miércoles, 13 de julio de 2011

UN  LARGO  VIAJE

CUENTO-AUTOR ALEJANDRO CASAS
 
El ropero negro de la abuela María está dispuesto a resistirse, no quiere una mudanza más. Sus coyunturas desvencijadas tiemblan y sus bisagras oxidadas y resecas parecen crujir cuando se acercan los hombres del flete decididos a encarar la difícil misión de trasladar semejante mole.
Los hombres entran a la habitación y lo miran de arriba abajo y de un costado al otro. Uno de ellos, flaco y desgarbado, saca un centímetro y lo mide a lo ancho y a lo alto, retrocede unos pasos, prende un cigarrillo y, metiéndose la mano por entre el costado de la gorra, se rasca la cabeza. Y vuelve a medirlo, pero esta vez sólo con la mirada.
Otro de sus compañeros, petiso y morrudo, parado en un rincón de la pieza, observa el ropero con pesimismo mientras se acomoda los pantalones y se queja:
-Jah, qué changuita nos espera.
Sentada en su sillón del living, envuelta en un chal de lana con el que se cubre las manos huesudas, la abuela los mira. A su lado su nieto le apoya una mano en el hombro. Y ella murmura con voz lánguida:
-Trátenlo con cuidado que está viejito el pobre.
Llega un hombre mayor y rechoncho que parece ser el jefe y les ordena que empiecen el trabajo.
El petiso y morrudo enlaza el ropero con unas sogas gruesas desde las patas hasta la mitad de las puertas y se le afirma por uno de los costados. Del otro lado el flaco de gorra le calza por debajo sus brazos fibrosos y largos. Y por el medio se acomoda el jefe que no deja de dar indicaciones.
-¡Soliviantalo, Flaco, soliviantalo! –grita con esfuerzo el petiso.
-Pará, Negro, que no pasa por la puerta –le contesta el flaco.
-Pero qué no va pasar. Dejamelo a mí –le ordena quejoso el jefe.
La abuela María se aferra temblorosa a las puntas del chal, se persigna, cierra los ojos y recuerda aquella mañana de octubre de 1924.
La casa de sus padres luce impecable y luminosa por todos los rincones y el personal de servicio trabaja a pleno en el casco de la estancia.
El capataz convocó desde temprano a la peonada debajo de un árbol para darles las instrucciones que cada uno cumpliría al pie de la letra.
Y en el pueblo hacía varios días que comentaban la fiesta que se estaba preparando en la estancia de don Manuel Ormaechea: “Una de las hijas se casorea con Chiquitín Benedetti, el hijo del armero, el que anda en la juventud radical y juega de back para el Atlético”.
Durante toda la mañana no dejaron de llegar regalos y telegramas de saludos. Y cerca del mediodía llegó desde Buenos Aires el regalo de don Manuel para su hija. El juego de dormitorio completo: cama, mesas de luz y ropero, todo de roble negro con unos dibujos muy rebuscados y trabajosamente tallados en la madera. Y los peones lo acomodaron en el dormitorio que seguiría ocupando ella por unas semanas después del casamiento, hasta que pudiera irse a Neuquén donde su novio estaba trabajando y probando suerte desde hacía un tiempo.
Unos meses antes Chiquitín Benedetti había estado sentado en el living de esa casa frente a la estampa inconmovible de don Manuel Ormaechea, pidiéndole la mano de su hija y explicándole con lujo de detalles cómo se ganaba la vida y se abría camino en las tierras desérticas y distantes del territorio nacional del Neuquén. Y apenas terminó con su explicación se quedó en silencio, expectante de la reacción del que, por entonces, era uno de los hombres más respetados de 9 de Julio, no solo por su fortuna de bienes sino también por su fama de inmigrante trabajador que había llegado a la Argentina desde muy joven escapándole a la miseria de las tierras desoladas de Castro Urdiales, en el norte vasco de España.
-Está bien. Hable con sus padres y dígale que en unos días nos juntamos para almorzar y poner fecha al casamiento –concluyó don Manuel.
El chirrido de las patas y de las puertas del ropero la trae a la abuela al presente. Abre los ojos y observa cómo luchan los fleteros para trasladar el mueble.
Su mirada se cuela por entre los movimientos esforzados de los hombres y las puertas desvencijadas del ropero, como si buscara escaparse de esta otra mañana. Y murmura palabras entrecortadas y distantes:
-Aquel día… fue tan hermoso…
Y vuelve a cerrar los ojos para refugiarse en aquella mañana luminosa.
El color lila de las glicinas y el perfume dulce de las madreselvas de color rosa y blanco cremoso sobre las que suspenden su vuelo los colibríes. Algunos azahares tempranos mezclándose con el olor medicinal de los eucaliptos que el soplido de los árboles agita y desparrama por toda la estancia. Los cantos de los pájaros alterados por los movimientos no habituales de la casa. El alboroto de la peonada. El griterío de los perros que reciben a familiares y amigos que llegan desde el pueblo y desde otros pueblos vecinos. La voz severa de su padre. Las risas despreocupadas de sus hermanas que se esconden de la mirada de don Manuel para comentarse ansiosas si vendrán a la fiesta los hijos de Moledo y de Osores Soler. Y su madre que le alisa con paciencia el pelo mientras le cuenta los secretos del matrimonio y le da los últimos consejos de toda buena esposa.
Unas semanas después de la boda María salió para Neuquén. En el vagón de carga, además del equipaje, viajaba el ropero.
El viaje fue largo y penoso. Neuquén quedaba lejos y ella estaba ansiosa por encontrarse con su marido pero también angustiada por alejarse de su familia.
Desde la soledad del camarote veía pasar cada uno de los pueblos al costado del tren que, a medida que se alejaba de la pampa húmeda, eran más distantes y despoblados. Al llegar la noche la soledad y la angustia se hacían más intensas, acentuados por la marcha lenta y somnolienta del tren. Y el corazón se le estrujaba y lloraba sin saber bien porqué.
Neuquén fue el primero de los destinos que recorrió al lado de su esposo. Después se trasladaron a diferentes pueblos de la provincia de Buenos Aires: América, La Plata, Tandil y, finalmente, volvieron a 9 de Julio.
Cumplía el mandato que su madre le había dado el día de la boda: “La mujer debe estar siempre al lado de su marido”. Y el ropero negro fue con ella a todas partes sintiendo poco a poco el desgaste del tiempo, como también lo sintieron el amor por su esposo y el mandato de su madre. “El amor también envejece, María”, le dijo ella antes de morir.
Sentada en su sillón del living la abuela observa los movimientos temerarios de los fleteros que lograron a duras penas traspasar la puerta de salida de la casa.
-Está viejito el pobre –repite aferrada a su chal.
Los hombres ya cargaron el ropero en el camión y se están yendo.
-Lo vamos a restaurar –le dice el nieto, adivinando la angustia que debe sentir.
-¿Sacaste todo lo que había adentro? –le pregunta ella.
Él le responde que sí.
Ella se cubre los hombros y las manos con su chal. Se persigna. Vuelve a cerrar los ojos y murmura:
-No podés haber sacado todo. Son muchos años.
 



Alejandro Casas es Abogado, docente universitario y escritor. Autor del libro de cuentos Encuentros y de las novelas Boca de urna y As de espadas, cuatro de copas.

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