El último libro de Abraham, La lechuza y el caracol, se subtitula “contrarrelato político”, aludiendo sin duda al remanido y bien apoltronado relato kirchnerista de estos últimos ocho años, ese relato que el kirchnerismo nos “regala” bajo la forma de “cartas, periódicos gratis o baratos, programas de difamación televisiva, agrupaciones de cortesanos radiales, etcétera”. Un relato sin fisuras y autoritario, tanto que “si en nuestro país existen aún libertades, se lo debemos a la propia dinámica de la sociedad civil. A la acción de la prensa, de las asociaciones civiles, a la calle y, además, a la ley y la Constitución, cuya letra por ahora no puede ser borrada aunque sí modificada para anularla”.
Abraham polemiza y se duele de estar probablemente contagiado de fanatismo (porque el fanatismo es contagioso, de ahí uno de sus tantos peligros), y de que la Argentina vuelva a caer en un mal ya conocido: “reactivamos una enfermedad llamada sectarismo que nos es tradicional”, y agrega: “Ser kirchnerista o ser antikirchnerista es el nuevo emblema del embrutecimiento que se nos impone”.
El problema es, desde luego, moral. Los jóvenes K “quieren portarse mal. Muchos se preguntan cuál es la razón por la que le hacen el aguante a un veterano como Boudou que se tapa la panza con la guitarra. Lo hacen porque sí, así nomás, porque ‘está bueno’ que un ex ministro de Economía, ahora vicepresidente, la pase bomba, ande en una moto veinte cilindros con pelirroja sujetada, y que haga rabiar a toda esa cohorte de vejetes aburridos que los amonesta por televisión. Nadie tiene ganas de respetar a los abogadillos, profesionales de la nada que hablan de política como hace un siglo, que usan palabras vacías y grises, que se enojan porque se roba, porque se miente, como curas de parroquia”.
Reunidos en distintos capítulos (“Intelectuales”, “Batallas culturales”, “El enemigo”, “Sistema 70”...), Abraham reúne y ordena en este libro fragmentos de textos publicados en distintos medios y cuyo eje es tratar sobre este “nuevo relato que se nos quiere imponer, que, como todo experimento discursivo de esta especie, se pretende fundacional”.
Lúcidamente, Abraham individualiza en el centralismo uno de los mayores males argentinos: “El centralismo autoritario sin duda que es un problema que sostiene la política en la extorsión. Con ella gobernó Rosas y no lo hizo mal, ya que acabó con la anarquía. El rosismo no se resume en el degüello y la persecución. Como el kirchnerismo tampoco se reduce a la malversación de fondos. El primero nacía como fenómeno político luego de la guerra civil iniciada en 1820; el último surge después de la debacle institucional de 2001”. Lástima que la víctima es siempre el país. Es decir, nosotros, los trabajadores, los ciudadanos que para pagar los suculentos impuestos no tenemos tiempo ni estómago para acompañar, vitorear, apretar, enceguecerse, cortar rutas. Al hablar de los dos peronismos, Abraham recuerda a la masacre de Ezeiza y a la Triple A, los Montoneros y la dirigencia sindical. “Hoy se avecina un nuevo conflicto que repite esta dualidad cuyas consecuencias no conocemos. Cada vez que el peronismo en el poder se divide, los efectos son nefastos, pero siempre lo hace. En lugar de multiplicarse como en los procesos naturales de cariocinesis, implosiona y demuele todo lo que está en sus cercanías, es decir, al país”. La víctima es siempre el país. Publicó Sudamericana.
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