viernes, 29 de abril de 2011

CUENTO PUBLICADO EN LA ANTOLOGIA

"YO TE CUENTO BUENOS AIRES"
NADIE SABE QUE LA ESPERO
                                                                                                       Autora: ANA VIVANI
Me gusta este lugar, es como un hueco donde me escondo para escapar al ruido de esta ciudad tan loca. Me quedo horas mirando la puerta, siempre sentado en la misma mesa del bar; nadie sabe que la espero.
Todos los días llego temprano; recorro la vereda, veo cómo abren la reja y, poco a poco, cada lugar va encendiendo la vida. Entro a la Galería, todavía los negocios no atienden, subo los tres escalones y camino hacia el fondo. Me gusta ver las vidrieras y contarle a ella sobre las novedades que descubrí. Arriba hay más locales; por la baranda de madera se asoman malvones y enredaderas. Nunca subo hasta allí. ¿Para qué? Con lo que hay abajo me basta. Además, está mi bar; ahí la espero.
Ella siempre aparece con un disfraz, le gusta jugar y, eso me da mucha ternura. Primero espía por la ventana y después entra, sigilosa, mirando hacia todos lados. Da unas vueltas alrededor de las mesas, me sonríe. Nunca se queda.
Hace tres días llegó vestida de florista; traía la cesta repleta de jazmines y un moño enorme sosteniéndole el pelo. El perfume huía por entre los mimbres y se derramaba por todas partes. Me pareció ver en su tobillo una guirnalda de flores. La piel, de color aceituna, asomaba por el escote y debajo de la falda, llena de volados. Parecía una mariposa en primavera.
Me gusta mucho este bar. Cuando bajo los ojos hasta el suelo me pongo a jugar al ajedrez. Coloco las figuras, una a una, sobre las baldosas. Los cuadrados son amarillos y negros (muy raros) pero están perfectamente distribuidos. Cuando, en algún movimiento, choco con la pata de una mesa me las ingenio para esquivarla. Siempre quiero ganar pero, sin la dama, no puedo hacerle un jaque mate al rey (perverso y traicionero). Otras veces me quedo mirando a la gente que va y viene acarreando cajas.
Mi bar está en la calle Balcarce, en el 1053, (entre Humberto Primo y la Avenida San Juan). Está adentro de la Galería del Viejo Hotel. Es muy bonita la Galería y tiene historia. Desde el lado derecho del primer piso se ven las torres de la Iglesia San Pedro González, que está a la vuelta nomás; una, es negra y descuidada y la otra, blanca y resplandeciente.
Mi padre me contó que en esta Galería hubo un hotel,  lo hicieron para los inmigrantes que llegaban en barco, huyendo de la guerra; mi abuelo vivió allí. Conventillo* le decían.
Ahora, de día, hay mucho alboroto en esta calle Balcarce pero, de noche andan los fantasmas recorriéndola. Mi abuelo me dijo, cuando yo era muy chico, que a él le gustaba andar a oscuras, buscando las historias escondidas. La calle se llamaba entonces Camino de la Ronda, porque la policía hacía la “ronda” todas las noches.
Me narró la historia de una chica (nativa) que se convirtió en árbol y también que, a la vuelta, donde está la plaza Dorrego, solía escuchar al poeta enamorado. Otras veces se iba hasta La Antigua Tasca de Cuchilleros, ahí nomás, cerquita de la Plaza Dorrego. El nombre ya da miedo.  Ahora hay un lugar para comer pero, cuando mi abuelo vivía aquí, en esa casa, (la más vieja de todo San Telmo), por el año treinta, vivió un sargento que quería casar a su hija Margarita con el jefe de los Mazorqueros (1) de Rosas (2), un tal Cuitiño. Ella se escapó con un payador* y eso, más tarde le costó la vida. Esa vivienda vio pasar la historia argentina; la hicieron antes de las Invasiones Inglesas (3), de la Revolución de Mayo (4) y de la Declaración de la Independencia (5).
Ayer estaba preciosa, aunque siempre lo está para mí. Creí que no vendría. Llevaba un traje color malva (de fiesta) muy  escotado, con voladitos graciosos en las mangas y en el ruedo. Cartera negra de charol y zapatos haciendo juego. Un  aro largo y plateado le colgaba de una oreja; en la otra no llevaba nada.
Es ¡tan joven y hermosa! Los dos somos jóvenes. Tenemos mucho tiempo para compartir, pasear por San Telmo y ¡por todo Buenos Aires!  A veces  viajo al futuro y la llevo colgada de mi  brazo por El Rosedal*. Le compro palomitas de maíz, parece una niña mientras las devora. Hay días en que caminamos de la mano por La Costanera Sur* y nos quedamos en algún puesto, hasta bien tarde, comiendo panchos y bebiendo cerveza. Los días en que nos sentimos más aventureros trepamos al Obelisco por una escalera de caracol o nos bañamos en el río.
Creo que hoy me miró con más atención, aproveché para guiñarle un ojo. Enseguida desapareció, como siempre, casi sin que me dé cuenta. Mañana la voy a invitar con un café.
Es viernes y hace frío. Llueve pero no me importa. El chico de la mesa de enfrente tiene los anteojos empañados. Me da risa, le diría que se los limpie pero tal vez no le cae bien. Los míos también están cubiertos por un vual húmedo. Me los saco y los repaso con un pañuelo.
Hoy la vi en la calle.  Me quedé parado, contemplándola, ella se hizo la distraída. Ya se los dije: le gusta jugar. Pero me miraba, creyó que no me daba cuenta de que me estaba observando, con esos ojos azules tan grandes que me los confundo con el cielo. Me pareció un poco melancólica, raro en ella.
¡Qué boca tiene! Los muchachos de la barra se engolosinan hablando de cómo será un beso de esos labios. Yo los escucho y no digo nada.
Cuando me vio quiso sonreírme. Digo así porque, la sonrisa no floreció; habrá sido para no quebrar el maquillaje con el movimiento. Ahora, estoy esperando que llegue.
Ya es mediodía (creo). Todavía llueve. Nadie sabe que la espero. Me parece que fue un día como éste cuando se soltó de mi brazo y no la tuve más. Hasta que la encontré en este bar.
Recuerdo que llevaba el vestido celeste y un sobrero de paja. Buenos Aires hervía. Paseábamos por Paseo Colón; quería llegar hasta el Pasaje San Lorenzo, (en Balcarce y Defensa) y comprar otro sombrero. Después íbamos a visitar la casa Mínima, la más angosta de Buenos Aires, que está en el mismo Pasaje.
La calle Balcarce parecía una feria; había tanta gente. Yo me había puesto anteojos oscuros. Ella me colgó un ramillete de colores en la solapa. Los gorriones se revolcaban, piando desenfrenados. A esa hora la luz cae sobre los adoquines y es por eso que se ven más oscuros.
De pronto todo quedó silencioso, como si la gente se hubiese paralizado. El cielo se llenó de humo y fuego. El ronquido de los aviones, que giraban una y otra vez, nos aturdió. Todos huían a refugiarse en los zaguanes de alguna casa. El fuego que caía de los aviones no era para nosotros pero, el estruendo de las bombas, no nos dejaba pensar. Yo también quise correr, arrastrarla conmigo. En eso, un niño lloró desconsolado, en medio del caos; estaba solo. 
Ella se desprendió de mi brazo y corrió. Vi cómo se enganchaba el taco del zapato en los rieles del tranvía; cayó sobre el niño y lo cubrió con su cuerpo.  Ruido (en el cielo y alrededor), más gritos,  llanto. La vereda caliente y, en el medio de la calle, celeste y rojo por todas partes.
Era el 16 de junio de 1955. El bombardeo continuaba sobre Plaza de Mayo. La Revolución Libertadora había estallado. Perón tuvo que huir (6).
Cerré los ojos. Cuando los abrí ya no estaba conmigo. Miré hacia el fondo de la calle y la vi; corría como una gacela. Se detuvo un instante, me levantó la mano. Reía a carcajadas. Del vestido se desprendían estelas celestes que caían y rodaban sobre los adoquines. Respondí al saludo, giré y anduve en dirección opuesta. Ya volverá, me dije, y se tomará de mi brazo, y caminaremos riendo, despreocupados, con un helado en la mano, o un chupetín. Le gusta jugar.
-Ya es la hora, don – la voz del mozo me sobresalta.
-¿La hora de qué? – le pregunto.
- La hora de cerrar. Tiene que regresar –insiste.
- Pero…hoy no vino. Tengo que esperarla. Seguro que está escondida en alguna vidriera, con un pañuelo en la cabeza. Yo quiero que lleve el pelo suelto pero, a ella ¡le gusta jugar!
- No se preocupe abuelo.  Mañana va a llegar y se sentará con usted a beber algo.
- ¿Verdad que sí? Una limonada, le encanta –me entusiasmé.
-Una limonada con mucho hielo. Ahora nos vamos. Lo acompaño –me dijo el chico y quiso tomarse de mi brazo.
- No te molestes;  yo puedo.  No necesito compañía –me reí.
- Tiene razón –respondió -Es que a mí me encanta estar con usted. ¿Me acompaña?
- Siendo así…
El mozo, acostumbrado a la escena cotidiana, lo toma del brazo, le alcanza el bastón, cierra la puerta y salen por Balcarce hacia Independencia. Caminan varias cuadras, doblan, se topan con el edificio. Tiene un cartel, plantado en la vereda, con el nombre “Sol de Otoño”.
El joven lo lee, (todos los días lo hace) “Casa de descanso. Asistencia psicoterapéutica las 24 horas”. Toca la puerta, da una palmada en el hombro del viejo y se despide.
- Hasta mañana, mi amigo. No se olvide que lo esperamos en el bar.
- Tranquillo. Allí estaré.

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