Un hermoso y nublado día de otoño, un grupete de amigos de primer año del secundario había salido de asado a una casa de las afueras. Después de comer chorizos con alguna pizca de querosene e impregnados de humo, y de que uno de ellos bromeara con un perro vagabundo del lugar como si quisiera abusarse de él, salieron a andar por la calle 25 de Mayo al fondo, y se metieron en una quinta que parecía abandonada.
Se acercaron a la casa, y al no ver autos, y una pileta que parecía por completo abandonada, se abocaron a hacer lo que habían planeado desde un primer momento: robar. Los dos más esmirriados lograron meterse por una ventana de la casa, y salieron decepcionados: solamente un paquete de yerba semi consumido y algo de azúcar, y unas cintas que parecían de películas. Todo viejísimo y de apariencia inservible.
Se quedaron un rato más en la quinta, que tenía una arboleda espectacular, y cuando algunos ya habían salidos otros dos se acercan por el camino pedaleando a toda velocidad, gritando que había un viejo con una escopeta. El resto no les creyó, porque eran pésimos actores y ya todos los demás habían previsto una taradez semejante.
Anduvieron un rato más por la prolongación de la Avenida 25 de Mayo, pero encontraron tranqueras cerradas, y así las cosas, decidieron marchar hacia el club San Martín. Se formaron dos equipos de cuatro contra cuatro y jugaron al fútbol un rato largo, al cabo del cual ambos equipos se adjudicaban la victoria.
Después uno sacó masitas, otro unos bizcochos, y merendaron en la zona de parrillas. Hablaron de las películas pornográficas que pasaban en el programa Playmouse y de algunas compañeras que pintaban para putas. No todos miraban el programa y casi nadie había hablado con las compañeras.
Uno sacó las películas robadas de su bolsillo, y dijo “qué tal sin son porno, boludo”. Ese argumento hizo que levantaran vuelo hacia la casa de uno que tenía proyector. Se amontonaron en el cuarto del susodicho, y al principio no pudieron ver nada. Ya estaban por dejar el asunto de lado, cuando algo apareció. Chaplin. Todos lo conocían, nadie nunca lo había visto. Se quedaron mirando un rato una película que ninguno conocía, y a algunos les resultó graciosa. Se escuchó alguna risa.
Uno se quejó de que no quería mirar Chaplin, si no porno al desnudo, y lo hizo con tanta gracia que hizo reír a otro, que la iba de capo de toda la barra; tan era así que esa misma mañana había orinado desde un tapial bajo apuntándoles a todos, más que nada para mostrar lo grande que la tenía. El capo, que había estado mirando con atención a ese personaje tan famoso para tratar de ver qué lo hacía tan especial, se avergonzó de repente de estar viendo algo tan poco promocionado y pasado de moda, y propuso que fueran a hacer otra cosa. Contagió la vergüenza a los demás, y solamente dos se quedaron mirando hasta el final de la cinta, con la excusa de que no la podían parar, pero bastante interesados en el hombrecito de bigote.
El encuentro ya se terminaba, y en la vereda, mientras la madre del anfitrión les alcanzaba una botella de jugo, comentaron algunas cosas del día. El asado horrible, el partido, pero sobre todo el ingreso a la quinta abandonada. Los más protagonistas de la entrada y el robo mintieron y exageraron bastante. Los demás no dijeron nada, les creyeran o no, para no tener problemas.
Lo más saliente, pensaban todos, había sido el encuentro de las cintas de Chaplin, milagrosamente preservadas en una casa abandonada. El hecho tenía algo de mágico, pero los pibes querían mostrarse como vivos que solamente miraban porno a escondidas de sus padres, o fútbol, o alguna película bien de moda, o Tinelli, y lo minimizaron. Eso sí, cada uno se fue a la casa con la impresión de haber visto algo importante, memorable. Chaplin, tan patético y aventurero como ellos, parecía hacerles un guiño mientras caía la tarde en silencio, nublada, como una película muda en blanco y negro.
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