Graciela escribe este
cuento a raíz de la visita al Museo Julio de Vedia de 9 de Julio (Prov de Bs
As), donde se pueden apreciar varios vestidos de novias;uno de ellos negro. Datan de 1800.
Estefanía
enjuagó su larga cabellera. Enroscó una toalla en su cabeza. Secó las gotas de
agua de la porcelana del lavatorio y se miró al espejo. Dentro de un rato sería
una bella novia vestida de negro. Así lo dictaban los últimos figurines
llegados de Paris. Y su piel tan blanca…con un blanco en base a sacrificios. Ni
hablar de exponerse al sol. Para eso estaban las sombrillas. Nada más elegante
que una piel de nácar.
Se calzó las
chinelas con borde de plumas. Y se ciñó en la robe de chambre de satén rosado. Buscó el vaporizador y se perfumó.
Una lluviecita de violetas la roció. Sólo un poco, no quería empalagar.
Faltaban
tres horas para la ceremonia, por eso decidió descansar algo antes. Quería
lucir impecable. Temía que los nervios la traicionaran. Había tomado la
decisión y aún no tenía confianza de si había sido la acertada. La vida le
demostraba lo difícil que era elegir. Pero, ya estaba, ya había decidido.
Cuando
escuchó los golpes en la puerta, la que daba al huerto, su corazón dio un
vuelco. Se levantó de un salto y, casi sin aire, murmuró : ¡Victorino!
Como un
soplo de verano entró Victorino. Envolvió a Estefanía en sus brazos de sauce.
Bebieron sus besos de sandías jugosas. Y como en las parvas de heno: se amaron
sobre el Tu y Yo hasta que el
carrillón anunció las nueve.
Estefanía lo
vio partir. Victorino se perdió entre los frutales, tras el aljibe. Ella fue
hasta la fonola, le dio cuerda y eligió un disco. La ópera le pareció acorde a
su estado de ánimo: mezcla de delicia y desasosiego. Ella ya había elegido.
A las nueve
y veinte tocó la campanita y llamó a la mucama. Ésta le ayudó a calzarse las
enaguas y, finalmente, el vestido negro. Contuvo la respiración para que
pudiera prenderle los infinitos botones. Ella sola no podía. La empleada le
calzó los zapatitos que especialmente le habían confeccionado en la capital. Las
rueditas en los tacos le permitirían realizar los giros y contragiros que
exigía el vals. Era su baile preferido.
Cuando quedó
de nuevo sola, comenzaron las campanadas de las diez. Se miró por última vez en
el espejo. Subió más el cuello del vestido para tapar el último beso de
Victorino. Y salió.
Al llegar al
pie de la escalinata pensó en retroceder, pero su padre la estaba esperando y
ella ya había elegido. Entraron del brazo. Con paso lento caminaron entre la
gente que les iba abriendo camino. Allá en el fondo, entre los nogales, estaba
el altar bajo el gazebo. Hacia la derecha, su novio: Luis María. A la
izquierda, el hermano del novio: Victorino. Ambos la miraban caminar hacia
ellos: tan bella, tan blanca. Ébano y nácar.
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