Graciela Gómez Sala, 6 de marzo de 2012
Pensó
en Piru esa mañana al despertarse. Con lo lluvioso que estaba resultando el
verano, los caminos estaban imposibles. Eran escasas las personas que podían
entrar o salir del pueblo.
Como
no era la primera vez que estaban aislados, Nena estuvo segura de que Piru
estaría en Chivilcoy esperando que el tiempo mejorara. No tenía noticias de
ella porque ninguno de los dos teléfonos del pueblo funcionaba. El del Dr. Vacarezza
porque cayeron unas ramas sobre el cable que lo alimentaba y el de la estación
del ferrocarril había enmudecido hacía unos meses y nadie había bajado de la
capital para repararlo.
Así
estaban las cosas esa mañana cuando Nena despertó y pensó en Piru. Lo último
que había sabido de ella era que había adquirido en la capital un Citroën de
dos plazas, descapotable. La promesa de venir a verla, manejando su propio
coche, había tenido a Nena excitada. Sabía que sería la primera mujer en
Alberti en andar en un vehículo así. Se imaginaba yendo las dos al Salado a
tomar sol con los trajes de baño, esos “demasiado
atrevidos”, como le decía su padre. Nena se sentía absolutamente bella con
esa ropa que apenas le cubría desde las rodillas hasta un poco más arriba del
busto.
Pero
Piru había quedado varada en Chivilcoy y no se sabía cuándo podría llegar a
Alberti.
Llegó
la hora de la siesta; la tarde se estiraba lánguida. Los árboles sombreaban
entrecortados. El silencio era interrumpido de vez en cuando por el canto de
algún gallo tardío o los ladridos de unos perros defendiendo la posesión de una
hembra. Era verano, hacía calor.
La
luz exterior se filtraba a través de las persianas. Nena revisaba sus trajes en
el ropero. Colgaba y descolgaba. Constataba su imagen en el espejo cada vez que
sacaba una prenda. Después de varios ensayos se decidió por el vestido negro,
el de gasa.
Primero
fue al baño y llenó la bañera con agua fresca, el clima ayudaba. Algunas
abluciones y cosméticos fueron dándole un aspecto luminoso: delineó las cejas con el lápiz marrón, roció su melena
con agua de rosas para marcar bien las ondas. Un poco de polvo rojo para poner rubor a sus
mejillas, un toque de rouge y… estaba casi lista.
Con
sumo cuidado se calzó las medias de seda. Cepilló los zapatos de gamuza con
punteras. Y, siempre con la enagua debajo para cubrir sus pechos, se puso el
vestido de gasa. En lugar del pendantif,
decidió adornarlo con el crisantemo de tela que había aprendido a hacer en la
escuela nocturna de artes y oficios (única escuela a la que su padre le había
permitido concurrir. “No está bien visto
que las jóvenes estudien, eso es cosa de hombres” - le decía). Dos o tres
abalorios más y, ahora sí, estuvo lista.
Caminó
por todas las veredas de sombra, no quería que su atuendo se desluciera por
culpa del calor. Al llegar al portal del Parque Municipal dobló a la izquierda,
como quién va para el centro. Cuando le faltaba poco menos de una cuadra para
la plaza, llegó a la casa de fotografías.
Entró
decidida, quería una foto de frente, cuerpo entero, donde sólo se destacara su
figura. El fotógrafo era nuevo en el
pueblo y muchas jóvenes habían puesto sus ojos, y esperanzas, en él.
Nena
se sentó en el sillón de madera tallada, cruzó sus piernas consiente de que sus
rodillas estaban al descubierto, se sujetó de los bordes y clavó su mirada en el
joven. Se sentía hermosa.
Cuando
ardió el magnesio y salió la foto, Nena quedó enceguecida, entonces él se
ofreció para ayudarla a bajar tomándola de la cintura. Y ahí fue cuando Nena sintió
el aguijón. Ahí fue cuando él se encendió como una braza. Algo los atravesó de
arriba a abajo. A los dos.
Hacía
calor afuera, hacía calor en el edificio, hacía calor adentro de ellos.
Lo
que sucedió a continuación quedaría grabado para siempre en la mente de Nena.
Afuera, en el silencio de las calles de Alberti, el calor había replegado a sus
habitantes en el interior de sus casas. Adentro del negocio, entre telones con
fondos escenográficos de parques y glorietas, Nena y el fotógrafo se amaron sin
frenos.
Confiando
en el convoy 4052, el que llevaba las encomiendas a Once, decidió mandarle una
copia de la foto del momento previo a su amiga. Cuidando de no salpicar la foto
con la tinta negra de la pluma cucharita, se la dedicó: “A mi querida Piru, en prueba de cariño: Nena”
Ya
le contaría todo cuando su amiga lograra
entrar al pueblo.
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