jueves, 31 de mayo de 2012

" RINCÓN "

Autor  Hector Manuel Quiroga . 9 de Julio (Prov de Bs As)

Me dejaste en un rincón,
Sospecho que, mejor dicho,
Estoy en tu callejón sin salida,
En la soledad más silenciosa,
En el  rincón de la basura mas desagradable,
en tu vuelta de página más feliz,
y que yo  siento mas horrible.
por ser parte de esta alegría tuya. 

Te quiero eternamente y sin fracturas,
Y realmente te confeso que me importa poco
Lo que sientas,lo egoísta que soy o lo perdedor que me siento. 

Me dejastes en un rincón,
Sospecho que, mejor dicho,
Estoy en tu callejón sin salida,

En la soledad más silenciosa,
En el  rincón de la basura mas desagradable,
en tu vuelta de pagina mas feliz,
y que siento mas horrible.
Por ser cómplice  de esta alegría tuya. 

El viaje termino
En una raíz que me envolvió con su sombra
En un abrazo profundo,
En ese profundo silencio compartido.

Es más, sin rodeos,
Estoy completamente seguro
Que Me dejastes en un rincón,
Y yo soy  feliz por esto. 

Te quiero eternamente y sin fracturas,
Y realmente te confeso que me importa muy poco
Lo que sientas, lo egoísta que me creas  o lo perdedor que me siento
Porque soy, a pesar de todo, EL REY de un rincón de tu alma

Hector Manuel Quiroga, nació en Dudignac partido de 9  de Julio curso estudios primarios y secundarios  en esa localidad.  Profesor en docencia superior egresado de la UTN,  ABOGADO egresado de la UNLP, es abogado del SLPPD y de la DIRECCIÓN DE DISCAPACIDAD DE LA MUNICIPALIDAD D3 NUEVE DE JULIO,  SECRETARIO DEL CONSEJO MUNICIPAL PARA LAS PERSONAS CON DISCAPACIDAD DE NUEVE DE JULIO. PUBLICO EN 2007 EN LA ANTOLOGÍA DE LA  EDITORIAL LOS CUATRO VIENTOS. ES ESPOSO de MIRNA Y PADRE DE MORA DE 5 AÑOS
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" EL VERANO SIN HOMBRES "

Autora SIRI HUSTVEDT
Editorial  ANAGRAMA

Cuando Boris Izcovich dijo la palabra «pausa», Mia Fredricksen, de 55 años, que llevaba casada treinta con Boris, enloqueció. Porque lo que deseaba su marido era una pausa en su matrimonio, después de treinta años sin adulterios de ninguna de las partes –aunque parezca increíble–, una hija encantadora que iniciaba su carrera de actriz y una relación entre ellos que había ido evolucionando desde el ardor guerrero de los primeros tiempos a la simbiosis casi telepática de los últimos. Hay que decir que la «pausa» de Boris es francesa, compañera de trabajo en el laboratorio –ambos son neurocientíficos–, joven y con buenas tetas. Pero la locura de Mia no fue más que una breve psicosis reactiva y a la semana y media la dejaron marchar de la clínica donde había sido internada. Estos son los prolegómenos del verano en que Mia regresa a Bonden, la ciudad de su infancia, donde aún vive su madre en una residencia para ancianas activas e independientes. Será un verano rabioso en lo personal y reflexivo en lo intelectual, porque Mia es poeta, con varios libros publicados. Alquila una casa, se relaciona con sus vecinos, una joven recién casada con dos niños y un marido que despierta en Mia sospechas de maltrato; y visita cada día a su madre, de más de ochenta años, y a su grupo de amigas, «los Cisnes», que son cinco –la mayor ya ha pasado los cien años y morirá en el curso del verano– y se mantienen activas, vivas e imbatibles. Recupera los recuerdos de su infancia y descubre algunos secretos de la femineidad de otras generaciones, como los tapices que borda en secreto una de los Cisnes, que esconden en bolsillos y pliegues ocultos escenas eróticas, blasfemas o acres burlas al mundo. Mia también dirige un taller de poesía con un grupo de estudiantes en el instituto de Bonden. Con la producción literaria de las adolescentes, la eclosión de su femineidad y sus crueles conspiraciones, las historias y las vidas de los viejos Cisnes y los incidentes del joven matrimonio, más su propia vida, Mia urde esta veloz y brillante comedia feminista de inesperado final... «Una irónica y brillante meditación sobre la identidad femenina, escrita en una prosa lírica, seductora» (Lucy Scholes, The Sunday Times).

Siri Hustvedt es una novelista, ensayista y poeta. Nace el 19 de febrero de 1955 en Northfield, Minnesota, Estados Unidos de América, de padres noruegos.
Realizó sus estudios de licenciatura en St. Olaf College (Historia) y su doctorado en la Universidad de Columbia (Inglés). Su tesis doctoral es acerca de la obra de Charles Dickens y se titula "Figures of Dust. A Reading of 'Our Mutual Friend'".
Hustvedt se ha destacado principalmente como novelista pero también ha publicado un libro de poesía, al igual que cuentos y ensayos interdisciplinarios en The Art of the Essay 1999, Best American Short Stories 1990 y 1991, The Paris Review, The Yale Review y la revista Modern Painters, entre otros.
Vive en Brooklyn, Nueva York, con su marido el también novelista Paul Auster y la hija que tienen en común.
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miércoles, 30 de mayo de 2012

RECONOCIMIENTO A UNA DOCENTE DE DEPORTEA

El cuento Río Unión, de Adriana Romano, fue publicado en Hispamérica, una de las revistas literarias de más prestigio en el mundo, que se edita en Maryland.

Río Unión

Por Adriana Romano*

Entró en la cocina con el mapa en la mano. Lo desplegó sobre la mesa.
-Acá. Vamos a ir acá –dijo y puso un dedo, la uña comida más allá del borde, sobre un nombre al sur de la cordillera de los Andes.
Río Unión, el más corto del mundo –dijo-. ¿Qué te parece?
Y continuó:
-…y después por la 40 hasta Bajo Caracoles.
El dedo se deslizó unos milímetros sobre el mapa. Levantó los ojos y la enfrentó.
-¿Te gusta? No te lo esperabas, ¿eh?
-¿Querés cenar? –dijo ella.
-No me contestaste…
-Sí, está bueno. Es bien al sur…Y ¿cuándo salimos?
-Más o menos –dijo él.
-Pero, dame una fecha. Quiero saber…
-Más o menos, te dije. Yo de esto sé. Vos dejáme a mí.
- ¿Querés cenar?
-¿Qué hay?
- Milanesas a la suiza.
Y se puso a pelar papas y a encender el horno y a cortar queso.
-Quiero cenar a las diez. Y después qué te parece si… -dijo él-.
Y se arrimó a ella por atrás y la empujó contra la mesada y le levantó la pollera. La palmeó y se fue con el mapa hacia el sillón del living a “pensar el viaje”. Lo escuchó tirarse sobre el sillón y ella se imaginó a una ballena fuera del agua y se preguntó por qué tendría que ser siempre así. Saber que primero cenar, después lavar los platos, después ir al dormitorio y escuchar cómo él se daba un “bañito de inmersión” para concentrarse y luego verlo aparecer desnudo y húmedo, preparado, y a apurarse, a ayudarlo … y luego “dale vos, así yo después voy” y ella a fingir que disfrutaba y después él encima de ella para que pudiera por fin y el dolor entre las piernas, insoportable, y nunca salirse del libreto y oírlo gemir mientras ella fijaba los ojos en un punto del techo o en los frunces donde se amontonaba la cortina y luego preguntarle si le había ido bien, si había sido bueno y oír su contestación en porcentajes:
- …de cero a diez, cinco.
Y enseguida a lavarse.
- Porque no vas a dormir así, sucia.
Y que duermas bien, hasta mañana y darse vuelta y dormir. Saber todo eso desde ahora cuando estaba recién pelando las papas y encendiendo el horno. Saber todo eso y no saber cuándo saldrían para el sur, como si eso le diera poder sobre ella. Su poder consistía en hacerle entender a ella que él estaba al tanto de ciertas cosas que ella no debería conocer hasta que llegara el momento, y todo porque él necesitaba darle la sorpresa. No le interesaban las sorpresas, pensó. Le gustaba saber, planificar juntos. Porque las sorpresas le hacían pensar que entre él y ella no había equipo y ella quería equipo con él y no era posible.
Sin embargo no podía quejarse. No puedo quejarme, murmuró, y cortó en cuatro una papa pelada. Cómo podría quejarse, ser tan injusta, de qué se quejaría si él era tan bueno que vivía pensando sorpresas para darle.
-Salimos el jueves a las cinco de la mañana.
Ella estaba en el dormitorio, de espaldas a él, doblando ropa.
-¡Qué compañeros que somos! – dijo él y la abrazó por atrás.
Eran compañeros. Él decía: “¡Somos tan compañeros…!” y decía: “Somos unos socios fenomenales”. También decía:”Yo me casé con vos porque sos un aborto de la naturaleza, si no, no me hubiera casado”. Y a sus amigos decía que les decía “Yo amo a mi mujer, soy feliz en mi matrimonio porque ella es diferente”. Odiaba a las mujeres. Ella no se explicaba por qué y si discutían y le daba ejemplos, él le soltaba que ella siempre sacaba la carpeta. Eso se lo dijo por primera vez un domingo a la tarde en un bar de la Avenida Callao. Habían discutido desde la mañana.
-La carpeta -dijo.
-¿De qué hablás?
-De la carpeta –repitió-. Cuando discutimos siempre sacás la carpeta de excepciones.
No supo qué responderle. Percibió que en su cabeza, desde hacía tiempo, había levantado un muro por el que no pasarían las protestas; no las que ella no se animaba a esbozar, no, sino las otras, las que le hacía la otra de sí misma que había quedado cercada por el muro. Del muro hacia adelante había un enorme sector espejo que repetía el discurso de él y hasta se lo apropiaba. Del muro para atrás ¿quién sabe? Seguramente la otra, la que hubiera contestado unas cuantas cosas. Cuando la otra lograba saltar el muro decía cosas horribles. Pero cuando la otra no lograba saltarlo, la mayoría de las veces, ella oía una especie de rumor en su cabeza como de inmigrantes encerrados.
-Salimos el jueves a las cinco. Podés, ¿no? – repitió -. ¿En qué estás pensando?
Ella se había soltado y seguía de espaldas a él; ahora doblaba una camisa. Levantó la cabeza y miró por la ventana. Frunció apenas los labios.
- ¿Tan temprano? – dijo.
- No te olvidés de plancharme el jean – ya estaba abriendo la puerta de calle. Enseguida oyó el golpe de la puerta contra el marco.
Eran compañeros y ahora irían de vacaciones al sur, a un lugar que según él le iba a encantar y ella se preguntaba por qué desde hacía unos meses había empezado a escribir con tanta ferocidad. Pero sus cuentos eran como su cabeza: del muro hacia adelante, hacia atrás del muro no iba nunca a buscar material.
Pensó que él se manejaba con slogans, cuatro o cinco, más o menos siempre los mismos. Verdades invariables. Y enseguida pensó que era injusto pensar eso de él.
-Suben y bajan, suben y bajan… -le cantaba él cuando ella cambiaba de opinión.
-Yo soy previsible –decía orgulloso.
Y ella, que en el fondo estaba levemente en desacuerdo, se callaba porque antes, antes de él hacía ya mucho tiempo, había celebrado la constante mutación de las cosas.
-Y así te fue –decía él.
Por suerte había llegado él a su vida para salvarla; porque él era una roca en el mar, como decía Ana Paula.
-Tu marido y el mío son rocas en el mar –estaba tomando el té en casa de Ana Paula y era Ana Paula la que hablaba.
-Te salvan de la tempestad – A Ana Paula le encantaban las hipérboles.
Ella la escuchaba pero no entendía. No es que no entendiera el concepto, no. No entendía quién era Ana Paula, no le cerraba semejante afirmación cuando ella la había visto fastidiada porque “La roca en el mar” regresaba desde Barcelona y se instalaba durante un mes o dos en casa a pensar y a hacer negocios. Tampoco entendía otras cosas que ella reducía a algo tan infantil como vanidad o no resignarse a envejecer. Dos días atrás habían salido a cenar juntas por Palermo Viejo con Julieta, y Ana Paula estaba nerviosa.
-¿Estoy bien? ¿Estoy bien? – le preguntó cinco veces -. ¿Cómo me queda la camisa? ¿Me favorece el color? ¿O no?
Y mientras se lo preguntaba miraba todo el tiempo hacia la puerta de entrada del local.
-¿Tengo cara de cansada? ¿Se me nota, no? –Ana Paula estaba espléndida, Ana Paula era espléndida. Ana Paula había sido espléndida.
-¿Y tu marido? –le preguntó ella para sacarla de esas preguntas estúpidas que la ponían loca.
-En Barcelona. Por suerte se fue.
Por suerte para Ana Paula, “La roca en el mar” se había marchado por un mes.
Se levantó para ir al toilette y mientras regresaba caminando entre las mesas vio que Ana Paula y Julieta cuchicheaban y se reían. Miraban disimulando mal hacia la puerta de entrada. En cuanto ella se sentó a la mesa dejaron de hacerlo. Se sintió afuera, del otro lado del muro. O mejor, adentro, de este lado. Y percibió, lejano, el rumor del mundo. Pensó que para Ana Paula y para Julieta representaba la encarnación de esas cuatro o cinco verdades inmutables que eran de él y en las que ella no creía.
-Sos una idealista – Julieta había tomado demasiado vino y ya no controlaba-. Siempre fuiste tan idealista… Como tan mística, ¿no?
Ana Paula reía a carcajadas y miraba otra vez hacia la puerta.
-Sí, sos muy idealista… -dijo.
Él no le decía que era idealista ni mística. Él le decía que era una soñadora y ella percibía, como ahora percibía en los adjetivos de sus amigas, que esas afirmaciones no la celebraban.

-Soñadora – le dijo él y le pellizcó el cachete-. ¡Despertate!
Ella estaba mirando hacia arriba, apoyada la espalda contra la pared de una estación de servicio en Los Altares. Seguía el vuelo de un pájaro.
Eran las siete de la mañana. Hacía dos días que viajaban. Se pasó la mano por la mejilla, le ardía. El pellizco le había hecho bajar los ojos y vio cómo él entraba en la Administración a pagar el combustible. Vio después, casi al instante, cómo salía y venía hacia ella sin mirarla porque estaba doblando perfectamente el dinero y se lo metía en el bolsillo del jean. Los billetes todos con la cara hacia arriba, así como había estado ella hacía un instante mirando el vuelo de un pájaro, pero los billetes no seguían ningún vuelo de pájaro; los billetes miraban todos hacia arriba unos sobre otros mirándose el envés, doblados luego para mirar – el último- la cara de él en el carnet de conducir, en la oscuridad secreta del bolsillo.
Pasó a su lado.
-Movete, dale, soñadora – dijo.
Subió al auto del lado del acompañante.
-Me dejás manejar a mí. Dale… –dijo ella.
-No. No me siento seguro – dijo él-. Ya sabés…
-¡Por favor!
-No, te dije. Yo descanso si manejo.
Y manejó casi cuatrocientos kilómetros de un tirón.
En una estación de servicio a la entrada de un pueblo paró para cargar combustible, tomarse “un cafecito” y fumar un cigarrillo.
-Encargate. Yo no doy más –dijo y bajó del auto.
Ella llenó el tanque, le puso aire a las gomas y limpió el parabrisas. Entró al bar; él ya había terminado el café. Fumaba.
-Pedite algo –dijo- Y apurate que se hace tarde.
-Me podrías haber pedido algo vos, ¿no?
-Vine manejando cuatro horas sin parar. No puedo estar en todo –expulsó el humo y se puso a revisar el mapa
Ella pidió un café con leche y un sándwich de jamón y queso. El café estaba hervido. Lo sopló varias veces.
Él se levantó y caminó hacia la salida.
-Apurate – le gritó él desde la puerta- Ya estoy listo.
Lo vio por el ventanal ir hacia el auto. Subió, encendió el motor y lo puso en posición con la trompa hacia la ruta.
Tocó bocina.
Y ella sin poder sorber. El café seguía caliente, le gustaba tibio.
Otro bocinazo.
Intentó beber. Se quemaba. Empujó la taza con rabia.
Se le volcó café encima.
-La puta…
Corrió hacia el auto con el sándwich en la mano. Abrió la puerta y se le cayó al suelo. Lo levantó igual, estaba lleno de arena.
-Me tenés repodrida –dijo mientras limpiaba el sándwich-. Al final el viaje es para vos…
-Desagradecida –dijo él y arrancó.
Siempre lo mismo, pensó ella. En un rato iban a llegar a destino y él no iba a dar más y ella no podría hablarle porque él había venido, durante horas, alerta a cada “ruidito” del motor, concentrado y controlando aunque el auto era fantástico y siempre –invierno o verano- con la ventanilla abierta “Porque puede ocurrir algo y yo tengo que solucionarlo”. Ella recordó otros viajes con su padre más plácidos, si pasaba algo pasaba, después de todo ¿qué podía pasar de extraordinario? ¿Quedarse sin combustible y hacer dedo, cambiar la correa del ventilador o una goma pinchada o dormir a la intemperie? Pero con él todo era tan serio. Siempre terminaba dándole la razón y cuando lo hacía se odiaba a sí misma y se decía: cómo me voy de acá.
-Es cuestión de prestar atención –decía él-. Alerta, siempre alerta –y chasqueaba los dedos. Y en cuanto decidía hacer noche, ella sabía que tenía que bajarse a buscar hotel -porque nunca reservaban antes- y a preguntar precios, revisar la habitación, los colchones y organizar todo lo que nunca le había gustado hacer porque le hubiera gustado manejar un trecho ella, otro trecho él y buscar alguna vez él el hotel y otras veces ella o reservarlo antes. Él era tan desconfiado y además, sabía siempre.
-Vos no preguntés y hacé lo que te digo. Yo sé y no puedo perder tiempo. Si digo por acá es por acá. Vos obedecé, después te explico.
Y ella obedecía.

-Te quiero – le dijo y se estiró desde su butaca hacia la de él. Hacía tres horas que habían dejado la estación de servicio. Le dio un beso en la mejilla y le acarició los brazos.
-Yo también, bebé – y siguió manejando, atento a la ruta.
Ella pensó que le había dicho “Te quiero” para recordárselo a sí misma y además pensó: “¿Y si le digo: Pará el auto acá y hagamos el amor al costado de esta ruta desierta?”. Pero no lo dijo. No lo deseaba. Ya no. La compensaban otras cosas. No sabía muy bien cuáles, tal vez la roca en el mar.
-¡Qué bien lo estamos pasando! –Dijo él y le acarició la cabeza -¿Qué te parece si me hacés un cafecito instantáneo?
- ¿Y si paramos?, quiero tocar el pasto y oler el viento…
- En una hora.
Se aburría. Abrió la novela que había traído.
-Bebé, si leés me dejás solo. Yo hago todo el trabajo…
-Pero…
-Te necesito atenta al camino. Si te aburrís, filmá.
Cerró el libro y lo tiró sobre el asiento de atrás.
Intentó concentrarse en el camino. El paisaje le fascinaba pero no entendía esta obsesión de hacer kilómetros sin bajarse a disfrutar, mirando todo a través del parabrisas o filmándolo para después verlo en casa, cosa que la ponía de mal humor porque entonces además de la barrera del parabrisas se interponía la lente y al final no sabía lo que estaba viendo.
Encendió la filmadora y filmó un rato, luego la apagó y la guardó en el bolso.
El silencio de él y el rumor del auto la adormecían. Se puso anteojos oscuros para disimular y se sentó derecha en el asiento. Se quedó dormida.
Sintió de repente una presencia cerca de su cara. Era la mano de él que se movía de arriba hacia abajo a la altura de los ojos. Quería comprobar si estaba dormida.
-Tramposa –dijo.
Se quitó los anteojos.
-Quiero bajar a hacer pis –mintió.
-¿No podés aguantar? Doscientos más y paramos.
-No. Me hago encima.
Él bajó la velocidad y se detuvo en la banquina.
Ella abrió la puerta del auto, puso los pies en tierra, pegó un salto y echó a correr hacia unos matorrales. Cuando se sintió lejos de su control respiró profundo, gritó dos veces como un búho y luego se agachó. Se desprendió el short y se lo bajó.
Escuchó un “Apurate” entrecortado por el viento y después un bocinazo. Agachada se entretuvo mirando cómo el pis dibujaba un surquito en la tierra.
-¡Qué manera de tardar! –dijo él cuando arrancaron. Habían pasado diez minutos.
Quiso ser amable y buscó un tema de conversación, más por culpa que por gusto, algo que lo convocara.
-¿Qué se sabe de la sede de Chivilcoy?
Sabía que ese tema era infalible. Y él empezó a hablar. Ella, ahora tranquila con su conciencia, se entretuvo con el paisaje solitario.
- ¿Me estás escuchando?
-¿Qué?
-¡Si me estás escuchando!
- Sí.
- A ver, ¿qué fue lo último que dije?
Se quedó callada unos instantes y rebobinó. Se había acostumbrado a dejar media cabeza atenta a lo que él decía y media que vagara a su antojo.
-Decías que habrá que poner orden. ¿Creés que se podrá?
En realidad no le interesaba nada y, además, no estaba de acuerdo. Pero no quería discutir porque cuando lo hacía, la otra, la que estaba del otro lado del muro, lo saltaba y se volvía implacable y era capaz de humillarlo con todos sus razonamientos y luego la que estaba de este lado, o sea ella misma, se sentía mal, odiaba su alianza con la otra; sabía que después le llevaría por lo menos dos semanas restablecer la calma entre los dos. Él se las hacía pagar. Ella había aprendido a pedirle perdón por lo que no había hecho.
Habían discutido antes del viaje. Todo había empezado porque ella se negaba a llevar la filmadora y derivaron en una pelea feroz.
-Me destruís como persona –le dijo él.
-¿Y te entra lo que te digo? –dijo ella.
-¿Vas a empezar de nuevo?
-Fue un chiste…
-Vos sí que tenés un humor oscuro…
Y ella se calló. La otra, la que quedó encerrada golpeando en su cabeza le reprochó que con él no podía volar.

En Alto Río Senguer se bajaron a cargar combustible y dieron una vuelta por el pueblo. Era la última parada. En la próxima llegarían a Río Unión.
Se bajaron para sacarse una foto frente a la pensión pintada de celeste. Después entraron al almacén a comprar provisiones.
-Duraznos amarillos –dijo él a la vendedora.
-No –dijo ella-, blancos.
La mujer se quedó tiesa esperando.
-Me gustan los blancos –le dijo ella a él por lo bajo-, odio los amarillos. Ya lo sabés. Me dan alergia.
-Amarillos –repitió él. Se los señaló a la vendedora-. Un kilo. Y una botella de vino blanco bien fría, por favor.
-Blancos –gritó ella.
La mujer, volcada sobre el cajón de duraznos amarillos, se sobresaltó, torció el cuerpo y se quedó mirándolos con un durazno amarillo en una mano y en la otra la bolsa.
-Lo que le dije –le dijo él a la vendedora-. Y vos dejáte de caprichos –le dijo a ella por lo bajo, mientras le retorcía el brazo.
Y cuando la mujer los envolvió e hizo ademán de entregárselos:
-Lleválos vos – dijo él y le dio las bolsas-. Yo pago.
Volvían hacia el auto. Él le rodeó el hombro y la atrajo hacia sí.
-¿Por qué ese caprichito, amor? –dijo.
-Idiota… -murmuró ella y se soltó.
-¿Qué decís?
-Nada –y dejó caer la bolsa, algunos duraznos se desparramaron sobre el ripio de la calle.
-¡¿Qué hacés?! –le gritó él desde abajo. Se había agachado y estaba recogiendo los duraznos en cuatro patas.
Ella reía a carcajadas.
-¿De qué te reís, imbécil?
No podía parar de reírse. Lloraba de risa.
-El culo… -dijo entre carcajadas.
-Idiota…
-La raya… se te bajó el pantalón… se te ve perfecta –y lo señaló mientras se sentaba en medio de la calle para verlo recoger los duraznos.
De repente dejó de reírse y sintió miedo. Una bola densa en el estómago. Sintió también que la otra había saltado el muro. Eso la asustó. Se puso de pie y caminó hasta el auto. Permaneció al lado de la puerta del acompañante esperando que él le abriera.
Él subió y no le abrió. Puso en marcha el motor.
-¡Abrime! –gritó, golpeando el vidrio de la ventanilla con un puño.
Arrancó. Ella vio cómo se alejaba rumbo a la salida del pueblo.
Corrió un trecho y se detuvo. Levantó y bajó los hombros. Caminó unos pasos y se sentó en el cordón de la vereda, puso la botella a un costado. El miedo se había disuelto. No sentía nada. Se metió la mano en el bolsillo del pantalón. Tenía la cédula, la tarjeta de crédito, unas monedas y cien pesos. Decidió que compraría un cuaderno y un lápiz en el almacén y se alojaría en la pensión. No sentía nada. Nada de miedo. En cambio sí sentía un alivio inmenso pero frágil. Se puso de pie y empezó a caminar hacia el almacén. Cuando estaba a punto de subir a la vereda, oyó una frenada y un bocinazo. Sobresaltada se dio vuelta.
-¡Subí! –escuchó.
Subió al auto.
-Vos sí que no podés vivir sin mí –dijo ella y cerró la puerta.
-¿Qué te pasa? –él la miraba fijo. Las manos eran garfios sobre el volante.
-¿Para qué volviste? Se estaba bien sin vos –lo enfrentó.
Él se quedó un rato en silencio, mirándola.
-Somos iguales… –masculló entre dientes
-¿Te parece? – se animó. Sentía que estaba más lúcida que nunca.
-Nos complementamos bien –dijo él.
-Vos y yo no somos iguales –dijo ella y enseguida pensó que había ido demasiado lejos y que en realidad ella no pensaba eso, que era la otra la que lo pensaba pero que ya no había forma de hacerla retroceder.
-Bueno, fue un chiste –dijo enseguida.
-Vos, y tu humor de mierda… –dijo él.
-Nos complementamos bárbaro, tesoro – mintió ella y sonrió y lo agarró de los cachetes y le abrió la boca con la suya y le entró la lengua y lo mordió suave.
Él se soltó.
-¡Salí…!
Y ella se retrajo en el asiento. Sintió que ya no sentía nada, ni siquiera pena. Oyó cómo él encendía el motor, ponía primera y luego el ruido apagado de las ruedas sobre la calle de tierra. Por la mano contraria pasó un paisano a caballo. Los saludó tocándose el ala del sombrero. Oyó la segunda.
-La flaca es otra cosa, me dijo el Gato, el otro día – dijo él como si no hubiera pasado nada y le acarició la rodilla izquierda, la que estaba del lado del volante.
-¿Por?
-¿Qué?
-¿Por qué te dijo eso?
-Porque hacemos una pareja espectacular – dijo y subió la mano hasta la entrepierna de ella.
Ella corrió el cuerpo.
-¿Qué, no te gusta?
-Sí – dijo ella
-¿Sí te gusta o sí, no te gusta?
-Sí, me gusta.
-No parecés muy convencida… Antes de casarnos bien que querías…
-¿Cuánto falta para llegar? – cambió de tema.
-34 kilómetros de ripio. Desprendete y andá indicándome. Tengo mala visión.
Había empezado a lloviznar.

Llegaron a Río Unión a las siete de la tarde. Todavía había luz. El paisaje era salvaje, extraordinario. Bosque, piedra, viento frío, cuatro cabañas. Nada más.
-La cabaña del medio es la Administración. Andá. Registranos –dijo él.
-Andá vos -contestó ella y se bajó del auto-. Corrió hasta la orilla del río que en un breve trecho unía los dos lagos. Metió la mano en el agua helada y cerró los ojos.
Se dio vuelta y vio que él también se había bajado y la observaba con los brazos en jarra.
-¿No vas a ir? –gritó él.
-No. Andá vos.
-La seguís, ¿eh?
Ella no contestó y empezó a saltar sobre la playa de canto rodado. El viento le golpeaba la cara. Detuvo los saltos y se dio vuelta. Él seguía en la misma posición
-¡Gracias por traerme a este lugar, amor! -gritó-. ¡Qué gusto! –Y extendió los brazos como un pájaro.
-Hija de puta… -rugió él y apretó los puños.
Ella, de cara al lago, sonrió y sacudió la cabeza de derecha a izquierda. También subió y bajó los hombros varias veces y ululó como un búho.
Un rato después vio cómo él hablaba con el dueño y cómo el hombre lo acompañaba hasta el auto y le ayudaba con el equipaje y se metían en una de las cabañas.
Comenzó a oscurecer y sintió frío. Decidió regresar. Entró en el salón comedor y se lo encontró apoyado en el mostrador charlando con el dueño. Se acercó.
-Hola –dijo.
Él no se dio vuelta
-Soy Martina –dijo ella y le extendió la mano al dueño.
-Mi mujer –dijo él que seguía dándole la espalda.
-Perdón –dijo ella –, ¿a qué hora se cena?
-No -dijo él-. Hoy cenamos en la habitación.
Pero, Luis -protestó-, si no tenemos nada…
Entonces él se volvió. Sonreía.
-¿Cómo que no, querida? ¿Y lo que compramos en el almacén?

Entraron sin hablarse en la cabaña que les habían asignado. La estufa a leña estaba encendida. Vio el bolso de él sobre la cama. Buscó el suyo.
-¿Y mi bolso? –preguntó.
-En el auto.
-¡Mierda! –dijo y agarró las llaves y salió a la noche.
Cuando regresó con el bolso, tiritaba. Él estaba pelando un durazno. Había abierto la botella de vino y se había servido un vaso.
-¿Querés? –Dijo y señaló la bolsa de duraznos-. Hay de sobra. Son pura pulpa, casi no tienen carozo.
Ella no dijo nada y se sentó en silencio frente a él para verlo comer. Lo miró fijo. Se cruzó de brazos. Él bebió el vino del vaso y lo depositó vacío sobre la mesa. Sacó otro durazno de la bolsa. Se le cayó la servilleta al suelo.
-¡Dale! –dijo-. Comé. Están lavados.
No contestó. Vio cómo hincaba los dientes en la fruta madura; un hilo de jugo le corrió desde la comisura hasta el borde de la camiseta. Él, sin levantarse de la silla, inclinó medio cuerpo para recoger la servilleta que se le había caído. El durazno a medio morder en la boca; medio durazno adentro, un pedazo afuera. Al agacharse casi se le cae el pedazo y, para evitarlo, se lo metió en la boca con la mano izquierda mientras con la derecha buscaba la servilleta.
De repente se enderezó en la silla, tenía los ojos en punta y la cara colorada, se había tragado el durazno con el carozo. Hacía gestos con las manos, se ahogaba. Lo miró gesticular y no atinó a nada, apenas levantó los brazos a la altura del hombro y abrió los dedos de la mano. Se puso de pie, caminó hasta la puerta de la habitación sin darle la espalda, sin dejar de mirarlo; luego se dio vuelta y la abrió. Salió al aire helado de la noche. Respiró hondo y volvió a estirar los brazos. Dio unos pasos. Se detuvo, giró y entró.
Él ahora estaba desparramado sobre la silla y se golpeaba el pecho con los puños. Miraba hacia la puerta con la boca abierta, los ojos redondos, la cara congestionada. No se oía ningún ruido. Ella permaneció en el umbral, los brazos al costado del cuerpo. Lo observó un instante y volvió a salir. Caminó hacia la Administración, el aire frío le daba otra vez en la cara. Se detuvo antes de abrir la puerta del salón comedor y regresó corriendo.
Entró en la habitación y lo encontró tendido en el suelo. Fue hacia él, lo dio vuelta con el pie, se agachó y le pegó una trompada en la espalda. El carozo le salió por la boca como una bala y rodó sobre el entarugado. Lo oyó toser.
-¡Agua! -gimió.
-¡Agua!
No se volvió. Fue hasta la puerta abierta, salió despacio y la cerró. Caminó hacia la Administración. Entró al salón comedor y se sentó en la barra. Miró al camarero.
-Una coca light y un tostado –dijo.



*Docente de Deportea y del colegio Esquiú, ha colaborado con artículos para las revistas Ñ, Buen Destino y Clubs & Countries de Argentina y GEO de España. Ha sido guionista del programa televisivo “Taxi –Gourmet” y “Yo te muestro Buenos Aires”. Actualmente coordina talleres de escritura y lectura en 9 de Julio, Buenos Aires, Mendoza, Madrid y Bilbao y tiene a su cargo la dirección del proyecto “Yo te cuento Buenos Aires”, antología de escritores noveles argentinos, auspiciado por la Legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires
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martes, 29 de mayo de 2012

Sherlock Holmes es el personaje literario más veces llevado al cine

Desde que sir Arthur Conan Doyle creó al agudo detective de Backer Street, en 1887, sus casos han sido llevados a la gran pantalla en 254 ocasiones


El detective es el personaje literario más veces llevado al cine de todos los tiempos, según anunció la agencia comunicación London & Partners en Londres.

Le sigue, con 48 apariciones menos, el "Hamlet" de Shakespeare.

London & Partners, que en vísperas de los Juegos Olímpicos de Londres se encarga de gestionar una serie de intentos de récord relacionados con la ciudad, afirma que Sherlock Holmes ha sido encarnado por 75 actores diferentes.

La primera vez que llegó al cine fue en 1890, en una película muda de 30 segundos de duración. Entre los actores que lo han dado vida figuran desde John Cleese, Roger Moore, Christopher Lee o, más recientemente, Robert Downey Jr. y Benedict Cumberbatch.
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¡ NADA DE TUCANES !

ELSA BORNEMANN
Edit. ANAGRAMA

Personajes:
Tilo, el tucán Boneco, Doña Rosario y

Don Fermín, sus padres, tía Celina, su esposo Eduardo

y su hijo Nacho.

Lugar: Puerto Iguazú, Misiones, y Capital Federal.

Argumento:
Tilo, un niño misionero amante de la

naturaleza y de la vida al aire libre, encuentra un

tucán herido al que cuida con mucho esmero para

curarlo. Finalmente este animalito pasará a formar

parte de la familia de Tilo y se convertirá en su mejor

amigo.

Un día llega una carta de la tía Celina invitando a

su sobrino a pasar las vacaciones en Buenos Aires.

Allí comenzará la gran aventura de Tilo y de su inseparable

compañero, el tucán Boneco.

Julia nos lo recomendó. Lo leyó en la escuela y cuando viajó a ver las hermosas Cataratas del Iguazú se acordó mucho de es te libro.
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" VIENTO EN LA LAGUNA "

* Por Marisa Foresi de Gallo Llorente.
 Este cuento participó en el Concurso Literario «Subte Vive» 2012, recibiendo Mención Especial entre más de 2000 trabajos presentados.


Y este viento que no para, sopla y sopla sobre el campo. Hoy los chicos no podrán salir al patio, se tendrán que quedar adentro y aprovecharé a reforzarlos en matemáticas. Cómo les cuesta multiplicar. Algunos ya lo saben, pero los más chiquitos, los que se sientan cerca del pizarrón, creo que se copian los resultados. Ayer los vi espiando en mi cuaderno de ejercicios.
Si mañana viniera Ramón a buscarme…
Seguro que me busca como me dijo, entonces vamos a ir al pueblo a comprarlo.
Duermo en la escuela toda la semana y sueño. Sueño que me voy con Ramón.
Ahora está lloviendo. Que vengan con el sulky porque sino los chicos no podrán irse.
El viento trajo el agua. Que el viento traiga a Ramón.
Yo vine a trabajar a la escuela de La Estación, porque la otra maestra se enfermó.
En la Estación, el jefe de señales me mira por la ventana. Siempre me mira desde la misma ventana. Es para que yo sepa que está ahí, y me saluda levantando la mano. Yo no lo quiero mirar, a Ramón sí. Ramón es guapo y fuerte, y se ríe. Yo no me río. Traeré el agua de lluvia que he juntado en un barril para lavarme el pelo. Qué largo tengo el pelo.
Los chicos están juntando sus cosas para irse. Cuánto llueve ahora. Les prestaré un capote para que no se mojen tanto. La laguna crece pronto y es difícil pasar por los bajos. Ramón me dijo que lo espere, que vamos a ir juntos al pueblo para comprarlo. Tendrá puntillas en el ruedo. Ya se fueron. Y la escoba dónde está. Me gusta dejar la escuela limpia para no levantarme tan temprano el lunes. Sigue lloviendo. Se han metido dos sapos porque dejé la puerta abierta. No importa, tal vez se coman algunas moscas que llegaron con la tormenta.
Mañana cuando venga el tren, vendrá Ramón. Lo veo una vez a la semana, él está muy ocupado. Me regaló una virgencita que a la noche se ilumina para que me cuide, dijo. Yo lo quiero a Ramón. El otro día me contó que se peleó con un paisano en el boliche del Gringo. Fue por vos, me dijo. En el boliche toman una bebida blanca que viene en botellas de cerámica. Tenía lastimada la oreja derecha, era un tajo que quería disimularlo con un pañuelo, pero yo igual lo vi. La valija amarilla es grande, ahí va a caber. Quiero que tenga botones en los puños y flores en el escote.
Ramón, Ramón, mañana cuando venga el tren, vamos a ir al pueblo a comprarlo. No gasto mucho y puedo ahorrar. Tengo monedas grandes en el bolsillo del tapado, pero a los billetes los guardo. Nadie sabe donde los pongo.
Cacarea una gallina cerca del galpón. Si viene Ramón, voy a reírme. Dijo que lo espere, que va a venir. A la valija amarilla, la compré con mi primer sueldo, para venir al campo. Es importada de Francia, creo. Está anocheciendo y seguro cenaré los huevitos frescos que puso la bataraza.
Yo no quería casarme tan pronto, pero Ramón dijo que diciembre era una buena fecha. Hace poco que lo conozco. No sé muy bien donde trabaja. Doma caballos y es muy hábil con las manos. Me mostró unas riendas trenzadas con tiento, que hizo con el cuero de una vaca, yo las toqué y le dije que eran muy lindas. Te gustan, dijo, y con las puntas, me hizo cosquillas en el medio de la espalda. Ramón, Ramón, me hacés reír. Te pusiste colorada, tonta, me dijo. Los besos de Ramón huelen a tabaco fuerte como sus brazos, como cuando me abrazó esa siesta de domingo, cuando el sol me vio feliz.
Se está terminando la cosecha y el trabajo de hombrear bolsas, por eso Ramón va a venir. El sueño está llegando junto con las estrellas. Me até el pelo para que quede suave como a Ramón le gusta. Mañana, mañana llegará Ramón…
El gallo estrenó su canto y los teros chillaron testarudos. La máquina del tren silbó tres veces. Está cerca. Ya tengo preparada la valija. Voy a comprarlo en el pueblo. Le daré un beso a la virgencita para que la suerte me acompañe. Me late fuerte el corazón. El jefe de la estación está haciendo señas con el banderín, para que el tren aminore su marcha. Hay algunas personas en el andén que buscan a los pasajeros.
Ramón, trato de divisarte detrás de las ventanillas. Me late fuerte el corazón. No te veo Ramón. Ya saqué el boleto como vos me dijiste, lo tengo en la mano, bien apretado. El viento trae sabor a sal de la laguna. Mi nariz se ensancha. No te veo Ramón. El jefe de señales me saluda serio. Le ayudo con la valija, me dijo. Voy a esperar a subirla hasta que el tren avise que se va, le contesté. No estás Ramón. No estás adentro del tren, como dijiste. Gusto a sal en mis mejillas. Qué chiquito siento el corazón.
Boletos por favor, que nos vamos, dijo el guarda. El tren bufa. Tres silbatos y una media vuelta de rueda lo anuncian. ¿Señorita, y la valija, no la va a llevar?. Me voy con el verano. Ya se desenganchó el tubo por donde cargaron agua al tanque de la máquina. ¡Señorita! ¿y la valija?.

Enero 2012
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lunes, 28 de mayo de 2012

" HADO"

Autora AMANDA HOCKING

Editorial PLANETA

A partir de 14 años.

Tras la marcha de Peter, Alice está más unida que nunca a Jack. Tanto ella como su hermano Milo pasan un idílico verano en casa
de sus amigos vampiros. Sólo que el hermano de Alice no sabe que lo son, hasta que un acontecimiento inesperado hace que la situación dé un giro radical. Jack se siente aún más atraído por Alice, Milo debe acostumbrarse a la nueva situación, aparecen otros vampiros no tan pacíficos… A partir de ahora nada será como antes.


Amanda Hocking es una joven autora nacida el 12 de Julio de 1984 en Austin, Minnesota.
Dotada de un gran talento para escribir, dio vía libre a su vena literaria mientras trabajaba como auxiliar de enfermería. A pesar de que las editoriales americanas rechazaran sus novelas, en abril de 2010 decidió autopublicarse en Internet. Amanda no se podía imaginar el éxito que le iba a sobrevenir.
Sus historias sobre vampiros y otras criaturas fantásticas enloquecieron a la gente, su blog empezó a crecer, sus seguidores en Twitter se multiplicaban por semanas, sus novelas triunfaban como jamás ella se hubiera podido imaginar llegando a la impresionante cifra de un millón de copias. Amanda Hocking es la escritora que más .
En marzo de 2011 firmó su primer contrato de publicación, con la editorial americana St. Martin Press, por la cifra de dos millones de dólares. En la actualidad una de sus novelas está en proceso de adaptación cinematográfica.
Amanda Hocking, es el ejemplo del cambio que se esta produciendo en el mundo editorial y en el uso de la tecnología digital y las redes sociales.

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Un festival de novela negra para Buenos Aires

Por Bárbara Alvarez Plá

28/05/12
          
El auge de la literatura negra en Argentina no es una novedad. Lo que sí lo es el aumento de festivales que tratan de acercar el género al público.

Primero fue el festival “Azabache”, celebrado en Mar del Plata hace dos semanas, y ahora, siguiendo la estela de La Semana Negra de Gijón, llega BAN! Buenos Aires Negra, organizado por el Ministerio de Cultura porteño y el Centro Cultural de España en Buenos Aires (CCEBA), y auspiciado por la Revista Ñ.

Entre el 11 y el 17 de junio, se darán cita en la ciudad más de 80 participantes de Argentina, España, Canadá, Uruguay, Francia, México y Perú, para reflexionar sobre la producción literaria del género policial. Y no solo habrá escritores: psicólogos, forenses, sociólogos y criminólogos también tendrán mucho que decir.

La organización está encabezada por el escritor y curador Ernesto Mallo, para quien la propuesta de BAN! consiste en “una reflexión sobre la criminalidad real y sus vínculos con la literaria y artística. Una oportunidad para debatir el problema del crimen”.

Entre los escritores locales, estarán Vicente Battista, Ana María Bovo, Norma Huidobro, Guillermo Orsi, Reynaldo Sietecase y Claudia Piñeiro, entre otros. La lista se completa con autores internacionales de la talla de los españoles Cristina Fallarás, Alejandro Gallo o Javier Rovira.

Las sedes serán el Centro Cultural San Martín (Sarmiento 1559) y en el CCEBA (Florida 943), siempre con entrada libre y gratuita.

Siete días de conferencias, entrevistas, presentaciones de libros, encuentros en librerías, recorridos criminales, ciclos de cine, teatro y actividades en bares y restaurantes de la ciudad, para disfrutar de un género cuyo número de adeptos crece. Toda la programación está disponible en

www.buenosairesnegra.wordpress.com.
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domingo, 27 de mayo de 2012

" CONOCIENDO BIBLIOTECAS DEL MUNDO "

BIBLIOTECA ANGÉLICA, ROMA (ITALIA)

La Biblioteca Angelica es una biblioteca italiana, situada en Roma, en la Piazza Sant'Agostino, cerca de la Plaza Navona, junto a la Basílica Sant'Agostino en Campo Marzio.
Los activos de la biblioteca son alrededor de 2.700 manuscritos en latín, griego y oriental, y 24.000 documentos sueltos. La biblioteca también cuenta con más de 1.100 incunables y cerca de 20.000 cinquecentine, alrededor de 10.000 grabados y mapas. Tiene grandes existencias de libros contemporáneos, por lo que da servicio de préstamo.

Inaugurada en 1604, Angelica fue la primera biblioteca pública en Italia
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Su última novela, "CAROLINA GRAU“

Autor CARLOS FUENTES
Edit ANAGRAMA

“El carcelero tiene su carcelero y éste al suyo y así al infinito. Tú y yo somos los eslabones finales de una larga cadena de sumisiones. Así está ordenado el mundo, mi joven amigo. ¿Hay otra salida?”. Eso dice el protagonista de uno de los nueve cuentos que integran esta obra, por donde Carolina Grau transitará como presencia sutil, como persona, como fantasma y como enigma, trazando siempre un fino halo de misterio. Los lectores se preguntarán si lo que leen son hechos de la imaginación, fragmentos de sueños o terribles realidades que permanecieron ocultas. La realidad también son las palabras, aunque a veces sirven de aplazamiento entre un horror y el siguiente.
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sábado, 26 de mayo de 2012

" TRES NIÑAS "

por TOTO PAULUCCI  (GRAL PINTO, Prov de Bs As)


Hoy, al llegar
no tuve por quién preguntar.
Y entonces me puse a pensar
¡pornto esto será siempre igual!
  ¡Qué linda realidad!

Y en medio del silencio,
las fotos me puse a mirar
y a través de todos los recuerdos
los ecos empezaron a llegar...
De aquellas tres niñas que aquí
siempre están presente o espiritual...

Porque ¿qué cosa más linda
que los pichones comiencen a volar?
Si uno lucha en la vida para este momento alcanzar.

Hoy al llegar no tuve por quién preguntar.
   ¡Qué linda realidad!



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Soy mamá, esposa, escritora, y casi sorda

Por Verónica Sukaczer. Escritora, entre sus libros figuran “Mal de familia” y, en literatura infantil, “Nunca confíes en una computadora”.

La historia de una mujer que fue perdiendo la audición desde chica, sus vergüenzas, sus logros, su búsqueda de soluciones. Y una clave: jamás pensar que no podía.
26/05/12 - 
 
 
        "Si te lastimás no te quedes llorando donde no te vea, te levantás como sea y me buscás". Eso es lo más importante que les enseñé a mis hijos y me hace sentir segura que lo hayan aprendido. Ellos siempre me buscaron. Yo los curé: podía ser hipoacúsica y mamá.
A diferencia de lo que me sucedió a mí, ellos crecieron entendiendo cómo eran las cosas. Tan bien, que cada uno en su momento me daba vuelta la cara con sus manitos para que yo los mirara cuando necesitaban comunicarse.
Esta historia comenzó cuando yo tenía unos seis años y mi madre se dio cuenta de que nunca aparecía cuando me llamaba desde otra habitación. A la primera observación sobre mí –caprichos de hermana menor, intuía– le siguieron otras que apuntaron a ella: ansiedad y sobreprotección. Hasta que llegó el verdadero diagnóstico.
La audiometría dictaminó una pérdida significativa y progresiva de audición en ambos oídos. La buena noticia era que aquello me sucedía teniendo el lenguaje adquirido. Cuando ya no escuchara, por lo menos me quedaría la palabra.
Los primeros años de hipoacusia los viví sin darme cuenta. Yo no sabía que era hipoacúsica. Nadie se había sentado conmigo para explicarme. Me llevó muchos años reconstruir la historia de ese agujero negro de desinformación en el que crecí. A mis padres les habían dicho que iría perdiendo la audición en forma paulatina, y les aconsejaron que me brindaran un entorno normal durante el tiempo que ese proceso llevara. Que no hablaran del tema ni lo convirtieran en el eje de mi vida. Ellos tomaron los consejos al pie de la letra –cosa que aún les reprocho– y no hablaron. Y por no nombrarlo, se convirtió en lo que no debía ser: el eje sobre el que giraba mi vida, no ser oyente ni del todo sorda.
Con el tiempo descubrí que escuchar poco no siempre era el mayor problema, aunque sí el desencadenante de todo. Peor que no oír era advertir las risas de los demás cuando respondía cualquier cosa a una pregunta (escuchar no es siempre sinónimo de entender qué dice el otro). Se me hizo costumbre morirme de vergüenza. Para evitarlo, dejé de responder. Me hice tímida cuando no lo era. No fue el único cambio. Comprobé que si expresaba el enojo inmenso que me provocaba no escuchar, resultaba que “tenía un carácter de mierda” pero, si me adaptaba, comportándome como los que oían, me volvía un ejemplo. Así que me adapté. Yo también hice como que la hipoacusia no existía.
Al principio, el asunto no me resultó complicado. Aún escuchaba lo necesario, y pronto me sumergí en lo que sería mi salvación: la lectura. Necesitaba saberlo todo, ponerles nombres a las cosas y no había otro sitio donde preguntar, que en los libros. Lo que está dicho me tranquiliza, me permite avanzar, nombrarme: hipoacusia bilateral neurosensorial severa a profunda, otoesclerosis coclear, Verónica. Leer me otorgó un conocimiento del mundo, de mi entorno y de la gente que no hubiera logrado de otra manera.
Pasé de una infancia corriente a una adolescencia tenebrosa sin escalas. El descalabro sucedió a comienzos de mi primer año de secundaria, durante una clase de Historia. Lo que explicaba la profesora se me escapaba y no podía leerle los labios porque ella caminaba por el aula (yo había hecho terapia de lectura labial y hoy, a pesar de que con audífono escucho bastante, solo entiendo cuando tengo al otro de frente y cerca).
El asunto era que quería oír, entonces un día le pregunté si podía hablar un poco más alto. La respuesta fue un grito: “¡Encima que conversan, ¿quieren que grite?!”. Sin embargo, algo le había quedado picando... Al rato me buscó y, modulando exageradamente, me preguntó si-te-nía-pro-ble-mas-pa-ra-o-ír. Se me hizo un nudo en la garganta. Recién alrededor de los 25 años pude pronunciar la palabra hipoacúsica en voz alta sin sufrir un bajón de presión. Pero entonces tenía 13 y no podía. Preferí, otra vez, morirme de vergüenza.
Por su parte, la profesora encontró una solución igualmente vergonzante: hacerme sentar a su lado frente a mis compañeras, que dudaban entre reírse de mí o compadecerme. Soporté cinco minutos en esa silla de oprobio y, al minuto seis, informé que “había solucionado mi problema” para regresar a mi lugar de siempre. Ella nunca me preguntó qué cura milagrosa había encontrado para mi sordera.
Así llegué a la conclusión de que revelar mi discapacidad (detesto las definiciones “capacidades diferentes” o “necesidades especiales”) me traía más complicaciones que no decir nada. O eso creía. Lo cierto era que, cuando alguien se enteraba, huía de mí o empezaba a hablarme como si yo no manejara el lenguaje humano: con oraciones cortas, voz altísima (cuanto más volumen, más difícil la comprensión) y modulando de tal manera que podía estudiarle la glotis sin necesidad de bajalenguas.
En cambio, el silencio sobre mi condición me convertía en una adolescente inadaptada, parecida a otras. Elegí lo segundo. Me ayudó el hecho de que, según los oyentes del mundo, yo no “parezco” sorda. Nunca dejé que se me viera el audífono (lo uso en el oído izquierdo porque el derecho está fuera de servicio) y, como escucho muy bien mi propia voz, mi manera de hablar no delata mis problemas auditivos. La hipoacusia es invisible. No porto señales de mi estigma. Podía aparentar ser normal.
Sobreviví al secundario con excelente promedio (siempre los libros), pero el precio a pagar se me hacía más y más oneroso. Toda mi personalidad giraba alrededor de algo que yo no era. La hipoacusia me dolía. Cada vez entendía menos y las relaciones con los demás me resultaban imposibles. Entonces me construí una coraza para resistir.
Hice un arte de la mentira y de la excusa. Acepté con resignación que mis pares me creyeran indiferente, tímida, cerrada, estúpida, presumida. Y me defendí de todos con un humor negro y mordaz que no siempre era bienvenido. Cualquier cosa me parecía más sencilla que aceptar la realidad, que no tenía remedio.
Comencé la facultad empecinada en que nadie supiera, perfeccionando mis estrategias de supervivencia y adaptación. Para colmo, había elegido el periodismo. Les confié mi secreto a un par de amigos para que me prestaran los apuntes. Las entrevistas las grababa siempre y, en mi casa, las desgrababa junto a mi madre. Ella repetía, yo transcribía en la Olivetti. Ningún profesor se dio cuenta de mi situación. No reprobé un solo examen. Y a la pasión por la lectura sumé la de la escritura. Escribiendo sobresalía. Había encontrado mi don.
En diciembre del ‘90 terminé mis estudios y en marzo ya era colaboradora en un diario. Pero mis logros siempre estuvieron teñidos de tormentos: ¿alguien me querría a pesar de?, ¿me casaría?, ¿crecería en mi trabajo?, ¿tendría hijos?, ¿seguiría perdiendo audición? Para todo, la respuesta fue sí.
Mi juventud transcurrió solitaria hasta que la tecnología me salvó. El dios módem y los santos BBS, precursores de la Gran Red, me permitieron leer en una pantalla aquello que no escuchaba. Por escrito, desde mi cuarto, hice amigos, me divertí, me conecté. Y entre todas esas voces que ahora sí podía discriminar, estaba la de él (que en la vida real tiene una voz maravillosa). En uno de los chats me animé a escribirle lo indecible: soy hipoacúsica. Él me contestó que escuchaba bárbaro, pero que era gordo. Tal para cual.
Mi novio no se hizo mucho problema con el tema. Su madre, tampoco. Yo no “parecía”.
Pocos meses después de casarme, quedé embarazada, y el miedo a que mi hijo heredara mi problema genético fue mucho menor que el temor a que naciera con otra discapacidad. Conocía lo que significaba la falta de audición, sabría cómo ayudarlo, estaría junto a él, la remaríamos juntos.
Fue entonces cuando comenzó el segundo capítulo de mi vida. Ya no podía disimular. No era eso lo que quería enseñarle a mi hijo. Así que empecé a practicar: hipoacúsica, hipoacúsica, hasta que dejó de temblarme la barbilla y la palabra perdió ese tono peyorativo que tenía para mí.
Tampoco salí a gritárselo al mundo, claro. Pero vaya que era mejor decir; un grandísimo alivio. Ahora se venía la gran prueba, la definitiva: ocuparme de mi hijo en forma independiente, responder a sus necesidades. Al principio creí que mi marido se haría cargo del llanto por las noches. Pero no tuve en cuenta su sueño pesado, a prueba de catástrofes.
Otra vez recurrí a mi gran aliada, la tecnología: un baby-call para personas sordas. Cuando el bebé llora, se prende y apaga la luz del velador. Durante unos seis años y dos bebés, la bendita luz me despertó ante cada gemido y cada llanto. Pero también ante cada trueno, sirena, cada maldito ruido. No me importó; era el precio a pagar. ¿Y mi marido? Bien, roncando (y eso es lo único que agradezco no oír).
Mis hijos crecieron sanos, fuertes, oyentes. Ahora mismo, mientras escribo estas palabras, en la habitación de al lado discuten como buenos adolescentes rebeldes e inadaptados por derecho propio. Mi marido siempre me reprocha que, por no oír, no intervengo. Yo le respondo que ellos sobrevivieron, sin intervención, a todas sus peleas. Pero esta vez me buscan, y cada uno pretende que lo mire y escuche sin distraerme ni una vez, para que le dé la razón. Yo sonrío y me quito el audífono. Los chicos se amigan entre sí y se enojan conmigo.
Hasta aquí llegué. No hay final feliz con recuperación de la audición como en las telenovelas (sí más pérdida, y quitarme el audífono no es una alternativa, porque me aísla del mundo y me sumerge en otro lleno de acúfenos, los ruidos producidos por mis propios oídos).
Sigo sintiéndome estúpida muchas veces, tengo ataques de vergüenza y detesto la impotencia que me produce no poder hablar por teléfono o no escuchar los timbres de mi casa, incluso con audífono. Odio depender. Pero estoy bastante satisfecha con lo que he logrado. Luego de quince años de matrimonio, nos entendemos tan bien con mi marido que ahora soy yo la que se preocupa por el peso y él es el que no me escucha.
Sigo trabajando. Poco periodismo, mucha literatura. Llevo publicados casi veinte libros. Uno para adultos, el resto para chicos y jóvenes. Cosa extraña: cuando era pequeña creía que las personas hipoacúsicas y sordas no podían hacer otra cosa que leer como leía yo, con hambre insaciable.
Descubrir que, por el contrario, los que nacieron sin audición o la perdieron muy tempranamente no entienden lo que leen, me produjo tal cimbronazo que, a los 40, me encontré estudiando de nuevo. Esta vez Logogenia, un método de desarrollo de la competencia lingüística en chicos sordos. Mi profesora fue una profesional de las Letras, tan hipoacúsica como yo. Empezaba a encontrarme, a verme en otros, a saber quién soy.
Y este es mi presente. Ya ven, lo estoy escribiendo en un diario, por fin lo puedo decir. Eso sí: sigo sin “parecer”, y entonces los demás se olvidan de que no escucho bien y tengo que hacer todo el esfuerzo. Basta, che, soy hipoacúsica.
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"MUY BUENA RESPUESTA DEL PÚBLICO INTERESADO EN LA LITERATURA LOCAL" "

El viernes 25 de mayo a las 19 hs en la " ESQUINA DE ARTE & CULTURA  " de la ciudad de 9 DE JULIO (Prov de Bs As), organizado por www.unrincondelibros de Elisabet Urso se llevó a cabo el encuentro literario "LOS ESCRITORES NOS CUENTAN... ". Los escritores nuevejulienses Clara Benedetti, Ana Vivani y Alejandro Casas, coordinados por el escritor Diego Genini.

Con un público receptivo se fueron desgranando los diferentes conceptos de los panelista, logrando un clima  placentero de intercambio de preguntas y opiniones enriquecedoras. Una auténtica comunión entre los presentes de diversas edades y los panelistas que demostraron una notable honestidad intelectual, simpleza y sinceridad  creando un espacio agradable.
Como cierre del encuentro se disfrutó de la interpretación musical de Fernando Pisano y Florencia Caputo acompañados vocalmente , por Marcela Plenafeta, Mariana Martínez y Lucia Veica; grupo recientemente creado. Con una excelente interpretación de los guitarristas y las  armoniosas voces del coro finalizó el evento con un fuerte y cerrado aplauso y el estímulo del público por continuar con propuestas de este tenor.
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viernes, 25 de mayo de 2012

" EBANO Y NÁCAR "

POR GRACIELA GÓMEZ SALA

Graciela escribe este cuento a raíz de la visita al Museo Julio de Vedia de 9 de Julio (Prov de Bs As), donde se pueden apreciar varios vestidos de novias;uno de ellos negro. Datan de 1800.

Estefanía enjuagó su larga cabellera. Enroscó una toalla en su cabeza. Secó las gotas de agua de la porcelana del lavatorio y se miró al espejo. Dentro de un rato sería una bella novia vestida de negro. Así lo dictaban los últimos figurines llegados de Paris. Y su piel tan blanca…con un blanco en base a sacrificios. Ni hablar de exponerse al sol. Para eso estaban las sombrillas. Nada más elegante que una piel de nácar.

Se calzó las chinelas con borde de plumas. Y se ciñó en la robe de chambre de satén rosado. Buscó el vaporizador y se perfumó. Una lluviecita de violetas la roció. Sólo un poco, no quería empalagar.

Faltaban tres horas para la ceremonia, por eso decidió descansar algo antes. Quería lucir impecable. Temía que los nervios la traicionaran. Había tomado la decisión y aún no tenía confianza de si había sido la acertada. La vida le demostraba lo difícil que era elegir. Pero, ya estaba, ya había decidido.

Cuando escuchó los golpes en la puerta, la que daba al huerto, su corazón dio un vuelco. Se levantó de un salto y, casi sin aire, murmuró : ¡Victorino!

Como un soplo de verano entró Victorino. Envolvió a Estefanía en sus brazos de sauce. Bebieron sus besos de sandías jugosas. Y como en las parvas de heno: se amaron sobre el Tu y Yo hasta que el carrillón anunció las nueve.

Estefanía lo vio partir. Victorino se perdió entre los frutales, tras el aljibe. Ella fue hasta la fonola, le dio cuerda y eligió un disco. La ópera le pareció acorde a su estado de ánimo: mezcla de delicia y desasosiego. Ella ya había elegido.

A las nueve y veinte tocó la campanita y llamó a la mucama. Ésta le ayudó a calzarse las enaguas y, finalmente, el vestido negro. Contuvo la respiración para que pudiera prenderle los infinitos botones. Ella sola no podía. La empleada le calzó los zapatitos que especialmente le habían confeccionado en la capital. Las rueditas en los tacos le permitirían realizar los giros y contragiros que exigía el vals. Era su baile preferido.

Cuando quedó de nuevo sola, comenzaron las campanadas de las diez. Se miró por última vez en el espejo. Subió más el cuello del vestido para tapar el último beso de Victorino. Y salió.

Al llegar al pie de la escalinata pensó en retroceder, pero su padre la estaba esperando y ella ya había elegido. Entraron del brazo. Con paso lento caminaron entre la gente que les iba abriendo camino. Allá en el fondo, entre los nogales, estaba el altar bajo el gazebo. Hacia la derecha, su novio: Luis María. A la izquierda, el hermano del novio: Victorino. Ambos la miraban caminar hacia ellos: tan bella, tan blanca. Ébano y nácar.
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"UN DESEO DE MAFALDA Y DE TODOS !!!

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" 25 DE MAYO DE 1810 "

 (Fragmentos)

Amaneció turbio el día,
destemplado y ceniciento,
nublado, ventoso, frío,
ventoso día de invierno.
Y amanecieron las almas
borrascosas como el tiempo.
Volaban las bajas nubes,
tocando los bajos techos,
mientras el viento jugaba
al arco con los sombreros.
Y caía una garúa
que calaba hasta los huesos.
De arriba abajo medíanse,
con altivez y recelo,
militares y paisanos,
adolescentes y viejos,
humildes y poderosos
y hasta mulatos y negros,
buscando los dos colores
en solapas y sombreros.


De pronto, una batahola
fue del uno al otro extremo
de la plaza y enseguida
sobrevino un gran silencio.


A la media hora
estalló un júbilo inmenso;
y aunque el sol ya se ponía
debió alumbrar un momento.


Germán Berdiales, argentino (1896-1975)

Maestro, escritor, poeta y periodista, Germán Berdiales es recordado como autor de una fecunda serie de textos escolares que incentivaron el hábito de la lectura. Su biografía es ejemplo de que la nuestra fue tierra de grandes hombres
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