jueves, 15 de marzo de 2012

" LOS ZAPATOS EMBARRADOS "


Autor GABRIEL ESTEBAN PATANÉ

Elena miró hacia arriba y la claridad de la mañana terminó de encandilarla en plena calle, lo que hizo que cerrara por un momento sus ojos y tratara de ubicarse para seguir caminando. El sol parecía de estreno pero para ella lo único de estreno, aunque algo incómodos los dedos de los pies todos apretados, eran esos zapatos de color negro que terminaban en punta. Se fijó en cómo lucían, una especie de tic que nunca dejaba de hacer. La mañana del 25 de julio no era tan fría como para el tapado oscuro que había elegido y caminaba ya pensando en donde lo dejaría colgado cuando viniera el mediodía.
Faltaba una cuadra y media para llegar y Florida era el ruido que la gente hacía al caminar, mezcla de murmullo y tránsito de autos cuando cruzó Corrientes. Su amiga Nilda le había conseguido la oportunidad de un trabajo nuevo y hacia allí iba, pensando luego en contarle cómo le había ido. Llegando al 400 de Florida, aquello le parecía cada vez más grande y todos sus conocimientos cada vez más pequeños.

La entrada al local de perfumería tenía dos grandes vidrieras repletas de productos mayormente importados. Más de una vez pasó por ese lugar y ahora le prestaba real atención, como al cartel de las “ofertas de temporada 1952”.De primera impresión todo muy ordenado y colorido: se sintió como una niña mirando una juguetería.
Tenía estantes de madera en distintos tamaños casi hasta el techo, en donde se exhibían cientos de frascos al lado de su correspondiente caja. No fijó su vista en algo puntual, repasó con sus ojos delicadamente para que no se note su asombro hasta que una señora que la había observado llegara desde el final del salón. En esos cuatro segundos miró el piso, blanco y reluciente, y el techo, con los extremos de la sala trabajados artísticamente como los antiguos locales que conocía. Se presentó y tenía algo preparado como para romper el hielo, pero la señora le dijo que se llamaba Mirta, que la estaban esperando y que pasara hacia el interior del local.

Detrás de la señora, Elena iba pensando mil cosas a la vez, egoístamente sólo en ella y en realidad egoísta es la sensación del primer trabajo, un premio como el de aprender a caminar y lograrlo. Lo diferente es que esta vez se sentía consciente de eso y resopló entre nerviosa y satisfecha. Una oficina impecablemente ordenada con una mujer que hacía juego con el entorno, fue quien le dio la bienvenida. No vio libros contables a primera vista y se puso a buscarlos más detenidamente con la mirada. Había sido elegida para llevar los registros contables y sin embargo no estaban ante sus ojos ni uno solo. La mujer que le hablaba parecía amable pero una no escuchaba a la otra. Elena le preguntó cuestiones que la señora no oyó y tuvo que esperar que terminara de hablar.

Cuando se hizo un inevitable silencio para tomar un segundo de aire se preocupó en saber el tema de la vestimenta, porque ella tenía una blusa blanca y vio que dos o tres mujeres estaban de color azul. “La ropa reglamentaria es camisa y pollera azul”, le dijeron. Tragó saliva y pensó en su placard, con tres camisas de color blanco y una de color crema. Empezaba al día siguiente lo cual le iba a permitir teñir esa noche una camisa para que fuera lo más azul posible a las que vio. El horario para entrar era las ocho de la mañana y las presentaciones formales quedaron entonces para el 26 de julio.

Tiñó su camisa y la puso a secar en el patio, rezando para que aun húmeda igual quedara bien. Su hermana menor la observaba en silencio y la madre ya se había acostado. A las cinco y media de la mañana sonó la sirena de la fábrica que llamaba a sus trabajadores, y que era el mejor reloj puntual que un barrio podía tener. Temprano aun, se levantó y preparó el desayuno que al final casi no probó. Se hizo la hora, salió y esperó el tranvía que la dejara en el centro, calculando la hora como un físico matemático. Llegó y caminó sin tanto conflicto con sus zapatos, el cuero ya estaba flojo por usarlos el día anterior.

En la puerta dos chicas de su edad la saludaron con un beso y la mano sobre su brazo, como quien reconforta al que empieza, cosa que le generó una electricidad en el cuerpo positiva. Resopló y se sintió a gusto de inmediato, contando y escuchando a mujeres que pasaron por lo de ella y esas expectativas ante lo que no conocían. Un hombre desde adentro subió las persianas y ellas entraron, casi al mismo tiempo que llegó la señora Mirta. La saludó y ambas fueron otra vez hacia la oficina en la que ayer había estado. No veía los libros contables y la curiosidad la estaba matando. Un escritorio de madera con una silla mullida aunque algo vieja parecía ser su centro de importancia de allí en más.

Mirta le contó detalladamente el funcionamiento del local, el de las otras sucursales, quienes venían cada día y el movimiento de la caja, a cargo de una de las chicas que ya había conocido. Le pidió permiso para pasar frente al escritorio y así mostrarle el gran truco: el cajón debajo del centro de la mesa de madera era rectangular y se abría llevando hasta el fondo uno de los cajones de los costados. El mecanismo hacía que se destrabara el del centro y se abriera, con tres libros contables bastante importantes. Su herramienta de trabajo estaba por fin a la vista.

El primer día fue bastante rutinario y la única preocupación era no equivocarse en la fecha cuando se asentaba: 26 de julio de 1952. Se fue contenta con su labor aunque no le permitía el contacto con el resto y ella quería conocer más de sus compañeras de negocio. Los cuatro siguientes días serían inolvidables por otros motivos y ella no lo sabría aun.

Su felicidad por el primer trabajo no se correspondía con el ánimo en la calle y menos en el local, tras la muerte de Eva Perón. La orden fue la de ver en el momento qué se hacía, ya sea porque el gobierno decretara duelo o simplemente desde la central se optara por cerrar. Hombres de brazalete o algún crespón de color negro y las mujeres de ropa rigurosamente oscura dominaron la semana. Como decisión general de la empresa se habían apagado las luces de las vidrieras y si bien no era exactamente de su incumbencia, el hecho no le parecía correcto. Notaba que las actividades en el local habían bajado y su trabajo ya no era tanto, cuestión que compartía con el resto de sus compañeras y comenzaba a hablar a diario. Iba y venía del escritorio hacia adelante donde estaban todas, cada vez más. Indicaba poco trabajo.

El velatorio hizo que las personas formaran fila de cuadras de largo, que llegaron hasta la puerta misma del local de Florida. Muchos estaban apoyados contra la persiana baja y el hecho de abrir el local causaba molestia; les dijeron a todas las empleadas que intentaran limpiar la entrada con agua y así poder “desarmar” la fila para ver si se podía abrir.

La orden incluía a Elena, que trapo en mano ayudó a sus compañeras, que trataban de limpiar sin a la vez molestar. Se arremangó pero de a poco fue más espectadora que protagonista. Se quedó mirando a la gente y el aspecto triste que tenían, tan lejos a su felicidad por trabajar. Vio la punta de cada zapato algo mojadas y pensó en cuidarlos, alejándose del charco con agua y obsesionada con no estropearlos. Pero por primera vez sintió que ese tic era visto. Y no por una sola persona sino por varios de quienes estaban en esa fila. El tic consistía en juntar los pies y bajar la cabeza casi como quien reza, para verse la punta de ambos zapatos y comprobar si estaban manchados. La acción casi mecánica esta vez la vieron muchos y al darse cuenta se sonrojó, como cuando alguien es encontrado haciendo algo indebido. Ella intentó no mirar a la gente a la cara para no ponerse aun más colorada y terminó mirando los zapatos de todos. Le llamó la atención que muchos estaban con barro. No era momento para preguntar nada pero ese detalle funcionó a la inversa: le sacó todo valor a sus propios zapatos y sintió valorar otros.

Se quedó pensando en tantas cosas a la vez que un tirón en la pollera no la sacaba de sus cuestiones, hasta que vio que una nena de unos siete años estaba a su lado. Intentó mirarla a la cara pero tenía el pelo ensortijado y le tapaba una parte. Se agachó y con cariño movió los rulos y se sorprendió. La tomó de ambos hombros más para no caerse ella misma: era su propia hermanita, que la reconoció y se acercó a saludarla. Cuando la alzó la sintió con la piel fría y le pasó su mano por uno de los brazos mientras buscaba a su madre con la mirada, a quien vio un poco más adelante.

“Tengo que trabajar, disculpen”, dijo a modo de súplica. Las saludó y volvía para la perfumería sin ver aquel gran charco que evitó y ahora no consiguió esquivar.
Frenó enseguida sin salir del agua. Se agachó y los miró, juntos y ya sucios a sus propios zapatos.
Le parecieron maravillosos porque eran de ella. Y cuando terminó su trabajo, también se puso a hacer la fila.
Cuento participante de la antología "YO TE CUENTO Bs As" II En el año del Bicentenario. Legislatura Porteña. Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

GABRIEL ESTEBAN PATANÉ
Ser Periodista excede el trabajar en un medio de comunicación determinado. Es algo así como una mirada permanente sobre la realidad con la preocupación de quien quiere entender en primer lugar, para luego darlo a conocer. Las maneras en que lo manifestamos cambian pero la relación lector-escritura es lo que aun sostiene ese lazo entre el Periodista y "esa" persona especial, en este caso quien lee estas palabras. La pasión por lo que uno quiere y la necesidad humana y profesional de expresarme, es lo que me mueven a realizar este sitio con la humilde pretensión de sumar mis dichos a quienes quieren, desde el vamos, entender al mundo. Aquí lo estamos intentando.

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