Por Verónica Sukaczer. Escritora, entre sus libros figuran “Mal de familia” y, en literatura infantil, “Nunca confíes en una computadora”.
La historia de una mujer que fue perdiendo la audición desde chica, sus vergüenzas, sus logros, su búsqueda de soluciones. Y una clave: jamás pensar que no podía.
26/05/12 -
"Si te lastimás no te quedes llorando donde no te vea, te levantás como sea y me buscás". Eso es lo más importante que les enseñé a mis hijos y me hace sentir segura que lo hayan aprendido. Ellos siempre me buscaron. Yo los curé: podía ser hipoacúsica y mamá.
A diferencia de lo que me sucedió a mí, ellos crecieron entendiendo cómo eran las cosas. Tan bien, que cada uno en su momento me daba vuelta la cara con sus manitos para que yo los mirara cuando necesitaban comunicarse.
Esta historia comenzó cuando yo tenía unos seis años y mi madre se dio cuenta de que nunca aparecía cuando me llamaba desde otra habitación. A la primera observación sobre mí –caprichos de hermana menor, intuía– le siguieron otras que apuntaron a ella: ansiedad y sobreprotección. Hasta que llegó el verdadero diagnóstico.
La audiometría dictaminó una pérdida significativa y progresiva de audición en ambos oídos. La buena noticia era que aquello me sucedía teniendo el lenguaje adquirido. Cuando ya no escuchara, por lo menos me quedaría la palabra.
Los primeros años de hipoacusia los viví sin darme cuenta. Yo no sabía que era hipoacúsica. Nadie se había sentado conmigo para explicarme. Me llevó muchos años reconstruir la historia de ese agujero negro de desinformación en el que crecí. A mis padres les habían dicho que iría perdiendo la audición en forma paulatina, y les aconsejaron que me brindaran un entorno normal durante el tiempo que ese proceso llevara. Que no hablaran del tema ni lo convirtieran en el eje de mi vida. Ellos tomaron los consejos al pie de la letra –cosa que aún les reprocho– y no hablaron. Y por no nombrarlo, se convirtió en lo que no debía ser: el eje sobre el que giraba mi vida, no ser oyente ni del todo sorda.
Con el tiempo descubrí que escuchar poco no siempre era el mayor problema, aunque sí el desencadenante de todo. Peor que no oír era advertir las risas de los demás cuando respondía cualquier cosa a una pregunta (escuchar no es siempre sinónimo de entender qué dice el otro). Se me hizo costumbre morirme de vergüenza. Para evitarlo, dejé de responder. Me hice tímida cuando no lo era. No fue el único cambio. Comprobé que si expresaba el enojo inmenso que me provocaba no escuchar, resultaba que “tenía un carácter de mierda” pero, si me adaptaba, comportándome como los que oían, me volvía un ejemplo. Así que me adapté. Yo también hice como que la hipoacusia no existía.
Al principio, el asunto no me resultó complicado. Aún escuchaba lo necesario, y pronto me sumergí en lo que sería mi salvación: la lectura. Necesitaba saberlo todo, ponerles nombres a las cosas y no había otro sitio donde preguntar, que en los libros. Lo que está dicho me tranquiliza, me permite avanzar, nombrarme: hipoacusia bilateral neurosensorial severa a profunda, otoesclerosis coclear, Verónica. Leer me otorgó un conocimiento del mundo, de mi entorno y de la gente que no hubiera logrado de otra manera.
Pasé de una infancia corriente a una adolescencia tenebrosa sin escalas. El descalabro sucedió a comienzos de mi primer año de secundaria, durante una clase de Historia. Lo que explicaba la profesora se me escapaba y no podía leerle los labios porque ella caminaba por el aula (yo había hecho terapia de lectura labial y hoy, a pesar de que con audífono escucho bastante, solo entiendo cuando tengo al otro de frente y cerca).
El asunto era que quería oír, entonces un día le pregunté si podía hablar un poco más alto. La respuesta fue un grito: “¡Encima que conversan, ¿quieren que grite?!”. Sin embargo, algo le había quedado picando... Al rato me buscó y, modulando exageradamente, me preguntó si-te-nía-pro-ble-mas-pa-ra-o-ír. Se me hizo un nudo en la garganta. Recién alrededor de los 25 años pude pronunciar la palabra hipoacúsica en voz alta sin sufrir un bajón de presión. Pero entonces tenía 13 y no podía. Preferí, otra vez, morirme de vergüenza.
Por su parte, la profesora encontró una solución igualmente vergonzante: hacerme sentar a su lado frente a mis compañeras, que dudaban entre reírse de mí o compadecerme. Soporté cinco minutos en esa silla de oprobio y, al minuto seis, informé que “había solucionado mi problema” para regresar a mi lugar de siempre. Ella nunca me preguntó qué cura milagrosa había encontrado para mi sordera.
Así llegué a la conclusión de que revelar mi discapacidad (detesto las definiciones “capacidades diferentes” o “necesidades especiales”) me traía más complicaciones que no decir nada. O eso creía. Lo cierto era que, cuando alguien se enteraba, huía de mí o empezaba a hablarme como si yo no manejara el lenguaje humano: con oraciones cortas, voz altísima (cuanto más volumen, más difícil la comprensión) y modulando de tal manera que podía estudiarle la glotis sin necesidad de bajalenguas.
En cambio, el silencio sobre mi condición me convertía en una adolescente inadaptada, parecida a otras. Elegí lo segundo. Me ayudó el hecho de que, según los oyentes del mundo, yo no “parezco” sorda. Nunca dejé que se me viera el audífono (lo uso en el oído izquierdo porque el derecho está fuera de servicio) y, como escucho muy bien mi propia voz, mi manera de hablar no delata mis problemas auditivos. La hipoacusia es invisible. No porto señales de mi estigma. Podía aparentar ser normal.
Sobreviví al secundario con excelente promedio (siempre los libros), pero el precio a pagar se me hacía más y más oneroso. Toda mi personalidad giraba alrededor de algo que yo no era. La hipoacusia me dolía. Cada vez entendía menos y las relaciones con los demás me resultaban imposibles. Entonces me construí una coraza para resistir.
Hice un arte de la mentira y de la excusa. Acepté con resignación que mis pares me creyeran indiferente, tímida, cerrada, estúpida, presumida. Y me defendí de todos con un humor negro y mordaz que no siempre era bienvenido. Cualquier cosa me parecía más sencilla que aceptar la realidad, que no tenía remedio.
Comencé la facultad empecinada en que nadie supiera, perfeccionando mis estrategias de supervivencia y adaptación. Para colmo, había elegido el periodismo. Les confié mi secreto a un par de amigos para que me prestaran los apuntes. Las entrevistas las grababa siempre y, en mi casa, las desgrababa junto a mi madre. Ella repetía, yo transcribía en la Olivetti. Ningún profesor se dio cuenta de mi situación. No reprobé un solo examen. Y a la pasión por la lectura sumé la de la escritura. Escribiendo sobresalía. Había encontrado mi don.
En diciembre del ‘90 terminé mis estudios y en marzo ya era colaboradora en un diario. Pero mis logros siempre estuvieron teñidos de tormentos: ¿alguien me querría a pesar de?, ¿me casaría?, ¿crecería en mi trabajo?, ¿tendría hijos?, ¿seguiría perdiendo audición? Para todo, la respuesta fue sí.
Mi juventud transcurrió solitaria hasta que la tecnología me salvó. El dios módem y los santos BBS, precursores de la Gran Red, me permitieron leer en una pantalla aquello que no escuchaba. Por escrito, desde mi cuarto, hice amigos, me divertí, me conecté. Y entre todas esas voces que ahora sí podía discriminar, estaba la de él (que en la vida real tiene una voz maravillosa). En uno de los chats me animé a escribirle lo indecible: soy hipoacúsica. Él me contestó que escuchaba bárbaro, pero que era gordo. Tal para cual.
Mi novio no se hizo mucho problema con el tema. Su madre, tampoco. Yo no “parecía”.
Pocos meses después de casarme, quedé embarazada, y el miedo a que mi hijo heredara mi problema genético fue mucho menor que el temor a que naciera con otra discapacidad. Conocía lo que significaba la falta de audición, sabría cómo ayudarlo, estaría junto a él, la remaríamos juntos.
Fue entonces cuando comenzó el segundo capítulo de mi vida. Ya no podía disimular. No era eso lo que quería enseñarle a mi hijo. Así que empecé a practicar: hipoacúsica, hipoacúsica, hasta que dejó de temblarme la barbilla y la palabra perdió ese tono peyorativo que tenía para mí.
Tampoco salí a gritárselo al mundo, claro. Pero vaya que era mejor decir; un grandísimo alivio. Ahora se venía la gran prueba, la definitiva: ocuparme de mi hijo en forma independiente, responder a sus necesidades. Al principio creí que mi marido se haría cargo del llanto por las noches. Pero no tuve en cuenta su sueño pesado, a prueba de catástrofes.
Otra vez recurrí a mi gran aliada, la tecnología: un baby-call para personas sordas. Cuando el bebé llora, se prende y apaga la luz del velador. Durante unos seis años y dos bebés, la bendita luz me despertó ante cada gemido y cada llanto. Pero también ante cada trueno, sirena, cada maldito ruido. No me importó; era el precio a pagar. ¿Y mi marido? Bien, roncando (y eso es lo único que agradezco no oír).
Mis hijos crecieron sanos, fuertes, oyentes. Ahora mismo, mientras escribo estas palabras, en la habitación de al lado discuten como buenos adolescentes rebeldes e inadaptados por derecho propio. Mi marido siempre me reprocha que, por no oír, no intervengo. Yo le respondo que ellos sobrevivieron, sin intervención, a todas sus peleas. Pero esta vez me buscan, y cada uno pretende que lo mire y escuche sin distraerme ni una vez, para que le dé la razón. Yo sonrío y me quito el audífono. Los chicos se amigan entre sí y se enojan conmigo.
Hasta aquí llegué. No hay final feliz con recuperación de la audición como en las telenovelas (sí más pérdida, y quitarme el audífono no es una alternativa, porque me aísla del mundo y me sumerge en otro lleno de acúfenos, los ruidos producidos por mis propios oídos).
Sigo sintiéndome estúpida muchas veces, tengo ataques de vergüenza y detesto la impotencia que me produce no poder hablar por teléfono o no escuchar los timbres de mi casa, incluso con audífono. Odio depender. Pero estoy bastante satisfecha con lo que he logrado. Luego de quince años de matrimonio, nos entendemos tan bien con mi marido que ahora soy yo la que se preocupa por el peso y él es el que no me escucha.
Sigo trabajando. Poco periodismo, mucha literatura. Llevo publicados casi veinte libros. Uno para adultos, el resto para chicos y jóvenes. Cosa extraña: cuando era pequeña creía que las personas hipoacúsicas y sordas no podían hacer otra cosa que leer como leía yo, con hambre insaciable.
Descubrir que, por el contrario, los que nacieron sin audición o la perdieron muy tempranamente no entienden lo que leen, me produjo tal cimbronazo que, a los 40, me encontré estudiando de nuevo. Esta vez Logogenia, un método de desarrollo de la competencia lingüística en chicos sordos. Mi profesora fue una profesional de las Letras, tan hipoacúsica como yo. Empezaba a encontrarme, a verme en otros, a saber quién soy.
Y este es mi presente. Ya ven, lo estoy escribiendo en un diario, por fin lo puedo decir. Eso sí: sigo sin “parecer”, y entonces los demás se olvidan de que no escucho bien y tengo que hacer todo el esfuerzo. Basta, che, soy hipoacúsica.