JULIO CORTÁZAR Y LA FELICIDAD DE ESCRIBIR
Alejandro Casas*
Leer a Julio Cortázar es adentrarse en mundos inimaginables, hundir nuestras cabezas en historias que son como una sucesión interminable de capas que nos conducen a los sitios más impensados, siempre distintos, como laberintos infinitos. Y al hundirlas, nuestras cabezas se van abriendo –al comienzo con mayor o menor dificultad según estén ellas estructuradas y esquematizadas (cuadriculadas) de antemano por ideas, preconceptos e imágenes petrificadas-, y al abrirse van entrando las historias y los personajes de Cortázar como pequeñísimos duendes para hacer sus travesuras dentro de ellas (de nuestras cabezas) y dejarnos en un limbo del que ya no saldremos siendo los mismos de antes.
No soy un conocedor pleno de la literatura de Cortázar (apenas si leí algunos cuentos y sus cartas), pero esas lecturas fueron suficientes para hacerme recorrer aquellos laberintos.
Tal vez una de sus claves para escribir radique en el siguiente comentario que el mismo Cortázar hace a su amigo Eduardo Jonquiéres en una de las tantas cartas que le escribió desde el momento en que se fue a radicar a París en 1951:
“Los cronopios me llenan de contento, porque yo los quiero mucho a esos bichos y me parecía que mis amigos eran injustos con ellos […] Todo eso fue fácil (se refiere a los cuentos que escribió sobre cronopios y famas), pero simplemente porque, al revés de lo que escribimos casi siempre los argentinos, fue obra de alegría y no de queja o protesta […] Los cronopios me nacían en la calle, en el métro, en los cafés: cronopios por todos lados, metiéndose en unos líos horrendos, y siempre deliciosos y radiantes de simpatía”. (Cartas a los Jonquiéres, Julio Cortázar, editorial Alfaguara)
Escribir con “alegría”. Qué fórmula más maravillosamente atractiva. Y qué difícil de lograr.
Recomiendo las Historias de cronopios y famas para aquel que desee adentrarse en uno de los infinitos laberintos de Julio Cortázar: el de la alegría convertida mágica, sutil y magistralmente en palabras y en pequeñas historias que el escritor argentino nos dejó en dosis mínimas pero potencialmente atrapantes, porque, como él mismo le confiesa a su amigo en la carta referida:
“Contra esa facilidad me tracé un límite: septiembre de 1952. Escribí mi último cuento y decidí el basta. Con Gide, creo que no se debe profiter de l´élan acquis (Aprovechar el impulso adquirido)”.
Como los grandes escritores, Cortázar conocía a la perfección la medida justa de las palabras, de las frases y de las historias que afloraban de su cabeza sin fin.
*Abogado, docente y escritor. Autor del libro de cuentos Encuentros y de las novelas Boca de urna y As de espadas, cuatro de copas.
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