martes, 25 de diciembre de 2012

Las navidades ajenas
Por Federico Andahazi


Recuerdo las navidades de mi infancia con esa grata nostalgia que dejan los deseos cumplidos. Cuando yo era chico vivíamos con mi madre en casa de mis abuelos. Mi abuelo, socialista y agnóstico intransigente, se resistía a celebrar toda ceremonia que tuviese un origen religioso.
De manera que en mi casa no se festejaba la Navidad. El arbolito, los preparativos, los regalos, las compras de la víspera, eran parte de un mundo tan ajeno como anhelado. A través de la ventana de mi cuarto podía ver cómo, en el edificio de enfrente, cada departamento se iba poblando de luces y adornos, mientras mi casa permanecía como si nada sucediera. No era, sin embargo, una cena igual a la de todos los días; comíamos más tarde y, como por casualidad y aprovechando el feriado del día siguiente, esperábamos la medianoche. Entonces, cuando empezaban a tronar los petardos, salíamos al balcón para ver las luces de los fuegos artificiales que volaban por sobre la cúpula del Congreso. Iluminado por aquel destello multicolor, yo festejaba secreta y silenciosamente. No podía evitar querer ser parte de la fiesta, brindar como lo hacían mis vecinos y esperar sentado cerca del arbolito que dijeran mi nombre para recibir mi regalo. Así eran las navidades en casa, hasta que, en las fiestas previas a mi ingreso en la primaria, sucedió un hecho en apariencia intrascendente. Estábamos en el balcón viendo la repetida escena de los festejos en el departamento al otro lado de la calle Ayacucho, cuando, en el mismo momento en que yo me imaginaba abriendo el envoltorio de un paquete enorme, me encontré con la mirada severa de mi abuelo que, acodado en la baranda, parecía haber descubierto mis pensamientos. Ambos desviamos la vista con cierta incomodidad pero sin decir palabra. Creí ver en sus ojos el brillo del enojo. Nadie más fue testigo de aquel diálogo mudo.Recuerdo que al día siguiente había ido a jugar a la pelota al garaje junto a mi casa, aprovechando que estaba cerrado. Cuando volví pude ver en un ángulo del living, un árbol de Navidad nevado, resplandeciente y decorado con luces que iluminaban todo el cuarto. Tardé en descubrir que, al pie, había un paquete envuelto con papel metálico rojo en cuya tarjeta estaba escrito mi nombre. Pero muchos años más demoré en entender lo que había significado para mi abuelo haber armado con sus propias manos aquel arbolito que apenas sobrepasaba mi estatura infantil y, sin embargo, me pareció el más grande del mundo.

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