sábado, 25 de junio de 2011

MARÍA INÉS ALVAREZ- escritora

Ellos no saben contar


Nos torturaban las moscas la tarde del 12 de diciembre en la alcaidía policial, en las afueras de Resistencia. Arriba, los presos comunes recibían visitas. Pronto terminaría una tarde más.
Dejé de escuchar los ruidos que se filtraban desde afuera y, como sucedía todas las noches, ellos bajaron al subsuelo en el que nos habían encerrado días o meses atrás. El Mono traía una radio, le dijo algo al que tenía al lado y rieron. El Petiso buscó los palos y los repartió entre los tres. Prendieron un reflector que nos cegó por unos minutos y empezaron a elegir. Escuché el nombre de Fernando, de Lucho, de Barquito. Buscaban también al Tibu, pero ya lo habían trasladado. Esa noche a mí no me tocó, sentí un alivio que duró poco. Los arrastraron unos metros hasta lo que llamaban el comedor y empezaron. Vi a mi hermano con la cara deformada por los golpes, inconciente. Parecía muerto. Uno de ellos, tirándolo de los pelos, lo llevó hasta una canilla. El chorro de agua deshacía los coágulos que se desprendían ligeros, pero la sangre brotaba sin parar. El volumen de la música y las risotadas aumentaron. Alguien empezó a suplicar, a pedir, por Dios, basta. Me tapé los oídos.
No sé cuándo se extinguieron la luz y los golpes. El comedor había quedado desierto y limpio pero persistía el olor, inconfundible. Me dolían un brazo y el costado, de la otra noche. Pegué el oído a la pared,  había aprendido a identificar roces, crujidos, ruidos que significaban que el del otro lado había quedado vivo. Golpeé tres veces, esperé la respuesta, nadie contestó. De a poco me cobijó un sueño: estábamos en la casa de Margarita Belén, Lucho empujando la hamaca en la que Ana reía, Mercedes y yo, ella con su panza enorme, recorríamos la quinta eligiendo naranjas, las más doradas. Las mandarinas todavía estaban verdes. Había sol. 

Ana despierta, tiene miedo y llora. Su madre la calma con más autoridad que paciencia. En pocos minutos el silencio y la oscuridad envuelven a la casa pequeña, rodeada de campo. Más allá, un camino bordea la espesura del monte. La niña sigue asustada. Lágrimas que no puede contener mojan su carita y a la muñeca que aprieta en un abrazo desesperado. Le prometió a la madre que volvería a dormirse, pero no puede. Por la ventana abierta se cuelan una luz blanca y ruidos lejanos. Se cubre la cabeza con la sábana y comienza a susurrar: “allá está la luna/ comiendo tuna/ le pedí un pedacito/ no me quiso dar/ traje mi sillita/ y me puse a llorar”. Oye el llanto del hermano y los pasos de su mamá. Entonces sale de la cama y corre por el pasillo oscuro, hacia la luz que escapa del otro cuarto. Se queda mirando, el bebé ya no llora, su mamá canta, casi sin voz, mientras lo alimenta. El otro lado de la cama, el del padre, está vacío desde hace muchos días. Ana se detiene en el vano de la puerta, de su mano cuelga la muñeca. Un escarabajo camina pegado al zócalo, en el pasillo. Lo persigue, es lindo, piensa, dorado, y lo aplasta con la cabeza de la muñeca. Después, se acerca despacio como una intrusa a la cama en la que apenas puede treparse. El hermanito duerme otra vez en la cuna. Ana también, por fin, al lado de la madre.

El perfume de los naranjos impregna el aire. La luna acaricia el monte con una luz blanca igual a la de siempre, pero distinta. El canto de los grillos, de las ranas del zanjón, que está lleno después de las últimas lluvias, irrumpe en el silencio de la noche. Pero la calma aparente estalla, la luna se oculta detrás de nubes frágiles, los insectos apagan sus llamados, las ranas se sumergen en el agua barrosa: un camión ha detenido su marcha a la vera del camino. Que se bajen, rápido, grita una voz, y si no bájenlos a culatazos, vuelve a gritar la voz. Con la primera ráfaga de metralla una bandada de pájaros asustados bate sus alas en un intento de ponerse a salvo. La ráfaga se repite una vez más. Desde madrigueras, nidos y cubiles, los animales que habitan el monte cerrado escuchan gemidos inaudibles para el oído humano. Después, disparos, ocho, diez, ellos no saben contar. Pocos minutos pasan y otra vez el vehículo se pierde en la curva, roza un quebracho solitario, testigo de otros exterminios, y desaparece. Los cuerpos yacen muy cerca unos de otros, algunos con la cara hundida en la tierra, otros con los ojos fijos en el cielo plagado de estrellas.
Una tarde regresé a casa. No me esperaban. Ana, sentada en la cocina, hacía la tarea. La vi alta, con el cabello largo, preciosa. Soy tu papá, le dije y me quedé parado en la misma baldosa, me sentía raro. Ella parpadeó como si le hubiera entrado algo en los ojos. No me reconoce, pensé, se puede asustar. Me dijo: sentate. Yo le obedecí. Pregunté por Mercedes y el bebé, me dijo que su mamá venía en un ratito y que su hermano no era más bebé, ya caminaba. Después tomó mi mano y me llevó afuera, a buscar mandarinas maduras.
María Inés Alvarez nace en Villa Angela, Chaco, en 1949. Completa estudios secundarios en Santa Fe y más tarde, en Bs As, egresa de la UBA con el título de Médica. Se traslada a la patagonia; en la ciudad de Neuquén ejerce su profesión y comienza a escribir. Actualmente reside en Buenos Aires-
Dos de sus cuentos, "Pretéritas incertidumbres" y "Los nadadores" fueron publicados en el diario El Litoral de Santa Fe. En el año 2010 su cuento "Ellos no saben contar" ganó el primer premio del concurso "Los trabajadores en el Bicentenario" patrocinado por la Sociedad Argentina de Escritores-


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