En uno de sus libros Georges Perec –de quien este año se cumplen treinta años de su muerte– refería que, en cierta ocasión, le tocó visitar en una misma semana Londres, Berlín y Nueva York, y que, curiosamente, en las tres ciudades comió comida china o, mejor aún, la comida que, según la idiosincrasia de cada una de las ciudades visitadas, se considera “comida china”. La conclusión era que en cada lugar había una versión similar, pero adaptada, de lo que seguramente en China no se reconocería como comida china.
Todos, seguramente, hemos vivido algo similar. Por caso, una vez, en la destilería del tequila Herradura, muy cerca de la ciudad de Tequila, en el estado de Jalisco, México, una muy simpática y nacionalista empleada de la planta –ahora comprada por capitales estadounidenses–, mientras oficiaba de guía, me dijo que ellos hacían tequila para México, pero fundamentalmente para los Estados Unidos. “Pero el que toman los gringos –confesó– no es tequila. Es otra cosa que usan para mezclar, una cosa de flojos que ningún mexicano bebería.” Y para corroborar sus dichos, procedió a convidarme con una y otra especie. Ambas se llamaban “tequila”, pero una de las dos no era tequila.
Ambos ejemplos pueden aplicarse a muchas otras cosas. Por caso, a la construcción de viviendas o automóviles, la manera de festejar las fiestas y efemérides, el comportamiento en la vía pública, etc. En la oportunidad, me sirven para señalar que la actitud con que se publican libros en las distintas lenguas y en los diferentes países no es la misma.
Como con la comida o el tequila, lo que se publica depende de la idiosincrasia de cada lugar. Y para probarlo bastaría con recorrer de manera razonada los estantes de alguna librería inglesa o estadounidense. De hacerlo, uno descubriría, por ejemplo, el espacio que en los países sajones se le asigna a los libros de divulgación científica.
Una simple comparación con el espacio que en las librerías españolas, argentinas y mexicanas ocupan esos mismos libros permitiría –con las excepciones de rigor, claro– comprobar la indigencia de edición en castellano sobre la materia. Y no es porque no haya quién los escriba, sino porque en los países de habla castellana parece casi excepcional que alguien los edite.
Otro tanto ocurre con las biografías y autobiografías, con las correspondencias y los diarios, a los que también pueden sumarse los libros de viaje, los de entrevistas y los ensayos sobre música. Todas estas especies corren una suerte análoga.
Los editores de lengua castellana suelen despreciar esos géneros arguyendo ventas insuficientes, como si la mayoría de las novelas que publican vendieran efectivamente más, lo que de ninguna manera es cierto. Y la excusa, invariablemente es la misma: aquí no hay tradición para esos temas.
Lo primero que se me ocurre pensar es que, para que haya una tradición hay que empezar a construirla alguna vez; vale decir, debe haber más autobiografías y biografías, y más libros de viajes, y ensayos sobre música para que haya gente que aprenda a escribirlos y luego, más lectores con costumbre de leerlos.
Sin embargo, pensar la cuestión de esa manera no sirve porque, si simplemente nos atuviéramos a poner en valor lo que ya existe –esto es, a invertir la misma cantidad de dinero en publicitar esos libros que los libros de autoayuda, o los escritos por la gente de la farándula, o las muchas bazofias que mandan las casas matrices de las grandes editoriales a sus filiales transatlánticas–, sería fácil descubrir que en casi toda Latinoamérica hace realmente mucho hemos empezado a trabajar esos géneros, pero, por muy distintas cuestiones –muchas veces, incluso ajenas al decurso de la historia editorial–, no hemos tenido la continuidad necesaria como para que esos libros –que, repito, existen– se hicieran carne en la gente.
Una historia dilatada
Por lo dicho hasta aquí, causa un cierto embarazo cuando con alguna frecuencia alguien sale a cacarear a los cuatro vientos que en la Argentina –para hablar ahora de algún lugar bien definido–, han comenzado a escribirse crónicas o que la literatura de viajes está cobrando importancia.
La crónica, desde la Colonia, pasando por Sarmiento, Mansilla, Wilde, Fray Mocho, Payró, Gálvez, Arlt, Gache, Loncán, Victoria Ocampo, Abelardo Castillo, Mujica Lainez y tantos otros, hasta llegar a María Moreno y Martín Caparrós –acaso los maestros actuales del género– está presente entre nosotros desde siempre. Otro tanto, recurriendo casi a los mismos nombres, podría decirse de la confesión autobiográfica, de la literatura de viaje y de otros tantos tipos de escritura ligadas a la intimidad. Y quien lo dude, ahí tiene los magníficos libros que tanto Adolfo Prieto como Sylvia Molloy escribieron al respecto, mucho antes de que todo esto fuera una moda.
Entre los muchos antecedentes que tiene el mercado editorial actual, de este tipo de literatura podrían nombrarse Centuria porteña. Buenos Aires según los viajeros extranjeros del siglo XIX , de Rafael Alberto Arrieta y Estampas del pasado , de José Luis Busaniche. A estos habría que sumar los tomos de las colecciones dirigidas por Gregorio Weinberg, primero, para la editorial Solar, más tarde, para Hachette y, finalmente, para Solar/Hachette, nutridas con valiosas traducciones de Carlos Aldao, entre otros. También, la bellísima Colección Buen Aire de la editorial Emecé que, siempre, a través de Bonifacio del Carril –padre–, se dedicó a recuperar el pasado argentino. O los muchos libros publicados por las hoy desaparecidas Plus Ultra y Marymar. O las crónicas debidas a militares contemporáneos de Roca, dedicadas a lo que antes se llamaba “la conquista del desierto”, que publicó EUDEBA durante la última dictadura.
Todas esas colecciones y editoriales nutrieron mucho después tanto a la Biblioteca Argentina de Historia y Política como a la colección Nuestro Siglo –ambas de Hyspamérica–, y bastante más tarde a editoriales como A-Z Editora, Emecé (Colección Memoria Argentina), Zaguier & Urruty y El Elefante Blanco, las cuales, a pesar de haber eliminado en muchos casos los prólogos de las ediciones originales de Weinberg –de cuyas traducciones sin embargo se sirvieron–, tuvieron la decencia de, por lo menos, haber sumado nuevos títulos a los que ya habían sido publicados anteriormente.
Y todavía más acá corresponde mencionar la excelente Colección Reservada del Museo del Fin del Mundo, que dirigieron Alejandro y Rafael Winograd en EUDEBA, y la hoy discontinuada y salvajemente saldada colección Nueva Dimensión Argentina, dirigida por Gregorio Weinberg para la multinacional Taurus, que, como Alfagura y Aguilar, pertenece al Grupo Anaya.
A todos estos libros –que incluyen prácticamente todos los géneros antes mencionados y que sólo la ignorancia y la desidia no toman en cuenta– se sumaron más recientemente la serie que dirige Nerio Tello para Ediciones Continente –que recupera títulos de Solar/Hachette y Marymar, entre otras–, y la Colección Nuestra América, que María Moreno –una defensora histórica del género, con independencia de lo que se vaya a usar esta temporada– dirige para la editorial Eterna Cadencia.
Sin embargo, por la seriedad de varios de sus volúmenes, por la muy esmerada presentación y por aportar finalmente algo nuevo a lo ya muy trasegado, merece destacarse muy especialmente la Serie Viajeros que, para la colección Tierra Firme, “coordina” –y no se entiende por qué curioso designio editorial no “dirige”– Alejandra Laera para la filial argentina del Fondo de Cultura Económica.
Nombres para recordar
A la fecha, la Serie Viajeros publicó Rumbos patrios , con selección y prólogo de Jorge Myers plantea una selección de textos de Félix de Azara, Manuel Belgrano, Conde de Cabarrús, Concolorcorvo, Tomás de Iriarte, Dámaso Larrañaga, José María Paz, Familia del Pino y Bernardino Rivadavia referidos a la circunstancia del viaje entre fines de la Colonia y la Independencia.
Otro de los títulos es Cuadros de viaje. Artistas argentinos en Europa y Estados Unidos (1880-1910), que tiene selección y prólogo de la prestigiosa investigadora Laura Malosetti Costa y que incluye textos de Ernesto de la Cárcova, Pío Collivadino, Fernando Fader, Martín Malharro, Graciano Mendilaharzu, Lola Mora, José León Pagano, Eduardo Schiaffino, Eduardo Sívori y Rogelio Yrurtia, la mayoría de los cuales no volvieron a publicarse tras su primera edición en diarios y revistas.
Por su parte, Esplendores del Centenario , con selección y prólogo de Leandro Losada, reúne textos de miembros de la elite argentina que viajaron a Europa y los Estados Unidos, entre 1900 y 1916; se trata de los Senillosa, los Uriburu, Julia Valentina Bunge, Angel Gallardo, Adolfo Bioy, María Rosa Oliver, Carmen Peers de Perkins, Elvira Aldao de Díaz, Carlos Pellegrini, José Ingenieros y Enrique Larreta.
Hacia la revolución. Viajeros argentinos de izquierda , con selección y prólogo de Sylvia Saitta, ofrece una contrapartida a la visión registrada por la alta burguesía; las distintas entradas están firmadas por Carlos Astrada, Elías Castelnuovo, Norberto Frontini, Rodolfo Ghioldi, Bernardo Kordon, Leopoldo Marechal, Ezequiel Martínez Estrada, Jorge R. Masetti, María Rosa Olivier, Aníbal Ponce, Enrique Raab, León Rudnitzky y Alfredo Varela.
Por su parte, Pasaje a Oriente. Narrativa de viajes de escritores argentinos , con selección y prólogo de María Sonia Cristoff, le agrega algo de exotismo al rumbo elegido por los viajeros desde una perspectiva más netamente literaria: son textos de Domingo Faustino Sarmiento,, Lucio V. Mansilla, Eduardo Wilde, Ricardo Güiraldes, Jorge Max Rhode, Raúl González Tuñón, Raúl Rosetti, Pablo Schanton, Anna-Kazumi Stahl, Pastor Obligado, Rodolfo Rabanal, Martín Caparrós, Matilde Sánchez, Edgardo Cozarinsky, María Martoccia, María Moreno y Matías Serra Bradford.
Hay asimismo otros dos volúmenes dedicados a autores únicos. Uno es El arte de viajar. Antología de crónicas periodísticas (1935-1977) que, con selección y prólogo de Alejandra Laera, se dedica a Manuel Mujica Lainez, un viajero inveterado que, más allá de estos textos aparecidos en la prensa escrita, ya había dedicado otros libros a sus recuerdos e impresiones de viaje.
El otro, La viajera y sus sombras. Crónica de un aprendizaje , con selección y prólogo de la brillante Sylvia Molloy, se dedica a Victoria Ocampo, otra gran viajera argentina, a partir de una estructura que nos permite entrar paulatinamente en los viajes de la directora de Sur y en la manera en que estos fueron cambiando a través del tiempo.
Como ya fue dicho más arriba, es de desear que estos esfuerzos tengan la continuidad que merecen y que no estén supeditados a las necesidades de los administrativos ni del marketing, sino a la férrea voluntad de editores, en lo posible adultos y cultos, de demostrar, como Jean-Paul Sartre le hace decir a su personaje Kean –de la obra homónima–, que se puede alcanzar la Luna, al fin y al cabo, nada más que un queso en el cielo.
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