jueves, 12 de enero de 2012

“Aún quedan libreros, pero ya no pueden leerlo todo”


Es escritor y durante el día trabaja en una librería, donde sin conocerlo, le piden sus propias novelas. Dice que con la cantidad de libros que se editan, es difícil recomendar.

En Buenos Aires todo puede pasar. Como pedir un libro en una librería y que el vendedor sea quien lo escribió. Eso es lo que les puede ocurrir a los que piden en El Ateneo Grand Splendid “Los abandonados” o “Las garras del niño inútil”, dos libros de Luis Mey que van por su segunda edición. Los clientes no sospechan que ese afable vendedor rubio y de rigurosa corbata es el propio Mey, escritor de noche de lunes a lunes y librero de día en Yenny de Santa Fe y Callao. “Por suerte, me piden mis libros seguido –cuenta–. Lo que jamás haría es recomendarlos, pero por timidez. Porque creo absolutamente en lo que hago”.
Mey tiene 32 años y empezó a leer gracias a Mafalda. “Me encanta su altísima acidez. Es muy contemporánea”. Un vecino de Béccar le alcanzó otros libros, de autores como Stephen King o Salinger. Hoy es él quien da consejos: “Sugiero empezar con ‘El mundo según Garp’, de John Irving, que es profundo, dinámico, entretenido, triste, pero con partes desopilantes”. Casi como sus libros.
“Las garras...” es una obra tragicómica de inspiración autobiográfica, en la que un chico narra su vida con sus cuatro hermanos, una madre “sumisa” y un padre alcohólico que “le grita a la tele, nos pega a nosotros y después se reconcilia con Dios, a solas”. “Es una selección de situaciones con cierto grado de verdad. Pero es una novela”, aclara Mey. Y cuenta que, antes de leerla, su familia se tomó a mal haber sido la base para los personajes. Pero que después lo aceptaron, cuando vieron que se trataba de ¿ficción? “La alquimia de la vida consiste en hacer oro de la lata –sostiene–. Hay que sobrevivir y hacer algo con las cosas que te pasan”. Además, dice, su libro es una crítica al menemismo: “Los peores años en mi casa encajan en los peores años del PBI del país en los 90”, asegura.
Para marzo anuncia “Tiene que ver con la furia”, que escribió con su amiga y jefa en la librería Andrea Stefanoni. “Es una novela sobre los tiempos líquidos, el día a día. Es sobre gente esperando cambios en su vida. Pero los cambios no llegan por mensaje de texto, hay que construirlos”.
Sus lectores a veces van a El Ateneo a conocerlo. Pero la mayoría de los clientes no sabe que él es escritor. “A la gente la apabulló Google y la simplificación del acceso al contenido –reflexiona–. Pero lo más lindo es ir a las librerías a revolver, a poner el ojo propio en las estanterías como algo lúdico”, dice. Y desmiente que no queden libreros. “Los hay, pero ya no tienen la última palabra ni pueden leerlo todo. Antes se publicaban 2.000 libros por año y ahora, 40.000. Pero leer tarda lo mismo que antes”.
Trabajar en un comercio ocho horas por día estimula la imaginación de Mey como autor. “Hay una retroalimentación entre las dos actividades. En la librería tomás contacto con el accionar psicológico de las personas. Sólo tenés que estar atento”.
Algunas de sus vivencias están nutriendo “La furiosa enciclopedia de anécdotas de librería”, otro libro que prepara junto a dos colegas. Tratará sobre casos y personajes que los libreros enfrentan desde la trinchera de la cultura. Como el confundido, que pide “la novela con la cual Borges ganó el Premio Nobel”. O el “sordo”: “Te pide un libro y le decís que no lo tenés y insiste: ‘¿ni uno?’ Cree que todo existe, como en Google. Y sobre todo el libro, deja de existir”. También es temido el cliente religioso. “Es muy violento –advierte Mey–. No te saluda, pide Biblias, le mostrás donde están y vuelve y te grita: ¿Cómo puede ser que tengan sólo tres?”. Y el “necrófilo ilustrado”. “Si murió Sábato, te viene a pedir algo de Sábato’. Hay muy buenos escritores que hoy no venden pero, cuando mueran, van a ser best sellers”.
Hace seis meses, Mey vivió otra de esas sorpresas que depara la Ciudad. “Vino a la librería el escritor John Coetzee. Lo reconocí y charlamos de libros. Hasta me ayudó a atender a un cliente, al que le aconsejó llevar ‘El aliento del cielo’, de Carson McCullers. Ese cliente jamás supo que habló con un Premio Nobel”

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