Un cuento
callejero
Autor
Hugo Vásquez Caez (Colombia)
Un mal día, de esos en que la aurora no despierta con sus
bellos colores y el sol se asoma en el horizonte como regañado, presagiando un
drama para alguien, el hijo menor de esta familia - llamado Carlos - tuvo un
grave accidente y poco tiempo después murió.
Este drama hizo que Manuel, el hijo mayor, palpando la
tragedia que los rodeaba resolviera viajar a otra ciudad para buscar un buen
trabajo y lo logró. Se fue a Bucaramanga, una próspera urbe al noreste de
Colombia y abrió un negocio de productos
naturales donde involucró a toda la familia, su hermano Diego José le enviaba
las plantas que su papá Armando y su
madre Eloisa cultivaban con cariño para que Manuel las usara con confianza en
su trabajo.
Los años pasaron y
un día Manuel resolvió visitar a sus
familiares. El negocio marchaba muy bien
y lo iba a dejar en manos de
colaboradores honestos, de manera que hacia este viaje sin preocupación.
El recorrido era bastante preocupante por la distancia,
las carreteras en muy mal estado y los vehículos muy vencidos por el tiempo. De
Bucaramanga se dirigió a Calamar un puerto a orillas del río Magdalena, hasta
aquí llegó por vía terrestre, para continuar su viaje se embarcó en una canoa
con motor fuera de borda y antes de llegar a Magangué frente a un pueblo
llamado Tacaloa, el motor de la débil embarcación se dañó; el dueño de la
canoa, le dijo que el daño era muy grande y no tenía los elementos apropiados
para repararlo, recomendándole que en el pueblo buscara la forma que lo
ayudaran para llegar a su destino.
En el puerto de Tacaloa había un señor de nombre, Arcadio Díaz, a quien le contó su drama y éste
le dijo que no se preocupara, por que su
negocio era ir a Magangué con frecuencia para comprar en el mercado y abastecer
las tiendas de su patria chica y que ya
tenía los animales listos para salir.
El viaje de Tacaloa a Magangué fue ameno, el guía era muy atento, Manuel venía
pendiente del tabaco que se estaba fumando Arcadio, ya que cuando se
montó al burro que lo iba a trasportar, le preguntó que tiempo demorarían en el trayecto y este le contestó: ¡Un tabaco! ¿Cómo así señor
Díaz? Arcadio buscó en la mochila donde tenía sus cosas personales, sacó un
tabaco y le dijo: Observe bien, lo prendo ahora y cuando se esté terminando es
porque estamos entrando a la ciudad. Esta sentencia se cumplió con exactitud.
Manuel se sorprendió al ver los adelantos urbanísticos de
su querida tierra, muchos y bonitos edificios, las calles pavimentadas, un
activo tráfico pero ordenado porque
respetaban las señalizaciones, lo que no se había modificado nada era la
temperatura ambiental y recordaba que
sus padres le decían que había épocas de tanto calor, que si tiraban un huevo al piso se
fritaba.
Al llegar a la casa paterna, fue como él lo presentía:
una gran sorpresa y una indescriptible alegría. En familia hablaron de todo
hasta altas horas de la madrugada. Al día siguiente Manuel les informó que
iba a sacar los restos de Carlos para
ponerlos en un osario.
Comenta Manuel que al llegar al cementerio se le presentaron dos señores
ofreciéndole sus servicios. Les dijo:
necesito sacar los restos de mi hermano que reposan en esta tumba para
llevarlos a un osario en la
Iglesia. ¿Cuánto vale ese trabajo?, el más avispado le
dijo doscientos mil pesos, está bien, contestó Manuel. Les entregó todo el
dinero y les comunicó, que estaría en el
“Siglo XX” un bar a 20 metros de distancia
del cementerio y que le avisaran cuando
terminaran.
Los sepultureros
abrieron la tumba y se sorprendieron
porque estaba vacía, el más serio de los
dos dijo, voy avisarle al señor Manuel y a devolverle su dinero.
¡Cómo se te ocurre semejante tontería!, le dijo su
compañero. Tu sabes que en este cementerio hay mucho hueso sin enterrar y yo
soy un experto en formar un esqueleto, así que vamos a buscar los huesos y
cuando tengamos listo y bien armado el esqueleto le avisamos, esa plata que nos
dio no la devolveremos.
Buscaron la
carabela, los huesos de la cara, la columna vertebral, las costillas, los
omóplatos, el esternón, las clavículas, los cúbitos, los radios, los huesos de
la mano, los de la cadera, los fémures, las tibias, los peronés y los huesos de
los pies. Armaron el esqueleto con una
técnica que parecía obra de un anatomista. Le avisaron a Manuel y cuando vio el esqueleto comenzó a dar gritos de
felicidad y decía: ¡Esto no puede ser! esto es un ¡MILAGRO! ¡MILAGRO! ¡MILAGRO!
Los sepultureros
asustados por tanta expresión de felicidad le preguntaron: ¿qué le pasa señor? Y Manuel les
contestó, mi hermano Carlos hace muchos años tuvo un accidente y le amputaron
la pierna derecha y ahora el esqueleto está completito, esto es un verdadero
¡MILAGRO! ¡MILAGRO! ¡MILAGRO!
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