domingo, 26 de junio de 2011

COMPADRITO *
Alejandro Casas

La pelota fue a dar justo a los pies del abuelo que estaba parado sobre un costado del patio mirando el campeonato de penales que jugábamos con mi hermano. El abuelo la paró con el pie derecho. La pisó y se quedó un instante quieto, como si posara para una foto. 
A pesar de sus ochenta años y su arteriosclerosis no perdía el equilibrio. Tampoco la vivacidad y esa picardía que lo hacía parecerse más a un chiquilín que un hombre mayor.
-Dale, pateame un penal –le dije desafiante.
El abuelo tomó una carrera corta, de dos o tres pasos, y sacó un puntazo seco a un costado del arco que hizo tambalear uno de los caños de la pileta de lona que hacía de poste.
Mi hermano festejó el gol y el abuelo se fue caminando con el mismo andar de compadrito de barrio que usaba cada vez que buscaba provocar a la abuela y escaparse de alguno de sus retos: el cuerpo erguido, la frente alta y las manos en los bolsillos.
Ese día, en la sobremesa del almuerzo, nos contó un partido de fútbol que se definió con un gol suyo sobre el último minuto.
Él jugaba de back para el Atlético 9 de Julio y disputaban la final del campeonato con los de Carlos Casares. Los rivales los habían tenido todo el segundo tiempo contra un arco, defendiéndose a capa y espada. La hinchada de 9 de Julio estaba resignada y sus compañeros a punto de bajar los brazos. Pero en un contragolpe inesperado todo el equipo reaccionó y se metieron en el campo rival. Hasta el abuelo se fue al borde del área contraria a pesar de los pedidos desesperados de los hinchas reclamándole a gritos que no descuidara la defensa.
-Y de repente la pelota cayó en mis pies –nos contaba entusiasmado, con el mismo destello de picardía en la mirada que había tenido un rato antes en el patio-. Y todos se quedaron mudos. Podía sentir el peso de las miradas de todo el estadio en mis espaldas. Fueron unos segundos que me parecieron eternos. Y no dudé. Saqué un puntazo que se clavó en un ángulo. Y ganamos el campeonato.
Unos meses después el abuelo cayó definitivamente en cama vencido por la arteriosclerosis.
El médico aconsejó internarlo en la clínica pero el abuelo se resistió férreamente.
-A mí nadie me mueve de acá –vociferaba cada vez que advertía movimientos sospechosos a su alrededor-. De esta cama me sacan muerto.
La abuela le pidió a mi mamá que lo convenciera para que dejara entrar a la habitación al Padre Pedro y lo confesara.
-Si entra un fraile a esta pieza lo saco a los tiros –gritaba.  
Una mañana, antes de entrar a su habitación con mi hermano, mi mamá nos advirtió que el abuelo estaba delirando y que no debíamos hacerle caso a lo que nos decía.
El abuelo estaba dormido. Le acariciamos con temor las manos. Abrió los ojos y nos miró. Balbuceó algunas palabras inentendibles. Miró hacia los costados en actitud sigilosa, hizo un gesto de silencio con el dedo índice y nos dijo con un susurro exhausto y cómplice:
-Ahí anda el fraile esperándome. Me quiere despachar. Para eso sirven los curas, para mandarnos para el otro lado. Se piensan que voy a estirar la pata. –Hizo una pausa para tragar saliva y recuperar la respiración-. Están asustados porque dejé la defensa sola. Pero se las voy a enchufar adentro. Puntazo seco a un rincón del arco, chicos. Nunca falla. Minga me van a agarrar desprevenido.          

Publicado en Microrrelato del suplemento Cultura del diario Perfil el día domingo 4 de julio de 2010.

No hay comentarios:

Publicar un comentario