La noche no mostraba ninguna estrella en su firmamento, tal vez llovería de un momento a otro. Sin embargo, esto no lo preocupaba. Sus sentidos se limitaban a todo lo que sucediera dentro de aquel destartalado vehículo. El sonido del motor era fuerte, casi lo aturdía de a ratos, y no le dejaba mucho espacio para las reflexiones.
La ruta se estaba mojando, había comenzado a llover, y al automóvil, descubrió, los parabrisas no le funcionaban bien, lo que hacía la visión hacia delante muy limitada.
El motor de Taunus produjo un seco estampido, e inmediatamente comenzó a perder fuerza, hasta detenerse por completo. La habilidad de su conductor lo depositó en la banquina.
Levantó el capot, empapándose en el proceso, debido a que la lluvia caía con más fuerza que antes. Sus ropas, compradas días atrás, se pegaron a su cuerpo. Su cabello se aplastó y deformó como si acabara de salir de una ducha. Los cigarrillos que llevaba en el bolsillo derecho de su camisa se humedecieron, estropeándose por completo. Esto último fue lo que más lo apenó, porque le hubiera gustado fumarse un cigarrillo antes de terminar con lo que tenía que hacer.
A pesar del agua que caía con violencia sobre el motor del Taunus, de este salía un poco de humo. Fundido, pensó.
Volvió a sentarse al volante del automóvil, sintiendo frío; porque la noche se había enfriado, y porque no había parte de su cuerpo que estuviera completamente seca.
Se dedicó a mirar los vehículos que pasaban por la ruta, a su lado. Ninguno se detendría a socorrerlo, con la lluvia y de noche. Tampoco lo deseaba. Vio algo que le llamó la atención, del otro lado de la ruta: un indicador de kilómetros.
Decidió cruzar la cinta asfáltica y ver a qué distancia se hallaba de su destino. Trescientos cuarenta y ocho, indicaba el pequeño cartel. Había recorrido más camino del pensado. El lugar adonde iba, El paraíso, se encontraba un kilómetro más lejos.
Volvió al Taunus, mientras miraba el cielo. La tormenta no daba señales de amainar. Al agua que caía de a chorros se sumaban ahora truenos y relámpagos lejanos que formaban un espectáculo hermoso y un tanto atemorizador. Tal vez tardaría horas en amainar.
Tomó una decisión. Le había tomado tanto tiempo decidir lo que haría esa noche, que no quiso detenerse por un kilómetro. Abrió la puerta y comenzó a caminar. La lluvia era más fuerte aun que antes; las gotas casi dolían al golpear la piel.
Bajo esas condiciones caminó un trecho de quinientos metros. Lo supo gracias a su extraordinario sentido de la orientación. Sintió que ya casi había llegado, que había valido la pena. La ruta y la oscuridad lo atemorizaban un poco, como tantas otras cosas, pero pronto no lo harían más.
La lluvia bajó su intensidad, gesto fútil, porque una de sus víctimas ya se había empapado por completo.
Los vehículos que pasaban a su lado, ¿qué pensarían?. No le importó demasiado. Un conductor, más piadoso o más curioso que los demás, se detuvo a su lado.
-¡Pibe! –le gritó sin abrir la ventanilla. -¿Qué te pasó?
-¡Nada, se me perdió algo en la banquina! –le respondió en el mismo tono -.¡Dejé la camioneta adentro del campo!.
Al decir esto, señaló un campo que tenía la tranquera cerrada, detrás de la cual se abría un oscuro camino.
El conductor hizo un gesto vago y su auto, segundo más tarde, se había perdido en la noche.
Se felicitó a sí mismo por haber salido del paso con tanta maestría. ¡Qué facilidad para inventar una piadosa mentira!. Por suerte, aquel hombre era un perfecto desconocido. Hubiera sido ya demasiada mala suerte encontrar a un conocido a cuarenta kilómetros de la ciudad, pero... cuando andás mal, andás mal.
Aceleró la marcha. Si lo pensaba demasiado, terminaría por no hacer nada. Y cuanto más tardara en llegar a destino, más tiempo tendría para pensar.
La lluvia había disminuido al nivel de una llovizna fina, cuando su sentido de la ubicación le indicó que ya debía estar muy cerca de su destino. Por fin, pensó, aunque no podía dejar de pensar que estaba pagando un precio muy alto por librarse.
Le llamó la atención la velocidad a la que venía un automóvil rojo. Parecía ir aminorando la marcha, como si fuera a frenar en cualquier momento. Ingresó en un camino que se abría campo adentro, a un costado de la ruta. Con esperanza, forzó la vista y avanzó casi corriendo.
Y lo vio. El edificio blanco, al costado del cual había una docena de automóviles estacionados. En la pared del frente de la rústica edificación, se podía leer “paraíso”, escrito en letras grandes, negras y rectas.
Sintió un alivio enorme, combinado con miedo. Tendría las pruebas y los testigos, ya que el lugar estaba aparentemente lleno de gente, la mayoría de ellos seguramente de la ciudad. Cruzó la ruta, penosamente, calculando la distancia a la que venía un camión por la otra mano. Al pie del camino al Paraíso, pensó que debía ser fuerte.
Segundos antes que el camión llegara, corrió de nuevo hacia dentro de la cinta asfáltica, con tan buen sentido del tiempo y la distancia que el conductor no atinó a nada. Lo último que vio fueron las luces que lo enceguecían, y su último pensamiento, inconexo, incluyó algo relacionado al paraíso, junto con problemas de la vida que no tienen solución.
No hay comentarios:
Publicar un comentario