jueves, 21 de marzo de 2013

Por Sandra Langono

Para los que lo pidieron, para los que no lo leyeron, para los que lo quieren volver a leer y para los que tengan ganas... va 
Aún no amanece pero se ha despejado

Domingo de madrugada. El hombre viejo mira para atrás. Ya no llueve. Camina por Acevedo. Dobla al llegar a la esquina de Murillo del lado de la vereda dónde está la sinagoga. Lo sigue un perro y, unos metros más atrás, un niño de rulos negros y despeinados. El hombre da dos o tres pasos; se detiene mirando hacia la esquina de Gurruchaga y ve el lugar desde lejos: un volquete con escombros y los negocios cerrados de una calle bastante oscura. Retoma la marcha hacia allí con paso suave. Las luces de las bombitas del alumbrado son tenues y parecen desteñidas; la bombita del poste de mitad de cuadra está rota; la de la esquina donde está el volquete, también. Hay una humedad en el aire y es como si esa humedad tensara la madrugada. La calle está desierta a lo mejor por la oscuridad o por el frío o por la lluvia que ahora ha cesado o porque es madrugada de domingo y un hombre viejo camina por Murillo sordamente y entre los pasos sordos retumban otros pasos acompasados que parecen venir de no muy lejos, desde Acevedo; es un ruido seco pero nítido, un toc, toc-toc lento, constante y tal vez por eso el hombre viejo se vuelve una vez más. 
Camina un poco encorvado; arrastra los pies. Lleva desatados los cordones de los zapatos. Son unos zapatos anchos, negros, antiguos. El perro husmea entre bolsas de plástico, papeles, hojas podridas que se amontonan en la alcantarilla, colillas y cartones de cigarrillos. Es un perro flaco, de orejas grandes y puntiagudas, petiso, de pelo ralo, marrón oscuro y una cola demasiado larga para su altura. Casi la arrastra. El niño camina con las manos en los bolsillos. Desde lejos, llega el chirrido de unos frenos sobre el pavimento mojado. El niño esconde la cabeza entre los hombros, se acomoda el pelo, se muerde el labio inferior. Después, mira a su alrededor. El cemento huele a brea y a aceite quemado. Hay bolsas de basura que han sido abiertas y cuyo contenido se ha desparramado en el suelo. Es una madrugada sin luna de cielo gris. Todavía hay olor a lluvia y a frío; parece que pronto va a llover de nuevo. El hombre viejo lleva una bolsa en la mano. Es una bolsa de mercado; la carga ladeando un poco el hombro como si dentro llevara algo muy pesado. En el fondo se distingue un bulto. El niño se restriega los ojos, patea una piedrita y bosteza. El pelo de rulos negros le llega casi hasta los hombros. No debe tener más de ocho años. El perro se adelanta, vuelve, corretea, se acerca el niño. El niño le acaricia la cabeza; el perro le lame la mano. Después corre hasta la esquina y desaparece por Acevedo siguiendo la dirección desde donde llegan los otros pasos, el toc, toc-toc lento, constante. Unos momentos después, el perro reaparece, menea la cola y ladra hasta alcanzar al niño. Ahora camina casi pegado a las piernas del niño que le da unas palmadas en el lomo y acerca su cabecita enrulada hasta la cabeza huesuda del perro; le susurra algo. El perro camina en silencio al paso del niño.
El hombre viejo avanza con pasos torpes; la cabeza inclinada sobre el pecho. El pelo gris, hirsuto cae desde debajo del sombrero. Se acerca al cordón de la vereda y estira la cabeza en dirección a la otra esquina, la de Acevedo, parece que no alcanza a ver lo que busca. El niño lo mira hacer, se levanta el cuello de la campera, vuelve a bostezar. Espera apoyado sobre la cortina metálica de un negocio. El perro se echa a sus pies y se lame una pata. 
La lámpara de la esquina de la vereda de enfrente del volquete da sobre la copa de un árbol. El árbol proyecta una sombra oblicua sobre un ángulo y le da un aspecto sombrío, difuso. El hombre viejo se abrocha el sobretodo y vuelve a andar hacia la esquina de Gurruchuga. “¡Capitán, acá!”, se lo escucha llamar con voz apagada como si temiera despertar a los vecinos. El perro, que ahora husmea al pie de un árbol, levanta las orejas y la cabeza; se queda un momento así, luego vuelve a husmear esta vez en una caja de cartón; mordisquea una bandeja de plástico que ha caído de la bolsa de consorcio apoyada en el árbol que está cerca de la entrada de la puerta enrejada de la casa de comidas. En unas horas olerá a lekach, a burrekas, a kreplaj; ahora huele a rancio, a lavandina. “¡Capitán!”, repite el hombre entre dientes y el perro vuelve hasta él con la cola entre las patas, lloriqueando. “¡Capitán!”, lo llama el niño. El perro corre con la cola libre. El hombre viejo hace señas al niño para que haga silencio. “¡Quieto!”, dice el niño en un susurro y el perro obedece; le salta entre las piernas, jadea con la lengua afuera. “Shhh”, dice el niño con el índice cruzado sobre los labios. El perro mueve la cola. El hombre viejo los apura a los dos. El niño se pone a la par y él lo toma de la mano. El perro intenta colarse entre ambos; el niño le indica, con un gesto de la mano, que se ubique del otro lado, entre él y la pared. El hombre viejo murmura unas palabras en voz muy baja. El niño asiente. El hombre le acaricia la mejilla; después mueve la cabeza como diciendo que no y vuelve a mirar para atrás. Los otros pasos han seguido sonando y han llegado a la esquina. Ahora se ve que es una mujer muy vieja que camina apoyada en un bastón. Es un bastón con una punta de plomo; el pomo es una bola de marfil. La mano de la mujer se aferra a él. Lleva mitones negros, de lana, y los dedos, tan arrugados que parecen de papel, se cierran sobre el pomo como una garra. La mujer camina tan encorvada que la barbilla queda apenas unos centímetros más arriba que la mano que envuelve el pomo del bastón. Lleva un gorro de lana que le tapa hasta la línea de los ojos. Lleva un chal negro sobre los hombros y un tapado, también negro, largo hasta los tobillos. El pelo anaranjado, pajizo, parece una peluca. Camina con paso lento pero firme. El bastón adelanta cada paso. Es un ritmo de tres tiempos: el primero fuerte, toc, el segundo y el tercero, suaves, toc-toc.
El perro ha vuelto a retrasarse. Gruñe, agita la cola con las orejas rígidas. Husmea ahora con el hocico metido en el cantero que da sobre la medianera de la entrada de un edificio. Es un cantero ancho donde crecen un helecho, una enredadera y, en el rincón, un filodendron. El hombre viejo tropieza con una baldosa floja unos metros antes de llegar a la sinagoga. La bolsa de mercado se balancea bajo la mano; una manija se desprende y asoma una manta gris deshilachada. Apoya la bolsa en el suelo. El niño se apresura a recoger la manta caída y lo ayuda a acomodarla. El hombre viejo la aplasta con la mano. El perro se acerca; husmea dentro de la bolsa; jadea, gruñe, estira las orejas, agita la cola, se refriega en las piernas del niño, vuelve a ladrar, gira alrededor de la bolsa. El hombre viejo lo aparta con una mano y con la otra recoge la bolsa. Mientras se agacha y vuelve a enderezarse, gira la cabeza hacia la esquina de Acevedo. La mujer muy vieja se ha detenido en el mismo momento en que el hombre viejo y el niño recogen la manta. Ha llevado una mano a la frente encima del gorro de lana que le llega hasta el borde de los ojos y se ha quedado inmóvil. Bajo el haz de luz del farol de la esquina, la piel plagada de arrugas del rostro queda al descubierto. Es una piel muy blanca, y a pesar de que es una mujer casi centenaria, conserva definidos los rasgos de la cara: la nariz recta, la curva de la boca de labios finos; los ojos rasgados, casi transparentes. De pie, sostenida por el bastón, la mujer muy vieja ha estirado un brazo hacia adelante y ha abierto la mano como si quisiera atrapar algo en el aire. La mano tiembla y, de la boca entreabierta, un halo de vapor denota el ritmo de la respiración. Después, ha bajado el brazo y la mano; ha acomodado un extremo del chal que ha resbalado por un hombro; se ha envuelto en él cubriéndose hasta el borde de los labios. Vuelve a caminar y el paso que da el bastón retumba en la calle.
El hombre viejo vuelve a mirar a la mujer pero no se detiene. El niño repite el gesto del hombre y luego vuelve la cabeza hacia él. El hombre mira al niño y le habla; le acaricia el pelo con la mano libre, y con la otra, con la que lleva la bolsa, señala hacia el volquete con un movimiento del índice. El niño mantiene la cabeza hacia arriba buscando los ojos del hombre y con el brazo en alto señala, en cambio, hacia la mujer. Después deja caer el brazo. La cabeza enrulada se dirige hacia las ventanas oscuras de los departamentos de los pisos altos de la vereda de enfrente y parece detenerse unos momentos en una ventana iluminada por una luz amarillenta. Luego continúa ascendiendo hasta dar con las nubes. Camina casi a tientas, atento a los nubarrones. El perro corretea cerca de la bolsa; huele, jadea y le ladra al bulto negro que hay en el fondo. El hombre viejo lo espanta. El perro se refugia cerca del niño y camina, con la cola quieta, unos pasos detrás de él. 
Desde no muy lejos, llegan los ecos de la avenida. Algunos gritos y canturreos de los que trasnochan; un acelerador y una bocina; el ronroneo de una moto. Son ecos solapados, como si en las tres calles, desde la avenida hasta la esquina del volquete, el mundo se hubiera vaciado. No hay autos estacionados en la calle; el silencio parece un grito. Mañana, las tres calles volverán a su trajín. Los camiones de mercadería estacionarán en doble fila como todas las mañanas; se levantarán las cortinas metálicas y darán lugar a las acostumbradas compras y ventas y, en las veredas, sonarán los pasos de empleados y proveedores. De los edificios, niños con guardapolvos y uniformes, de la mano de las madres, partirán a su rutina colegial. Algunos vecinos sacarán a los perros a sus paseos matutinos y los porteros madrugarán en las veredas con las escobas y los desinfectantes. 
Pero ahora, mientras las calles parecen detenidas, niño, perro y hombre viejo han llegado hasta la mitad de la cuadra. En la puerta de la sinagoga, el viejo se detiene un momento; mira hacia la puerta cerrada; niega con la cabeza. El niño y el perro se han adelantado. El hombre viejo los mira desde la vereda del templo; vuelve a mirar hacia la puerta cerrada y luego gira hacia la mujer muy vieja que ahora ha apurado el paso y el toc, toc-toc rompe su ritmo regular y se vuelve torpe, entrecortado. Ella inclina el cuerpo hacia delante, arrastra los pies, aprieta los dedos aferrados al pomo de marfil del bastón y acompaña el movimiento del cuerpo con el brazo libre. Parece que quisiera empujarse; darse impulso adelantando el brazo. El niño hace gestos desde la otra esquina y señala el volquete que está frente a la fábrica de cueros con el brazo estirado y el cuerpo vuelto hacia el hombre viejo. Es un volquete lleno de escombros. El perro corre del niño al hombre, del hombre al niño y otra vez al hombre. Agita la cola, gime, ladra, y los ladridos se amplifican en el silencio de la calle. “Esperáme”, dice el hombre viejo, aún de pie frente a la sinagoga. Después vuelve a marchar hacia el niño que espera en la otra esquina. El perro ha cruzado la calle y huele un montículo de basura que hay del otro lado. El niño está atento a las corridas del perro que ahora salta al pie del volquete como si tratara de trepar. 
El hombre apura el paso y, al hacerlo, renguea; el andar se le vuelve torpe. Cambia de mano la bolsa. El niño llama al perro con la mano; después dirige la cabeza hacia el viejo y señala el volquete. El perro salta y araña la pared de hierro. 
El perro, el hombre viejo y el niño están ahora junto al volquete. El hombre toma la mano del niño que vuelve la cabeza hasta encontrar la cara de hombre. Permanecen un momento así, quietos, silenciosos. El perro gime. El hombre viejo toma al niño por las axilas y lo ayuda a trepar. El perro ha vuelto a ladrar y a arañar la pared del volquete. El hombre ha dejado la bolsa de mercado en el suelo. El niño, de pie en el volquete, de espaldas al hombre viejo, comienza a quitar escombros. Los acomoda como piezas de un rompecabezas. Aparta una lata de gaseosa y una caja de cartón; las coloca en un extremo. Busca los escombros más regulares y aparta los más puntiagudos. Encaja las piedras y arma una superficie plana. El perro ladra, agita la cola, corre de un lado a otro. Se para sobre dos patas; las delanteras, apoyadas en la pared del volquete; la cabeza levantada hacia el niño; las orejas, rígidas. Emite un gemido largo y agudo parecido a un aullido. El niño y el hombre viejo lo reprenden. El perro calla unos momentos. Después vuelve al gemido largo y agudo. Corre con desenfreno hasta la mujer muy vieja que viene avanzando por la otra cuadra. Le salta a las piernas, le mordisquea la falda. Ella tambalea, lo espanta con el bastón, detiene la marcha. Entrecierra los ojos, ciñe el entrecejo, arquea los labios en una mueca extraña. Parece que no entendiera los movimientos del viejo o que los reprobara y, al contraer el rostro, la piel queda desdibujada por un enjambre de arrugas. Lleva una mano a la sien y retoma la marcha con torpeza; se apura. El bastón repite una serie de ecos confusos. 
El hombre viejo se agacha; saca la manta gris de adentro de la bolsa y la sacude. Ahora se ve que el bulto negro que había en el fondo de la bolsa es un estuche alargado. El niño detiene la tarea de emparejar escombros; enfrenta al hombre viejo que ahora susurra, como si orara, sin mirarlo porque se inclina sobre la bolsa de mercado. Recoge la manta gris que había dejado en el suelo y, tras volver a sacudirla, se la alcanza al niño. Juntos la estiran sobre la superficie plana recién preparada. El hombre viejo señala un extremo con el brazo y el niño la asegura con una piedra. Luego, asegura también las otras tres puntas. El hombre le indica que gire con un movimiento circular de la mano; el niño se da vuelta y queda de espaldas. Vuelve la cabeza y el hombre viejo asiente. El niño se sienta sobre la manta, de espaldas a la vereda y con las piernas hacia la calle, atravesado en el centro del volquete. Apoya las manos; estira los codos y se queda mirando para arriba. Aún no amanece pero se ha despejado. El cielo parece lleno de parches: algunos nubarrones se han abierto y hay zonas de cielo limpio. Ha cambiado el viento. Un aire gélido se lleva la humedad y empuja a los nubarrones. El amanecer, que aún no llega, se ha vuelto más frío aún. Entre los retazos de cielo limpio se ha dejado ver una estrella de brillo intenso. Es el lucero, Venus que titila en lo alto. El niño sentado sobre la manta en el volquete, se ha quedado muy quieto, atraído por el paso de las nubes; atento al brillo de Venus. El hombre viejo ahora tiene el estuche negro y alargado en una mano. Mira la cabeza del niño, tirada hacia atrás, vuelta la carita hacia la estrella, caídos los rulos negros sobre los hombros y la espalda. Entonces, el hombre viejo también lleva hacia atrás la cabeza y los pelos hirsutos parecen quebrarse sobre la nuca. Se queda unos momentos con los ojos fijos en Venus. El perro gime, salta; trata de trepar al volquete arañando el hierro de la pared; ladra. Los ladridos retumban en la calle; cerca de la esquina retumban los ecos caóticos del bastón. La mujer muy vieja recoge un borde de la falda con la mano libre; trastabilla, el pie derecho se dobla y el izquierdo choca con él; el cuerpo se desequilibra hacia delante. La mano que aferra el pomo de marfil del bastón se abre en abanico y el bastón cae con estrépito. La mujer muy vieja, a punto de desplomarse, alcanza la pared; parece que se ha golpeado o que se ha raspado los dedos porque los refriega pegada al muro. Apenas un segundo después se la ve retomar la penosa marcha hacia la esquina, sosteniéndose de la pared. El perro va y vuelve: de la mujer al hombre y al niño; otra vez a la mujer y otra vez al volquete. El hombre viejo intenta abrir el estuche negro pero le tiemblan los dedos y se le enredan en el lazo que ata al estuche; el viejo forcejea. El niño sigue atento a la estrella. Parece consternado y al mismo tiempo atraído por ella, como si la intensidad del brillo lo fascinara. El hombre viejo consigue desanudar el lazo. Abre la boca del estuche, mete una mano y luego la desliza hacia fuera. Los dedos apretados alrededor del mango negro. Oculta el brazo detrás de la espalda. La hoja de acero, al final del mango, atrae al perro que salta y se coloca en posición de ataque. Las orejas y la cola, rígidas, el lomo arqueado, las patas firmes sobre el suelo; aprieta los dientes, alza los belfos, jadea, gruñe.
El hombre viejo se acerca al niño. Le indica que se acueste. Señala con la mano libre el borde del volquete que está de su lado. Palmea en la piedra. El niño gira sobre sí. Se sostiene en las manos, recoge las piernas y se desliza un poco hacia atrás. Apoya la cabeza en el lugar dónde el hombre aún mantiene la mano sobre el escombro. Estira las piernas hacia la calle. El hombre viejo acaricia la cabeza del niño; retira los rulos negros caídos sobre la frente y la besa. Es un beso lento, suave. El niño lleva la cabeza hacia atrás y abre los ojos, buscando los del hombre viejo, y sonríe. El hombre cruza un dedo en los labios en señal de silencio. Luego, toma un brazo del niño y lo coloca al costado del cuerpo; el niño acomoda el otro brazo. 
La mujer muy vieja llega hasta la ochava de la esquina. Ya no tiene pared de dónde sostenerse. El bastón ha quedado tirado unos metros más atrás. Ella se aferra con las dos manos a la reja del portal del negocio de la esquina. Queda allí congelada, detenida. El hombre viejo también ha quedado inmóvil, de pie detrás del volquete, con la cabeza caída sobre el pecho y los brazos colgados a los costados del cuerpo. El vapor que le sale de la boca y el vaivén de la espalda delatan la agitación. El perro gruñe y muerde los pantalones del hombre viejo. El niño permanece ajeno, fuera de la escena; sonríe con la cabeza dirigida a la estrella, la frente limpia, los rulos negros desparramados a los lados de las sienes.
El hombre viejo da un paso atrás. Los dedos siguen aferrados al mango del cuchillo. Suspira. Después, se adelanta y besa la frente del niño una vez más. Entonces, con un brazo, le rodea el cuello y levanta el otro por encima de su cabeza. El niño intenta levantarse cuando descubre la hoja de acero sobre sí. Los ojos del niño se abren con desmesura. El perro ladra enloquecido; salta, hunde los dientes en la pierna del hombre. El hombre lo aparta. El brazo tiembla en alto. El brillo del acero parece parpadear. El grito de la mujer corta el aire:
“¡No, Abraham! ¡No!”

(2 premio Victoria Ocampo, 2012)

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