
El zurdo se desplomó en el abandono resignado de sus fuerzas, el gesto superficial de acomodarse las medias solo fue para contener la bronca y mirar el suelo, pero una voz de la hinchada lo sacudió:
¡Zurdo! Levantá la vista carajo y no te rindas. Ese grito que vino de un pecho fanático le movió las entrañas y lo hizo incorporar de un salto y una energía le recorrió su cuerpo corriendo cada centímetro de la cancha (que era el espacio al margen de la vía para ese día, pudo haber sido otro, cualquier sitio era propicio para armar el potrero).
Que había visto el zurdo detrás del arco que le inyectó tantas ganas para desafiar todas las marcas, para buscar todos los centros, para correr todos los piques, para meterla un par de veces y hacer de esa tarde una tarde inolvidable cuando el zurdo buscó entre abrazos y apretones a esa legendaria figura ya no estaba, se había esfumado como una sombra subterránea, y entonces comprendió que no debía decir nada, que no debía decir que había visto al legendario wine derecho desparecido en una noche de alcohol y boliches frecuentados después de esa tarde, en ese mismo barrio, una pierna azarosa le rompió los ligamentos y lo dejé para siempre fuera de las ligas mayores y quizá de una carrera meteórica, por lo que avizoraban los entendidos, ese áspero potrero, el mejor jugado en su vida, lo sepultó en el olvido para siempre, claro, hasta esa tarde que lo vio su heredero.
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