martes, 12 de febrero de 2013

Corea del Sur: hacer arte en un país entre la estética norteamericana y la crueldad

POR Hernán Vanoli- Especial para Clarín


La nueva generación. Hijo de un militar, Young Ha Kim participó de la lucha conta la dictadura en su país

Algo sucede en Corea del Sur. El país que supo ser una suerte de hermanastro pobre de Asia, que atravesó una larga ocupación japonesa, la guerra contra Corea del Norte y dictaduras como la de Chung-hee Park –asesinado en 1979–, el país que recién en 1987 volvió a tener elecciones democrática, no es sólo una de las principales potencias en la producción de gadgets tecnológicos y automóviles. Su cine y su literatura actuales tienen una mezcla particular entre la estética norteamericana y cierto realismo y crueldad presentes en gran parte de la tradición china y japonesa, que muchas veces genera una síntesis muy potente entre los géneros masivos y populares, como el policial, el terror, la comedia o el thriller, con procedimientos narrativos que hacen que Hollywood parezca ir siempre a la saga. Todo esto con algo menos de 50 millones de habitantes. En la última Feria del Libro de Guadalajara quedó claro que la nueva literatura coreana también está peleando por un lugar, y está empezando a traducirse. El puntapié fue Ji-Do, una antología del cuento coreano preparada por Oliverio Coelho para la editorial Santiago Arcos. Uno de los antologados fue Young-Ha Kim. Con 7 novelas publicadas, Kim es una de las principales voces de la literatura coreana. En su novela Your Republic is Calling you (Tu República te llama) trabajó con sinceridad y desparpajo la relación de Corea del Sur con Corea del Norte. Este año, su ópera prima, Tengo derecho a destruirme, fue publicada por la editorial argentina Bajo la Luna. Conversamos con él en Guadalajara.
–En “Tengo derecho…” el personaje es un dandy y un psicópata que ayuda a las personas a suicidarse. ¿Esta suerte de perversión puede ser leída como un manifiesto contra la literatura adaptativa, del “está todo bien”?
–Podría decirse que sí. Tratar un tema como la muerte y en especial el suicido siempre es delicado y es fácil caer en sentimentalismos. Por eso opté por referirme a ella a través de un medio que siempre está en los bordes de la literatura, y es la pintura. Recurrí a obras clásicas de la pintura occidental para hablar del suicidio y de la muerte desde otro ángulo. El personaje principal, el que ayuda a la gente a suicidarse, está obsesionado con la pintura clásica, que ya pasó de moda. A veces, parece que la literatura no adaptativa también pasó de moda.
–La novela está atravesada por tres historias breves donde una mujer esclavizada se venga de su amo, donde una pintora no quiere ser retratada, donde dos hermanos comparten una mujer. ¿La novela fue una excusa para contar esas historias?
–Más bien tiene que ver con la estructura que se elige para el argumento. Trabajé con un tipo de serie donde hay, por ejemplo, (cada letra identifica a una historia) un A B A C B B A, pensando en los hilos de la historia. Haber estado acostumbrado a escribir novelas cortas me permitió hilar.
–¿Hubo una especie de “clima cultural” que permitió que la literatura y el cine coreano de hoy tomaran un rumbo común?
–Desde la década del 80, y también en parte de los 90, muchos escritores, artistas e intelectuales lucharon por la democracia en diferentes movimientos, como revueltas estudiantiles. Y 1987, cuando yo estaba en segundo año de la universidad, fue un año terriblemente violento. Gran parte de los artistas tuvieron participación política y luego, una vez que la democracia empezó a asentarse, alrededor de 1990, todos comenzaron a dedicarse seriamente al arte. Pero la experiencia de haber vivido esos años, y la violencia, marcan a esas producciones.
–Su padre era militar. ¿Cómo hizo para convencerlo y hacerse escritor?
–Aunque suene raro, tenía una especie de Edipo con mi padre. En 1986, un año antes del derrumbe de la dictadura y dos años antes de los juegos Olímpicos de Seúl, yo estaba en las manifestaciones y mi padre me pedía que no lo hiciera. Yo le decía que Doo-Hwan Chun –quien gobernó Corea entre 1980 y 1988–era un asesino y él me decía: “No digas eso”. Ese enfrentamiento me permitió cortar un poco con la admiración hacia mi padre y hacerme escritor. La sociedad coreana tiene una base en el confucianismo, y eso le brinda un componente autoritario, de respeto por los mayores. Pero para crear algo hay que romper con los padres.
Kim mencionó a Borges en alguna entrevista, pero hasta Borges llega su conocimiento de la literatura argentina. Cuenta que en Corea hubo diferentes oleadas en que los escritores latinoamericanos logran fama. En 1980 fue Neruda. En 1990, con el posmodernismo, Borges. También García Márquez tiene fanáticos coreanos. Se lo ve cansado. ¿Cómo sobrevive a las ferias, cómo se las arregla para ser escritor y al mismo tiempo vivir de mesa en mesa, de avión en avión?
–El coreano es una lengua menor, somos un pequeño país en oriente. El español tiene una gran comunidad. En cambio Corea es pequeña, y entonces, para nuestra autoestima, tras haber sufrido el colonialismo japonés, tiene un significado muy importante que la literatura coreana sea leída en el extranjero. Es un orgullo que las personas de otros países puedan entendernos, y para el escritor es un servicio social.

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