Por Israel Díaz Rodríguez (escritor Colombiano)
Lo mandaron para el Seminario porque a la usanza de la época, cuando en la familia había dos hijos varones, el mejor parecido era para que estudiara leyes y al menos favorecido físicamente por la Madre naturaleza, al Seminario.
Esta regla fue la que aplicó la familia Cerruti, cuando sus dos hijos varones llegaron a la edad de ser enviados a estudiar a la ciudad, pues en el pueblo solo había un colegio de monjas en donde los niños recibían la educación primaria.
Al hijo mayor buen mozo, lo enviaron a la capital de la república a estudiar leyes en una de las más famosas Universidades del país, regida por sacerdotes jesuitas, allí le matricularon y allí se graduó de Abogado penalista.
Al menor, de alta estatura, desgarbado, y no muy bien parecido, lo mandaron a la capital departamental al Seminario Mayor de los padres Eudistas. El muchacho sin protestar, obediente y sumiso, consciente de su destino, se adaptó aparentemente a la vida monástica y por su manera de ser y comportamiento, se hizo al afecto de los directivos del Seminario quienes desde el principio, vieron en él, un futuro y virtuoso sacerdote.
Desde el momento en que entró al Seminario, se le llamó: “el seminarista”, venía al pueblo una vez al año en las vacaciones de Noviembre y en lugar de irse con los primos y demás muchachos de su edad, a jugar, se iba a la casa cural y se ponía a las órdenes del párroco para ayudarle en todos los oficios religiosos.
La casa en donde vivían era de dos pisos, y la escalera para subir al segundo estaba colocada justamente frente a la mesa del comedor, desde allí aunque no lo quisieran, los que estaban sentados en ella, veían las piernas de las personas que subían, por ello, ordenó que le cambiaran de posición – a la mesa - para que todos dieran la espalda a la escalera y así evitar el pecado de verles las pantorrillas a las damas..
Un día el señor Cerruti resolvió trasladar su numerosa familia a la capital, arrendaron una casa de esos caserones coloniales de la ciudad de Cartagena con muchas habitaciones, por ello adecuaron algunas para recibir estudiantes provincianos como pensionados, que con el pago de sus mensualidades, ayudaban a la familia para sufragar los gastos que demandaba su sostenimiento, o sea, pago mensual de los servicios de agua, luz y teléfono.
Estos jóvenes, estudiantes de carreras universitarias, acostumbraban los sábados, quedarse en la tienda de la esquina, tomando cervezas y echando chistes.
El seminarista al principio, pasaba por otra calle para no encontrarse con los que departían en la tienda. Con el correr de los días, su hermano mayor, el apuesto joven estudiante de derecho, lo fue llevando a la tienda para que tomara gaseosas, conociera a otros jóvenes y se hiciera amigo por lo menos de alguno de ellos.
Todo trascurría normalmente, el seminarista llegaba, saludaba a los demás jóvenes, muy formal, sin participar de la conversación y mucho menos reírse de los gracejos de los muchachos, que en ocasiones referían chistes fuera de tono, eso le estaba prohibido pues así ofendía sus religiosos principios, como se lo habían inculcado en el Seminario.
Así transcurrieron los primeros días hasta que un sábado, vistiendo la clásica sotana de color negro, abotonada hasta el cuello, sombrero del mismo color de la sotana, el clásico de uso sacerdotal, se sentó en la mesa que ocupaba el grupo de los llamados “punta brava” y en lugar de pedir una gaseosa, que era lo que tomaba, pidió una “Costeñita” - cerveza que estaba recién puesta en el mercado - para probar a que sabía. A la primera le puso mala cara, a instancia de sus compañeros, se tomó otra y otra, perdida la cuenta y ya entusiasmado, sorpresivamente se paró de la mesa, todos creyeron que se había ido a la casa a dormir arrepentido por haber ingerido bebidas alcohólicas.
Grande fue la sorpresa de sus compañeros de mesa, cuando lo vieron regresar ya sin sotana ni sombrero, pidió una cerveza más y empezó a referir chistes verdes, ante el asombro de todos.
Poco fue el tiempo que allí permaneció, pues no faltó quien fuera a avisarle a los papas que su hijo el “seminarista”, estaba en la esquina tomando cervezas en competencia con los demás estudiantes. Sus padres como era de esperarse, montaron en santa ira, vinieron a la tienda y se lo llevaron para la casa en donde bajo vigilancia estricta, durmió esa noche.
A la mañana siguiente, lo llevaron al Seminario, hablaron con el Prior y le pidieron que no le dejara ni siquiera asomarse a la ventana y mucho menos, comunicarse por teléfono, prohibirle terminantemente, las salidas los fines de semana. Esta férrea disciplina, pérdida de toda libertad, lo obligó a tomar la determinación de fugarse lo cual logró con la complicidad del vigilante nocturno, ya fuera del claustro se perdió por unos días, luego se fue a casa de una tía quien lo acogió y le mantuvo escondido evitando así que tomara mal rumbo.
De acurdo con la tía, se pusieron en contacto con la secretaria de la Facultad de Medicina de la Universidad de Cartagena, esta les informó que estaban abiertas las inscripciones, la tía le prestó el dinero para la inscripción, ya inscrito, se presentó al examen y lo aprobó. Con la credencial en la mano, se atrevió volver a casa de sus padres.
Su madre aún disgustada, le extendió los brazos, el padre le increpó severamente, pero ante el hecho cumplido, no tuvo sino que dar por aceptada la situación.
Fue un estudiante de medicina brillante, se graduó con honores, una vez cumplidos los compromisos con el servicio de Salud de su país, se fue a los Estados Unidos, allí se especializó en pediatría, de regreso a la patria, ejerció su especialidad como uno de los profesionales más prestigiosos de la ciudad, llegando a ser profesor y Rector de la Universidad de Cartagena.
La cerveza hizo perder un cura, no se sabe si bueno, regular o malo, pero lo que si se sabe, es, que fue un médico pediatra exitoso, cuya memoria está inscrita en los anales de la Universidad y en el recuerdo de muchas generaciones.
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