segundo lugar, no descarto que haya algo más allá de los sentidos. ¿Quiere llamarlo metafísica? ¿O prefiere musa inspiradora? Como más le guste. Lo cierto es que no todo puede ser reductible a los casilleros de la razón. Pero esto forma parte de aquellas cuestiones secundarias como las de las historias. ¿Qué sentido tiene perder el tiempo en discutir cuestiones que sabemos de antemano que no tendrán una respuesta unívoca?
Nos quedamos los dos en silencio. Él mirando el techo y tirando bocanadas de humo. Yo anotando algunas cosas en el borrador.
Las empleadas de la Casa de la Cultura entraban y salían por las distintas dependencias que daban al hall central.
- Esa es Daniela Prieto –me dijo Conti señalándome a la persona que me había recibido cuando llegué al lugar y que me llevó al salón del archivo-, hermana de un amigo que anda por Mendoza y que practica el oficio de cazar hombres e historias. Como verá un oficio nada sencillo pero, a la vez, muy apasionante. Cautivante diría yo.
De pronto sentí como en una súbita revelación que había encontrado la punta que tanto esperaba en esos días para empezar a escribir, o, al menos, que se insinuaba por algún lado.
- ¿Y si escribo sobre el oficio de cazar hombres e historias? –le pregunté.
- Es un buen tema, muchacho. Eso sí, no lo encare con demasiadas pretensiones. Hágalo humildemente, tímidamente, casi con ingenuidad, como los niños que empiezan a garabatear sus primeros esbozos de escritura. –Se quedó pensando con un cigarrillo apagado colgando de su boca. Y retomó-: Entre las tentaciones más comunes que debe vencer todo escritor están las veleidades academicistas y los discursos rimbombantes. No permita que las palabras lo obnubilen, deje que la historia que quiera contar fluya sin adjetivaciones altisonantes. Algo no demasiado fácil de lograr pero crucial para el oficio. Pero esto sería motivo de otra charla. Ahora no lo entretengo más, lo están llamando desde el mar caudaloso. No se haga esperar, sumérjase en él cuanto antes.
Conti se paró, encendió el cigarrillo y se despidió:
- Buena suerte, muchacho.

Haroldo Conti

Haroldo Conti nació en Chacabuco, Provincia de Buenos Aires el 25 de mayo de 1925. Fue maestro rural, actor, director teatral aficionado, seminarista, empresario de transportes, piloto civil, profesor de filosofía. Estuvo tambien vinculado a la actividad cinematográfica como guionista, y en calidad de tal trabajó en La muerte de Sebastián Arache, un film de Nicolas Sarquis.
  Su novela Alrededor de la jaula recibió en 1966 el premio del concurso hispanoamericano convocado por la Universidad de Veracruz, y fue más tarde llevada al cine por Sergio Renán con el nombre de Crecer de golpe . Recibió también el Premio de la Casa de las Américas por Mascaró, el cazador americano , el premio de la revista Life , Fabril Editora y el municipal de la Ciudad de Buenos Aires.
  Su obra narrativa, nutrida en sus tan disímiles experiencias, posee una rara densidad descriptiva que por momentos se torna casi lírica, y un manejo poco usual del mundo de los afectos simples, que elude todo sentimentalismo fácil.
  Fue secuestrado en 1976 por la dictadura militar y hasta el día de hoy permanece en la lista de desaparecidos

A la memoria de Haroldo Conti. por Alejandro Casas

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