Los biógrafos de Herman Melville coinciden en que el autor de Moby Dick pasó los últimos cuarenta años de su vida totalmente ignorado y que seguramente murió dolido por el desdén que el público-lector le deparó a su genial obra.
En realidad, la suma o resta de años en la valorización de un libro es meramente un detalle sin mucha trascendencia en el veredicto definitivo que sólo puede evaluarse por el paso del tiempo, más allá de redondear un acontecimiento como si fuera la mayoría de edad en un joven o las bodas de oro de una pareja.
Quizá la referencia no sea más que una justificación para envalentonarse frente al espejo y no caer de rodillas ante la humillación de la muerte. Pero en el caso de Melville, hay que reconocer que el Sumo Hacedor puso las cosas en su lugar y permitió que el primitivo cine mudo lo recuperara, primero como un escritor de acción y, de inmediato, como el novelista de enorme amplitud que supo erigir la formidable columna literaria que hoy es.
Hago esta referencia a Melville porque a mí me toca la suerte inversa. Mi novela Las Tumbas cumple 40 años y una nueva edición que está imprimiéndose demuestra que aún está vivita y coleando como cuando apareció en 1972. Pero, me pregunto: ¿una vez muerto el autor existirá una capa de ceniza volcánica que olvide el período y cubra con silencio definitivo lo que alguna vez saltó a los anaqueles?... Resumo: ¿qué es mejor?, ¿ser ignorado en vida y pasar a la posteridad o ser olvidado para siempre por más leña al fuego que uno eche? Y, en tal caso, ¿es ello importante? Posiblemente esto que estoy escribiendo suene fuera de lugar o petulante, pero no estoy haciendo otra cosa más que sentirme satisfecho y feliz por el aniversario que festejo.
Cuando el editor Gastón Gallimard le dijo a Céline que luego de las prohibiciones sufridas iba a reeditar el Viaje y que sería conveniente que escribiera un prólogo al respecto, Céline lo mandó al diablo. Luego aflojó y escribió un prologuito renegando de su obra. Lógico, él podía permitirse el desplante porque íntimamente sabía que era el único que había superado a Shakespeare y que Dios ya le había asegurado la eternidad en la cima de todos.
Otra cosa es uno, que titubea en cada línea que escribe y tiembla cada vez que publica un libro. Por este osado riesgo es que uno se festeja, festejando al mismo tiempo a los lectores. Uno festeja retribuyendo, que es la mejor forma de respetar al que nos da el motivo para la satisfacción. Es el lector quien determina: esto sí, esto no.
Para el escriba, uno, ese tiempo ido se desbarató como resuello en el mar, sin que nadie avisara por el desperdicio paradójico. De todas maneras, en ese lapso uno trabajó creyendo y se animó a ir poniendo ladrillito sobre ladrillito con la intención de construir un bello castillo, aunque el resultado puede que no haya sido más que una endeble escalera al vacío. Pero uno pudo hacer ese intento gracias a que la base aguantó la presión. La base fue el lector, y me sostuvo.
La suma de libros publicados no es otra cosa que el cuerpo literario del autor. En mi caso no hace falta aclarar que el corazón de ese cuerpo es Las Tumbas, novela que, en este instante en que usted me está leyendo, vuelvo a depositar en sus manos, para que, con su cómplice abrigo, en un ansiado futuro podamos volver a festejar otros cuarenta años de sueños, propósitos y fervores literarios que justifiquen el apoyo que me ha brindado y que yo, muy impresionado, conmovido, agradezco mirándolo a los ojos.
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