La ensayista continúa analizando las novedades editoriales de la literatura argentina contemporánea. Esta vez lee la última novela de Sergio Chejfec (Buenos Aires, 1956), autor de “Los incompletos” y “Los planetas”. “Chejfec escribe en la zona más tenue de la ficción. Trabaja con muy pocos elementos tradicionales, que no utiliza a la manera tradicional”, sostiene Sarlo.
Obstinarse es afirmar lo irreductible de la literatura, lo que resiste y sobrevive a los discursos tipificados que la rodean: las filosofías, las psicologías, las ciencias”, escribió Barthes. Podría ser un epígrafe de La experiencia dramática, última novela de Sergio Chejfec. Cuando una novela prescinde de casi todo, queda lo que Barthes llama “la literatura”: los restos triunfales o fúnebres de una experiencia desnuda, tan inasibles que uno se pregunta: ¿cómo hizo alguien para aferrar este material huidizo?Como Glosa, la novela de Chejfec transcurre mientras dos personajes, Rose y Félix, caminan por las calles de una ciudad que no se nombra, pero que tiene, como Nueva York, una avenida muy ancha que la divide en dos: y tiene, como Buenos Aires y muchas otras, un río cuya luz se adivina, y una arquitectura variada, compuesta de muchos estilos y que ha cumplido muchas y pretéritas funciones. Despejemos rápidamente un “factor biográfico”. En un reportaje, Chejfec cuenta que, una vez por semana, suele encontrarse con una norteamericana, para practicar cada uno la lengua que no conoce bien, en la ciudad de Estados Unidos donde él vive hace años. Este dato biográfico no hace mella en la obstinada irreductibilidad de La experiencia dramática. No pesa, no permite la pregunta indiscreta, no la ubica en el mapa de la literatura neo-confesional.
Lo que tiene un peso decisivo, que se reconoce de inmediato, es una forma del razonamiento, que el narrador atribuye a su personaje y que, sin remordimientos, reconozco como un autorretrato intelectual de Sergio Chejfec: “…durante mucho tiempo no supo si sus disquisiciones, como a veces las llama, eran en serio o en broma… Félix mostraba una especie de elegancia o cortesía para retroceder de inmediato si algún argumento o alusión podía resultar demasiado chocante por su misma ambivalencia”. Lo extraño de esta novela es que todo el tiempo se reconoce a su autor y, a la vez, no muestra nada, ninguna subjetividad, ninguna psicología, excepto la de esa forma inasible de argumentar.
Chejfec escribe en la zona más tenue de la ficción. Trabaja con muy pocos elementos tradicionales, que no utiliza a la manera tradicional. Por un lado, está la ciudad imaginaria que construye. Un modelo de ciudad hecho de pedazos que funcionan como en las ciudades ideales de los cuadros del Renacimiento: plazas, avenidas, calles angostas, cursos de agua, sombras, luces, edificios, remates, frisos y columnas, vistos con una precisión plástica que no responden a la percepción real sino, precisamente, a algo que puede ser examinado en un libro de imágenes. Es una ciudad “compuesta”, en la que cada cual podrá reconocer lo que quiera, pero todo reconocimiento se vuelve dudoso, porque, a renglón seguido, el fragmento contiguo sugiere otro reconocimiento, que siempre tiene un grado alto de incertidumbre.
La novela no es “urbana” en un sentido realista, sino en un sentido escenográfico. La ciudad es la escenografía de la caminata de los personajes pero, a diferencia de la calle que se recorre en Glosa, no hay deliberada continuidad espacial. Es una ciudad “ideal” armada con fragmentos de ciudades. Chejfec no representa un todo urbano exterior a la novela. Al contrario, hace mover la novela en un todo que es interior, que pertenece enteramente a ella, como si el escenario fuera imaginado, aunque algunos espacios permiten descubrir que no es una completa invención. Es un análogo de varias ciudades, cuya reglas combinatorias son internas y no imitan una geografía.
Se trata de una ciudad casi enteramente vacía. Al principio, cuando Rose y Felix conversan en la vereda de un bar, ese espacio da la impresión de estar densamente poblado por otras gentes. Luego, cuando empiezan su acostumbrada caminata, sólo una figura, percibida en el piso alto de una torre, a través de los cristales de una ventana, sólo esa figura distorsionada tiene una presencia para los dos paseantes. Después, circulan los autos y no las gentes, hasta que, en el tramo final, el de los edificios fabriles en desuso, la escena se vacía por entero y se vuelve melancólica y amenazante. Chejfec rehuye el “color” de ciudad que le dan las personas, fuente inagotable de costumbres, peculiaridades lingüísticas y modismos. Esto, por supuesto, es deliberado.
Hay ciudad y dos personajes en ella. Rose ha nacido ahí. Felix es un extranjero. Rose la conoce en su superficie, sin abstracción ni operaciones intelectuales. Félix, que siempre se ha guiado por mapas, la aprende en los de Google, desde arriba, del modo hiperdetallado, pero finalmente sintético, de una visión que no es humana. Rose avanza con la sensación de que alguien, una cámara, un espectador, la está mirando. Félix supone que, en caso de ser mirado, la visión es vertical y de arriba hacia abajo.
Rose es actriz. Del ejercicio propuesto por su profesor de actuación viene el título de la novela: todos los asistentes a ese grupo teatral deberán poner en escena su experiencia más dramática. En una ficción que atenúa toda intensidad emocional, este ejercicio es, en sí mismo, una “experiencia”. Hacia el final, Rose sugiere cuál podría haber sido la suya: una posibilidad, una circunstancia, una oportunidad que ella dejó pasar, o no tomó, o rechazó deliberadamente, provocando, no sabemos si sabiéndolo o no, que ese rechazo fuera definitivo. Antes de ese complejo tejido de alusiones aparece la palabra “hijos”. Eso es todo.
Otras experiencias dramáticas han sido relatadas antes, con punzante melancolía: la del marido de Rose, la enfermedad y muerte de su hermano. Ni Rose ni Félix pueden decidir si la “experiencia dramática” es un recuerdo que se ha convertido en eso: el momento más grave de una vida; o si fue realmente vivida como tal, cuando estaba sucediendo. Tampoco puede decidir Félix si la experiencia dramática es una constelación de hechos, tres o cuatro que se encadenan, o uno sólo, agudo y definitivo. La experiencia y su dramatismo son singularmente opacos. Valen los detalles, las pequeñas confusiones, las hipótesis.
En ningún momento, la novela dramatiza la experiencia. El tono es melancólico, no punzante, como si el narrador se obstinara en no presentar un dolor o una herida con agudeza. Más bien, la “experiencia” es una materia algodonosa, no remota, ya que es posible volver a ella y recordarla, pero sí puesta en la distancia justa. Y la distancia justa tiene su melancolía, porque permite ver lo que se ha perdido, el hueco de la muerte, el vacío de una posibilidad que no se eligió.
Barthes decía, en la cita del comienzo, que la literatura se obstina (o debería obstinarse) en resistir la tipificación del sentido común y de las hablas sociales. Debería ser, entonces, algo de lo que ha buscado Chejfec, en esta novela, de manera extrema. La “experiencia dramática” es lo que no entra en esos sistemas de la doxa o de la ideología. Se ha discutido mucho sobre experiencia y literatura. A su modo (es decir: en modo ficcional), esta novela de Chejfec es una posición en ese debate. Original y asordinada.
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