Mica, la hija menor
de Osvaldo, me había contado que una de sus amigas le había hablado de que
algunas noches, en la estación de La
Trocha , se escuchaban ruidos raros y hasta decían de que
algunos habían visto encenderse una tenue luz.
-
Sí, como si se moviera gente – me dijo Mica, la hija de
mi amigo.
-
No todas la noches, pero sí, algunas. Como de
...movimientos apurados, arrastrar de muebles y hasta de voces y chillidos de
ruedas de acero frenando sobre rieles.
Varias nochecitas me acerqué al lugar
con intenciones de inspeccionar el antiguo edificio cargado de recuerdos y
anejado de cosas que malhabidos han ido retirando de a poco.
Costaba
caminar entre las ruinas de lo que había sido, más si se trataba de una antigua
estación del ferrocarril y hacerlo de noche.
Había
tomado esa costumbre como queriendo rememorar en las sombras antiguos tiempos.
La sombras ayudan a hacerlo.
Por el
vecindario hablaban de ruidos extraños. Decían escucharlos en las noches más
negras en la antiguas instalaciones. Golpes, zumbidos, pasos, arrastradas y
algunos, hasta habían escuchado un especie de campana.
Varias
noches acudí a esos lugares, no pretendiendo detectar o escuchar los mentados
golpes, sino que más bien tratando de revivir antiguas vivencias. Allá por
milnovecientos sesenta y pico, en el tren de las 15 y 30, varios muchachitos
habíamos acudido a despedir al Padre Manuel que era trasladado a General
Villegas, por más que habláramos con el Obispo para tratar de evitarlo.
El
Padre Manuel era emblemático para los chicos de aquellos tiempos. Desarrolló
una pastoral juvenil de alto vuelo. Logró que muchos de nosotros nos
congregáramos en los fondos de la
Catedral , para bajo su tutela, desarrollar una serie de
actividades. Teníamos una pista para carrera de bicicletas (los fondos de por
aquel entonces eran baldíos que supimos adecuar para nuestros eventos) que
rodeaba una canchita de fútbol. Allí alternaban el ciclismo y el fútbol, bajo
la atenta mirada del curita que arremangando su sotana pedaleaba y pateaba.
Teníamos teatro de títeres, talleres de guitarra, de coro... Eso sí,
monaguillos era lo que le sobraban, como también coreutas infantiles,
procesionarios y hasta acompañantes en los servicios religiosos que se
brindaban en las comunidades del interior del Partido faltas de curas.
El curita se había
aquerenciado entre los muchachitos. Tras la iglesia, en un terreno baldío,
arremangado de sotana y con todos nosotros, meta pala y rastrillo había
nivelado el terreno que libre de cascotes, vidrios y elementos extraños se
convirtió en una canchita de fútbol rodeada de una pista presta para
carreras pedestres o de bici.
Allí nos reuníamos los fin de semana,
desde el viernes no bien finalizadas las clases para armar flor de partidos y
de carreras, entreverados con Padrenuestros, Avemarías y ayudas de misa en las
cuales los vestidos de monaguillo tapaban parches y rodillas sucias.
Esa tarde me había presentado con mi
hermanito de la mano vistiendo una rozagante camiseta de Rìver.
-
Miren, llegó “Pepiyo” -dijo Pedro.
Pepiyo era un jugador español que
alineaba por aquel entonces en la huestes del Club Millonario.
A mi hermano todo el mundo lo conoció
más por “Pepiyo” que por su nombre Jorge.
Esa tarde la carrera tenía muchísimos
inscriptos de todas las categorías: 28, 26, 24 y 22. Yo en la más chiquita
largaba como en la quinta fila detrás de Fermìn con una rodado 24. Largada la
competencia meto la rueda de mi bici por la “cuerda” para sustraerle el puesto
a Fermìn. Ya tenía prácticamente el puesto ganado, cuando se cierra y me hace
aterrizar sobre la tierra. Embroncado tiré mi bici deteriorada al fondo del patio y corriendo al galponcito de
la herramientas me armè de un rastrillo y me acerqué al pelotón que ya llevaba
transcurrida varias vueltas. Cuando frente a mí lo tengo a Fermín, de un envión
meto el cabo del rastrillo entre los rayos de su bici. Volaron los rayos,
llanta y goma. La horquilla clavada en el piso arroja por el aire a Fermín que
va a dar con toda su humanidad contra el tapial de la comisaría. El Padre
Manuel arremangando nuevamente su sotana me tiró un patadòn que si daba en el
centro seguro habría producido un hematoma incomodo de asentaderas. Yo, rajé a
mil.
En otra maratón ciclística de varias
vueltas y con todas las categorías y edades participantes, por decantación y
cansancio, dos llegaron a la final de la bandera a cuadros caída en manos Padre Manuel: “el Garza” con la 28 y yo con
la 22 entre los bulliciosos vítores de mi hinchada elevada sobre el tapial que
daba a la
Asistencia Pública.
La familia del curita era del lado de
French. Cada tanto íbamos todos a darnos una vueltita por la chacra donde
vivían sus padres
Al curita le llegó el traslado y por
más que elevamos petitorios que incluyeron presentarnos hasta el mismísimo
Obispo. No hubo caso, no tuvieron eco. Lo cambiaban nomás. Lo mandaban a
Villegas.
Esa tarde estábamos todos en la
estación, incluidos algunos de nuestros padres, el Padre Lino y otros curas.
La
cuestión que por aquellos años, no recuerdo bien ni cuál ni qué día,
emocionados despedimos al Padre. Sólo recuerdo que fue un día de otoño por la falta de hojas en los árboles de la
despedida. Recuerdo de ella que fueron muchísimas las monedas puestas sobre los
rieles para que fueran marcadas con el pasar del tren.
Las
noches con mi presencia en el lugar, continuaban pasando sin novedad.
Casi no
me había dado cuenta de que el otoño nos arrojaba ese vacío de hojas arbóreas
esa noche.
Sentado
en el andén meditaba sobre ello cuando escuché el primer golpe. Era como si una
puerta se cerrara. Luego siguieron los pasos y sonidos como si se arrastrara
una bolsa. Todo empezó a dar vueltas y a iluminarse entre un viento áspero.
Parecía que la noche desaparecía dándole paso a una tarde de otoño. De pronto,
una tañido que rompe con el soplido del vendaval. La campana que suena
alocadamente y un Jefe de estación de traje raído y de corte extraño que
asomado por la ventanilla de venta de boletos que grita:
-
Pronto que viene el
de las 15,30. Atrasado pero ya llega.
-
Preparen para subir a
bordo rápidamente.
-
Ché ! Pibe...avisale
al curita que se prepare...
Cuando
el tren se retira dejando una estela de humo, un chillido de fierros y una
mortecina luz, miro los rieles y sobre uno de ellos veo una moneda de diez
guitas machucada por el peso y el paso del convoy ferroviario.
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