jueves, 14 de julio de 2011

Literatura  Ñ

Bondadoso, siempre lúcido y con un humor implacable

Los reportajes, otro juego borgeano. El recuerdo del periodista que siente haber conocido a Borges antes de nacer y que tuvo el privilegio de entrevistarlo varias veces. Y hubo de atravesar pruebas como responder él mismo a las preguntas y los juegos de su entrevistado.

POR MARCELO A. MORENO - PERIODISTA Y ESCRITOR.

Me gusta pensar que supe de Borges antes de nacer: mis padres se conocieron a la salida de la Sociedad Científica Argentina, después de asistir a una conferencia suya. La realidad dicta que conocí a Borges cuando yo tenía catorce años y él ya era un hombre mayor. A lo largo de los siguientes veinte años lo entrevisté varias veces, hablé con él en diversas ocasiones y fui a algunas de sus conferencias y presentaciones de libros. En una de sus últimas visitas a la Feria del Libro, llevé a mi hijo mayor, que era chico, a que lo viera y lo escuchara. Pocos años después de su muerte, visité su tumba en el cementerio de Ginebra. Considero estos contactos ­muchos fueron regalos del ejercicio del periodismo­ como algunos de los mayores privilegios que he tenido en mi vida.

¿Qué le podía interesar al adolescente que fui de un escritor ya venerable, inmenso, lejano? Poco: me habían fascinado y desafiado algunos de sus complejos cuentos de Ficciones, ciertos de sus poemas me habían conmovido y compartíamos, por así decirlo, la pasión por los vickings y la Inglaterra medieval. Fue mucho.

Lo que más impresionaba de Borges era su bondad, su generosidad. Esas virtudes ­tuve numerosas pruebas de ellas­ competían con su portentosa lucidez, con su humor macedoniano y con su voraz curiosidad. Y se ensamblaban, perfectas, con una cortesía exquisita y las maneras francas de un argentino a la antigua, criollo sin monigoterar.

Alto, de una corpulencia frágil, lleno de las vacilaciones de la ceguera y su persistencia en la duda, siempre de corbata y con los trajes grises que le ponían, Borges tenía algo de ingrávido extraterrestre.

Uno casi podía sentir que ese ser de ojos que miraban, errantes, la nada y de piel clara, casi traslúcida, no era de este mundo.

Había que ser muy insensible o muy indiferente para no darse cuenta, al tratarlo, de la potencia descomunal de la inteligencia que lo habitaba. Porque sin pavonearse ­-casi inconsciente de él-­, el genio de Borges se revelaba en cualquier conversación.

Bioy Casares, su mejor amigo, cuenta en su ejemplar, mamotrético, increíble y divertidísimo Borges ­un diario de los encuentros entre ambos a lo largo de cuatro décadas­ que muchos de sus interlocutores se sentían incómodos ante los silencios de Borges en medio de una conversación. Temían eso inaudito que estuviera pensando y que los descolocaría al ser expresado.

También Bioy ­-que evaluó y estimó mejor que nadie, probablemente, el genio de su amigo­- da cuenta de un Borges iracundo y feroz. No tengo por qué dudar de ello, pero nada de eso se reflejaba en el Borges indulgente y amable que conocí.

Es cierto que Borges era malicioso y le gustaba fabricar maldades, dirigidas, en general, a sus adversarios en el campo literario, y también hacia sus amigos. Pero lo hacía con el espíritu de la travesura, con la misma incorrección política que ponían los reportajes que concedía en hervor de escándalo.

No pocos indagadores de Mozart aseguran que ese monstruo que regó con la mejor música el planeta siempre tuvo una relación lúdica con su trabajo; que, por eso mismo, componer y ejecutar para él suponían juegos que no le presentaban dificultades y sí mucha diversión. Sospecho que en Borges ocurría algo parecido: jugaba con las ideas, las palabras, las tramas ­-por más complejas que fueran­-, la literatura, la historia, la historia de la cultura con la libertad, la irreverencia y el candor a veces maligno que suelen profesar los chicos.

Una vez le pregunté por la comparación que entonces se insistía en hacer entre dos escritores incomparables: él y Sabato. Respondió: "Bueno, me he enterado que lo han traducido en Francia y ha mandado a poner una faja en los ejemplares que dice `Sabato, el rival de Borges’. A mí no se me ocurriría poner una faja que dijera "Borges, el rival de Sabato’, ¿no?". Y se reía, como quien ha hecho una diablura.

Incesante en el juego, en otra ocasión hablamos de Robert Graves, un escritor que a Borges le parecía "curioso" y yo admiraba. Me dijo que él había leído un cuento del inglés en una vieja antología que le había gustado. Y me lo contó con su voz grave y titubeante.

Así me lo relató. Alejandro Magno no había muerto por unas fiebres en Babilonia en el 323 antes de Cristo sino, quizá producto de esas fiebres, había enloquecido y huido. Perdido y perdida la razón, también le llegó la amnesia, mientras sus generales celebraban honras fúnebres para repartirse porciones del imperio. Mientras, él ya ha olvidado todo: el idioma, la cultura, el imperio, la gloria. Pero le quedan sus habilidades mayores: las de un guerrero superior. Entonces, con el tiempo, forma una banda de salteadores que saquea con éxito creciente poblaciones vecinas al país de los partos. Igual que el hombre que edificó el imperio, el bandolero permanece invicto. Pero una tarde, al contar un botín, se fija en una moneda, que tiene su rostro. Entonces recuerda haber sido Alejandro.

Borges me preguntó qué me había parecido el cuento. Le dije que muy borgeano para ser de Graves.

Se hizo medio el ofendido, volvió con el cuento de la antigua edición e insistió con Graves. Yo sabía que Borges "probaba" sus argumentos con interlocutores al azar. Ambos sabíamos. A ambos nos divertía el juego. Que yo sepa, el cuento nunca llegó a escribirlo.

Pero una vez la pasé mal con Borges. Fue después de una entrevista que le hice en Villa Gessell. Estábamos en el lobby de un hotel, lleno del aire y el sonido del mar. Hablamos de su último libro de poemas. ¿Usted tiene el libro ahí?
Le dije que sí. Me pidió que le leyera un poema, "La fama". Lo hice.

-¿Le gusta? Sentí que estaba ante Buda, ante toda la literatura, toda la cultura: ¿iba, por cortesía a mentir?, ¿yo justamente sería piadoso con él? Junté todo el valor que puedo llegar a tener y casi inaudible le dije que no.

-A mí tampoco. Pero, ¿por qué no le gusta?
­

-Y... es muy enumerativo, medio que se reitera.

-Yo pienso lo mismo.

Para mi infinita felicidad alguien vino a interrumpirnos. Después - ­Borges no estaba molesto ni mucho menos-­ seguimos charlando amablemente.

Por entonces yo ya sabía, como lo sé hoy, que nunca más iba a conocer a alguien más inteligente que él. Y que, por su generosidad, muchos accedieron al privilegio como el que yo gocé. Porque Borges, tan extraño y original, también fue un genio de puertas abiertas. Y de par en par.

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