Año 1908, ciudad 9 de
Julio. Luigi ordena cuidadosamente sus cosas. Por fin llegó a su
destino y mañana mismo
comenzará a trabajar en la mansión del escribano, con suerte
no tendrá que limpiar los
establos y quizá ayude al mayordomo en la casa, al menos eso
fue lo que dijo su primo
Domenico que le había dicho su tío que es amigo de don
Francisco, que es el
mayordomo.
Con mucho cuidado,
lentamente, acomoda en el viejo baúl, abierto en el rincón a modo
de ropero, sus
pertenencias, unas pocas prendas de vestir, todo lo que le ha quedado de
su largo viaje desde su
amada Sicilia. Las ropas, humildes, limpias, emanan un tenue
perfume a flores de la
campiña, proveniente de los pétalos secos, que su madre,
tiernamente, había
depositado dentro de su valija al despedirse, junto a un rosario, un
escapulario y varias
estampitas religiosas; el resto: besos, abrazos, recomendaciones y
lágrimas, no estaban en
la valija, los traía en el corazón. El suave perfume despertó esos
recuerdos que trataba de
evitar, pero no pudo contenerlos, tampoco las lágrimas que
brotaron tímidamente de
sus ojos cansados. Él, como tantos otros inmigrantes, había
creído que hacer la América sería fácil, que
no produciría dolor.
Por un tiempo compartiría
el sombrío cuarto de la pensión con el primo Domenico, el
peluquero, que había
llegado desde Italia hacía ya como 7 u 8 años, y sería su guía e
intérprete.
La primera vez que vio a
María de las Mercedes, la hija del escribano, quedó
conmovido por su belleza
y, viéndola 3 ó 4 veces por día, al poco tiempo su admiración
se convirtió en profundo
y hasta doloroso amor. Solía verla bajar las escaleras o se
cruzaba con ella,
mientras hacía sus tareas cotidianas, e impotente por no saber hablar el
castellano, sólo atinaba
a balbucear un tímido buenodía y quedaba temblando de
emoción. Subido a una
débil escalera, sacando brillo al ornamentado bronce de la gran
araña central que con sus
25 luces convertía en las noches, la gran sala, en radiante día,
la vio pasar, como
deslizándose, y dirigirse hacia el gran piano de cola, en la sala
contigua. Con sus
delicadas manos de marfil, la joven ejecutó un vals y Luigi soñó que
la tomaba de la cintura y
bailaban y no existía nadie más que ellos dos, y entonces cayó,
cayó en la cuenta y cayó
al suelo y despertó dolorosamente de su ensueño de amor y
comprendió que estaba
realmente enamorado.
Entonces, un buen día
decidió que era hora de declararle su amor y habló con su primo,
para que él, mucho más
experimentado, le escribiera una carta en castellano haciéndole
saber cuanto la amaba y
rogándole ser correspondido. Así las cosas, el siguiente
sábado, una soleada tarde
de primavera, en un sombrío cuarto de una pensión sombría,
en los alrededores del
centro del pueblo, Luigi dictaba en italiano y Domenico escribía
en castellano:
Señorita María de las
Mercedes, yo soy Luigi, el ayudante del mayordomo, y le aseguro
que a nadie he amado como
la amo a usted y que cada vez que la veo me duele el
corazón de los golpes que
me da, y que es usted hermosa, aún cuando no se ha puesto
coloretes en las mejillas
y que cuando sus ojos, negros como su pelo, me miran, me
siento mareado y sueño
despierto, sueño que están cerca de los míos y que yo la beso y
que usted me acepta y que
su perfume me acelera el corazón y todo eso porque la quiero
y yo quisiera saber si
usted me permitiría que yo le diga a su padre que la amo y que me
quiero casar con usted,
no me conteste enseguida,piénselo, piénselo bien y cuando usted decida yo seré
su fiel enamorado.
En ese momento, Domenico
arrojó la lapicera sobre la mesa y disimulando una burlona
sonrisa, simuló una gran
emoción y dijo -Listo Luigi, es increíble la inspiración que
tenes cuando estás
enamorado, ahora firma con tu nombre y se la llevas esta noche, yo
acá abajo le pongo que se
la entregas en propias manos para que no dude de tu
sinceridad-. Cuando Luigi
así lo hizo, observó con preocupación una gota de negra tinta
en la parte inferior de
la hoja, -No es nada- le dijo, riéndose, el primo - Eso es una
lágrima del corazón, y da
suerte!-.
Esa noche cumplió su
cometido: golpeó a la puerta y pidió hablar con la niña María,
como entre nubes y
remolinos la vio llegar, le entregó la carta sin decir una palabra y se
marchó corriendo
avergonzado, qué podía decir si, de todos modos, ella no entendía el
italiano. El domingo
nada, no existió, y el lunes, comenzó su martirio, la angustiante
espera. La cocinera le
contó que la niña estaba enfermita, pasaron varios días sin verla y
los mismos días sin comer
ni dormir, hasta que una mañana la vio, radiante, bajando las
escaleras grácilmente, al
pasar a su lado, le dirigió una mirada cómplice, acompañada de
una picara sonrisa. Y eso
fue todo. Pasaron los días, las semanas, y nada, apenas la
veía y ella lo evitaba
con indiferencia. Luigi llegó a la desesperación, su primo
Domenico se había mudado
de pensión y hacía ya varios días que no lograba
encontrarlo, él
seguramente sabría qué hacer, o le escribiría otra carta pero...y siguieron
pasando los días... hasta
que, una mañana, cuando llegó a la mansión, se encontró con
un revuelo de padre y
señor mió... la casa era un caos, la señora lloraba y suplicaba
mientras era atendida por
sus doncellas, el personal corría de un lado al otro sin saber
qué hacer, el Escribano
maldecía y daba golpes al vacío en su escritorio y, de a ratos,
tomaba del suelo la nota
que les dejara María de las Mercedes: queridos papá y mamá,
perdónenme, por favor,
era esto o la muerte y no tuve el coraje, gracias por todo lo que
han hecho por mí, algún día
les devolveré lo que me llevo, olvídense de mí, jamás les
pediré que vuelvan a
quererme, jamás volveré a avergonzarlos, hagan de cuenta que he
muerto.
El primer gran amor de
Luigi, se había fugado, llevándose gran cantidad de joyas y
dinero, con un aventurero
que nadie sabe dónde conoció. Qué golpe! qué herida más
profunda dejó en su
corazón! cómo haría para seguir viviendo, ya sin la esperanza de
que algún día fuera suya.
Tan grande fue su aflicción que el escribano, al verlo tan
desconsolado, se conmovió
pensando que era por él que Luigi sufría y abrazándolo
fuertemente le prometió
que él sería, de ahí en más, su ayudante y lo mandaría a
estudiar y sería el
escribiente, sería, por lo tanto, quien ocuparía en parte, el vacío que
dejara María de las Mercedes
en los afectos del escribano quien, en ese momento, alzó
su potente voz y gritó,
para que todos escuchen: -No la buscaremos, fue su decisión,
nunca más se vuelva a
hablar de ella en esta casa, para nosotros ha muerto- y así se hizo,
las mucamas juntaron
todas las cosas de la niña y las depositaron en un rincón del
altillo, con la tácita
promesa de no tocar, de olvidar.
Pasaron los años y como
ya es sabido, el tiempo cura las heridas, pero muchas veces, las
cicatrices también
duelen...y eso le sucedía a Luigi, ahora Don Luis, cada vez que
entraba al altillo y
percibía en el aire ese perfume, ese delicado perfume que había
dejado María de las
Mercedes en las ropas, en sus libros, en todo lo que le había
pertenecido, inmenso
dolor acompañado de ese sentimiento que lo mantenía en pie,
esperando que la vida le
de, algún día, una explicación. Como tantas veces, subió al
altillo, lentamente,
porque su menudo cuerpo se había deteriorado con el tiempo; los
pesados libros, además de
su miopía, lo habían hecho encorvarse y tenía la clásica
figura de lo que era, un
escribiente...
Esta vez, el perfume
encerrado en la habitación, era más nítido que nunca antes. Miró
hacia el rincón, el de
los recuerdos, y vio, con asombro, que algunas cosas no estaban en
su lugar, alguien,
seguramente la nueva empleada, había estado revolviendo las cosas
celosamente guardadas. De
pronto vio, caída junto a los libros, una hoja de amarillento
papel, torpemente escrita
y con una mancha negra en la parte inferior, junto a la firma.
Esa mancha, pensó Don
Luis, - ¡esa es mi carta!! !-
Tembloroso la tomó en sus
manos, la besó, olió su aroma y volvió a besarla, era como si
besara a su
amada...Entonces comenzó a leerla, ahora podía, ya dominaba el castellano,
apartó las lágrimas y
leyó:
Señorita María de las
Mercedes, yo soy Luigi, el ayudante del mayordomo y le digo, de
parte de mi primo
Domenico, que él está perdidamente enamorado de usted y le pide
que por favor se
encuentren a escondidas, ya que su padre no lo aprecia. Dice que se
muere por estar con usted
y que no envíe ningún mensaje conmigo porque no quiere
comprometer mi trabajo,
que le lleve una carta y la pase por debajo de la puerta de la
peluquería, dice que la
ama con locura y que está dispuesto a cualquier cosa, hasta a
enfrentarse con el
escribano, pero que mejor nadie se entere, por ahora. Dice que en
poco tiempo el hará
fortuna y serán felices. También le dice que yo firmo la carta para
que usted sepa que es
todo verdad lo que le digo.
Y yo le pido, señorita,
que lo piense, que mi primo es muy bueno y que ha prometido
que por usted dejará los
vicios y las juergas y además yo, Luigi, le deseo que sean muy
felices y que disimularé
delante suyo y que seré una tumba. Adiós señorita.
Atónito, temblando y
resoplando rabia, miró su firma y la mancha de negra tinta, la
lágrima del corazón...
La niebla humedecía las
baldosas en la galería de la flamante estación del Ferrocarril
Oeste. Don Luis sacó
pasaje hasta Santa Rosa y aguardó en las sombras a que el tren
llegara, el intermitente
sonido del telégrafo fue superado por el pitido y el ruido del
motor de la potente
máquina que pesadamente y llenando el entorno de vapor, llegó a la
estación 9 de Julio
Pocos días después, en un
periódico de la capital de La
Pampa , pudo leerse una noticia
poco común: En las
inmediaciones del garito clandestino llamado la cueva, fue hallado
el cuerpo sin vida de Don
Domenico, el peluquero, hombre de la noche y de dudosa
trayectoria, le dieron
dos tiros en el pecho. Sus amigos están tratando de localizar a su
ex compañera y sus cuatro
hijos que, hace unos años, se fueron hacia el sur del país,
cansados de pasar
penurias.
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