Siempre que me han invitado para que dicte una charla o conferencia a una entidad o institución de cualquier rango, tales como: Universidades, Colegios, sociedades científicas o público en general, debo confesar que he sentido algo de temor, por no decir abiertamente, pánico.
Tengo muy viva en mi memoria, la primera vez que pronuncié unas palabras ante un nutrido grupo de personalidades y compañeros del Club de Leones de mi ciudad, con la presencia del Arzobispo de la Arquidiócesis de la capital, a quien habíamos invitado para la colocación y bendición de la primera piedra de un nuevo cementerio.
Dudé en ser yo quien diera al prelado, el saludo protocolario, lo pensé muchísimo, inclusive, quise excusarme pero no tenía motivo valedero, pues yo era el presidente del Club, así que, era un compromiso.
Entonces ese juez implacable que lleva uno por dentro que se llama conciencia, me impulsó de tal manera, que llegado el momento, de pie detrás del atril, saqué de mis bolsillos del saco, unas tres hojas de papel escritas a máquina y luego del saludo reverencial, empecé mi discurso,
Mientras lo hacía, levantaba de vez en cuando la vista con el velado propósito de observar si los asistentes me estaban prestando atención o si estaban distraídos. Llegado al final de mi discurso, recibí el protocolario apretón de manos de los más cercanos compañeros y una que otra mirada de complacencia de los que estaban al otro extremo de la mesa.
Yo no quedé satisfecho con mis palabras, me sentía como que algo de lo que había expresado, no encajaba para el momento. Monseñor, era un hombre demasiado serio, algo distante y en su rostro solo advertí algo de fastidio, no se si por estar allí entre nosotros, después de un largo y fatigoso viaje en una calurosa tarde y en un auto sin aire acondicionado, o porque mi perorata no le había gustado para nada.
Une eminente jurista de la ciudad, que poseía una inteligencia privilegiada cultivada como excelente lector que era, tenía gran amistad conmigo y en calidad de sincero amigo, cuando me atreví a preguntarle como le había parecido mi intervención, con franqueza me dijo: “lo que escribiste estuvo bien, lo leíste con claridad, buena dicción y tono de voz, pero ese discurso no era para Monseñor, sino para un Pastor de iglesia Protestante”.
Bien, tomando el hilo de lo que yo quiero expresar en esta columna, o sea, el temor que siempre me ha perseguido cada vez que me invitan a una charla cualquiera sea el público o el lugar, prosigo.
El temor mas grande que hasta ahora he sentido en mi vida, fue el que sentí el día que la Madre Superiora de un Convento me pidió el favor que les fuera a hablar de “Menopausia” a unas monjitas, me lo pidió con tanta delicadeza y dulzura como suelen las religiosas hacerlo, que no fui capaz de negarme, le contesté al instante que lo haría con el mayor de los gustos.
Después de mil ensayos, dudaba como habría de comenzar mi charla, conste que era uno de mis temas favoritos sobre el cual he estado trajinando por muchos años, pero una cosa es tener un público común y corriente ante el cual se habla con soltura, y otra es, dirigirse a unas religiosas que si bien como mujeres saben y conocen la anatomía y la fisiología de sus órganos reproductores, temía que en algún momento de mi disertación, se me fuera a salir algún término indiscreto y hasta ofensivo al oído de aquellas santas criaturas.
Comencé por hacer un elogio de la mujer en la vida, las luchas que ha tenido que librar para conseguir derechos que siempre le han sido negados, la sublimación espiritual al abrazar la carrera religiosa, poco a poco fui adentrándome en la esencia del tema, es decir, la Menopausia , hablé sin parar alrededor de una hora y media, no observé en ningún instante cara de fastidio de ninguna de las Hermanitas – que entre otras cosas – las había de diferentes edades, tal fue el interés que despertó en ellas el tema, que no hubo tiempo para hacer preguntas y como ya se acercaba la hora del Ángelus, había que dar por terminada mi charla, todas en coro le pidieron a la Madre Superiora que me invitara para otra charla.
Aquella tarde salí de aquel recinto sagrado, completamente satisfecho, me sentía feliz, había cumplido mi compromiso con las monjitas, rectifiqué el enorme error en que me encontraba al considerarlas ignorantes e ingenuas. Al despedirme de todas y especialmente de la Superiora , esta me dijo: “Doctor, al comienzo de su interesante charla, tuve el temor de que nos fuera a hablar de lo que todos los días le oímos al Capellán del Convento. Muchísimas gracias por hoy, ahora abusando de su valioso tiempo, lo invitamos para que en otra ocasión podamos hacerle las preguntas pertinentes”.
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