UN
AMOR DE ADOLESCENTES
Por Israel Díaz Rodríguez
Bastantes
lágrimas derramé el día que mi padre
consciente de que ya en la escuela primaria
no tenía más que enseñarme – él era maestro de escuela – me manifestó su
determinación de enviarme para Cartagena
de Indias a estudiar en una institución
superior en donde me enseñaran algo más de lo que él me había enseñado.
Desprenderme del
medio rural donde vivía a todo gusto y placer, desprenderme de mi entorno donde
compartía mi vida con mis amigos, irme de la casa y dejarlos a ellos, mis
padres, mis hermanos, cambiar el medio apacible del pueblo para empezar una
nueva vida en la ciudad, fue un trauma
estremecedor para un adolescente de trece años de edad acostumbrado a la
vida dulce de un hogar en donde mi madre me consentía y mimaba tanto.
Cuando llegó el día
de partir, mi madre llorando me besó en la frente con una calidez quizá como
nunca lo había hecho, o por lo menos, así lo sentí yo, perturbado por la
despedida, me abracé a ella, no quería desprenderme, su blusa estaba húmeda producto de mis
lágrimas, mi padre y mi abuelo serenamente esperaban en la puerta en donde el
vehículo listo para partir con todo el equipaje, tenía el motor encendido y el
conductor desesperado pitaba insistentemente.
Ya embarcado, perdí
toda esperanza de quedarme con los míos, cuando tomé asiento dentro del auto que raudo arrancó sin más
tregua, a través de la ventana veía como iba dejando todo lo que amaba camino a
lo desconocido. ¡Qué dolor! ¡Cuánto
sentimiento!
En la medida que nos
alejábamos del pueblo, aumentaba mi nostalgia y en mi pensamiento de
adolescente, dentro de mi propio silencio, deseaba fervorosamente y le pedía al
Señor que algo trascendental aconteciera en el hogar que acababa de dejar para
que así tuviera que regresar.
Después de nueve
horas de viaje, en horas de la noche, llegamos a la Ciudad Heroica, sus luces
multicolores me deslumbraron, las estrechas calles de la ciudad me llamaron
poderosamente la atención y el rumor del
inmenso mar al que no conocía, me impactaron tanto, que me produjeron una calma
interior hasta el punto que comprendí seguidamente que aquella ciudad la amaría
para siempre.
Mi llegada fue a una casa de familia, gente provinciana como yo, que se había instalado en la ciudad hacía ya
mucho tiempo, fui recibido cariñosamente, me brindaron dese el primer instante
confianza y durante el resto del tiempo que hice mis estudios, fui siempre
tratado como un miembro de la familia, eran ellos el señor y la señora, ya
mayores de edad, quizá por eso me acogieron como si fuera el hijo que nunca
tuvieron. La casa que habitaban era una de esas viejas mansiones coloniales de
amplios espacios interiores, patio fresco y hermosos balcones hacia la calle.
Desde uno de esos balcones miraba yo la calle, las casas vecinas, la estrechez de las calles me permitía mirar a
los vecinos, así pude darme cuenta que en una casa de esquina, todas las tardes se sentaba en una ventana una primorosa niña a estudiar
y preparar sus tareas escolares al igual que yo la hacía desde mi esquina del
balcón.
El impacto amoroso fue a primera vista, sin decirnos una palabra,
comenzó entre nosotros un intercambio de gestos y miradas que con el correr de
los días la fui asimilando como la mujer ideal la de mis sueños.
Opté entonces por pasar por su ventana todas las noches antes de irme
al parque del Centenario a estudiar con mis compañeros de clase, como no
podíamos hablar, le dejaba papelitos con mensajes amorosos los cuales colocaba
cuidadosamente en los huecos de las
paredes de su casa, allí me dejaba ella también las respuestas.
Había comenzado el idilio, me sentía feliz, estaba verdaderamente
enamorado, había encontrado una razón para vivir contento y así estudiar con más
aplicación y esmero, influenciado por
las lecturas románticas de la época – año de 1941 – llegó un instante en que
todas aquellas lecturas como” María” novela
romántica del escritor colombiano Jorge Isaac,
“Rimas” del sevillano Gustavo Adolfo Bécquer, “Werther” de Goethe, “La Canción del Caminante” de
Silvio Villegas, las letras de los boleros de los Panchos y otros intérpretes
del momento, se me arremolinaron en el corazón de una manera tal, que
confundieron a mi cerebro, y el
torbellino del amor sin “bridas y sin estribos”, me llevó a la convicción de que, Esther encarnaba la perfección de mis anhelos e
ideales. ¿Para qué pensar en mas nadie?.
Locamente me enamoré de aquella niña de trece años, preciosa y linda
colegiala que estudiaba en un colegio de monjas, era un amor de novela, alimentado por lo que yo le escribía y ella
me contestaba en los papelitos colmados
de ternura que iban y venían.
Todo se lo comentaba a un íntimo amigo, un romántico a morir, pariente
de poetas y pintores, que estimulaba el fuego que me quemaba, contándome sus
íntimos padecimientos, suspirando por la novia que había dejado en su pueblo
natal y de la que solo sabía una vez por mes, cuando le llegaban cartas por
medio de una amiga que le servía de intermediaria.
Al oído de mi padre llegó la noticia de mi “noviazgo”, sin pérdida de
tiempo y sin previo aviso, se vino de Magangue, mi pueblo, a Cartagena y tan
pronto llegó, después del saludo paternal, a quemarropa me hizo la pregunta.
¿Es cierto que estás enamorado y te vas a casar?
Antes de que le diera una respuesta, me dijo con voz firme y
autoritaria.
“Tienes que dejar esos amores,
eres solo un estudiante de primer año de bachillerato, no sabes hacer nada, no
eres nadie, de casarte, tendrías que abandonar los estudios y dedicarte a
trabajar como obrero, limpiabotas o pordiosero, ¿acaso no has pensado en que
esa niña de quien estás enamorado debe
estar muy bien en la casa de sus padres, te has preguntado, que le puedes
ofrecer?”
“Te ordeno – prosiguió mi padre- que dejes esos amores”-
Aquella orden, me cayó como un balde de agua fría, por unos instantes, minutos segundos tal vez, no sabría decirlo,
respiré profundo, tomé alientos y me atrevía a contestarle.
¡Trataré de hacerlo!
Antes de que yo terminara, bastante
alterado replicó mi padre.
“No es que tratarás de hacerlo, te ordeno que lo hagas”
En aquel instante, sentí que el corazón se me hizo pedazos, turbado y
sin saber como procedería en adelante, no le contesté nada. Guardé resignado
silencio, era una orden de mi padre.
Al día siguiente, mi padre se regresó a Magangue sin que volviéramos a
tratar el tema motivo de su urgente
viaje.
Por esos días, mi horario de estudio se vio alterado, no me
concentraba, quería morirme, tal era el dolor profundo que sentía, el
sufrimiento me consumía, no tenía a
quien manifestarle mi pena, y para colmo,
mi amigo con quien compartía emociones, se había ido a su tierra natal por una
calamidad familiar. Así que me tocó ahogar mi tragedia en una orfandad sin
nombre.
El amor que me vi
obligado a renunciar por Esther, lo volqué todo en la ciudad amurallada hasta
el punto de que, el día que por obligación estatal tuve que abandonarla, así
como lloré cuando salía por primera vez de mi pueblo, lo hice con más
intensidad al despedirme de sus callecitas estrechas, sus murallas, su hermosa
bahía y todo ese conjunto de cosas que me hicieron admirarla y amarla tanto.
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