Por Gisela Antonuccio
Autores y editores analizan las razones y expresan sus críticas al procedimiento editorial de eliminar ejemplares no vendidos.
En 1933, Adolf Hitler pretendía que los alemanes leyeran sólo su Mein Kampf y mandó incendiar libros de Albert Einstein, Jack London, H. G. Wells, entre otros. Durante la dictadura argentina, la quema de libros representó un verdadero genocidio cultural, que se sumó a la desaparición de escritores.
Los motivos y contextos han cambiado pero no sus efectos. En los próximos meses, cientos de libros de ficción serán destruidos en la Argentina porque su comercialización dejó de ser negocio. Anualmente millones de libros siguen ese camino y desaparecen así las obras de gran cantidad de autores.
En la mayoría de las democracias occidentales, la eliminación de textos responde a razones de mercado, a esa necesidad capitalista de una “organización racional” entre la producción y lo obtenido. Se trata de la “corrección” de un mal cálculo y de los límites de la física, que profundizan la sospecha de que el concepto de archivo es una utopía; ¿cómo albergar todos los libros del mundo, para recuperar en el futuro una porción del pasado?
La destrucción de libros es la instancia a la que recurrirá en los próximos meses el Grupo Norma, que dejará de comercializar el género de ficción, por lo que se desprenderá del remanente de títulos de esa categoría, algo que ya hizo en España. Antes, los autores tendrán la posibilidad de comprar sus propios libros en stock.
“No es rentable donarlos, representaría una gran cantidad de trabajo y de dinero. Es más barato destruirlos”, dice Pere Sureda, quien era el responsable de la colección La Otra Orilla de esa editorial en España. Sureda, ya desvinculado de Norma, calcula que “un millón de libros fueron destruidos el año pasado”, entre los que figuran autores como los argentinos Marcelo Cohen y Marcelo Birmajer y la nicaragüense Gioconda Belli.
Es una práctica que a la industria le resulta “pulcra” ya que “cuando un libro se salda, se ‘carga’ la imagen de un escritor”, que queda asociado así a un fracaso, dice Sureda.
La destrucción de un título también puede resultar conveniente para un editor cuando incorpora a un autor a su catálogo y decide reeditar un libro: de otra manera, la nueva edición debe luchar contra aquellos libros del sello anterior que estén circulando como saldo, a un precio más barato, explica Sureda. “Un nuevo editor quiere mercado y que no haya ‘restos’ que deterioren la imagen de su autor”, asegura desde España, en conversación con Clarín .
A veces, la destrucción del libro es pedida por el mismo autor por contrato, revela Ana María Shua, “para no hacer público que no se vendió”. Es, además, la consecuencia de una política de marketing de libros que lleva a imprimir mucho.
“Las editoriales lo necesitan para que funcione el negocio: mantener cierto espacio en las librerías y ver si la pegan con uno. Las novedades siempre venden más”, dice la autora de Los amores de Laurita . Así, “unos libros van tapando a otros y es imposible tenerlos en exhibición. Y pasan a estantes de depósitos, otros a saldos y luego mueren”, enumera. La práctica, con matices, se replica en otros países, cuenta: “En Suecia, desde hace quince años, se reciclan como pasta de papel. En Estados Unidos, los de bolsillo, no son devueltos por el librero (por el costo del transporte), y se les arrancan las tapas”, para que no puedan venderse.
El almacenamiento de libros requiere de logística, dice Pablo Avelluto, director editorial de Random House Mondadori. “Las herramientas informáticas juegan un rol decisivo. No alcanza con el uso racional del espacio, hay que mantener información precisa sobre ubicaciones y cantidades en stock”, cuenta. Y pone como ejemplo el depósito de la editorial: “El límite de capacidad está en relación directa con la venta y la producción de novedades y reimpresiones”. Debe haber “una ecuación estable”, explica, entre la venta, los libros en consignación en las librerías y los libros que se producen año a año.
Si algún libro se debe destruir, se lo hace “labrando un acta ante un escribano público”. “Si el autor dispone otro destino, se tiene en cuenta”, dice Avelluto, puntualizando las prácticas de RHM. “Los contratos de edición prevén distintas alternativas para el momento en que la editorial deja de tener los derechos para comercializar un libro: la venta con reducción de precio de stocks remanentes, previo acuerdo del autor; la definición de un período de liquidación de stock hasta la publicación por parte de otro editor; la destrucción o la compra a bajo precio por parte del autor de ejemplares remanentes de su libro o donaciones”, enumera.
La destrucción de libros es un tema que en general las editoriales prefieren esquivar. Entre las excepciones está Daniel Divinsky, fundador de De la Flor, que logró conservar la independencia de su sello en un mundo de fusiones y globalizaciones.
“Creo, sin jactancia, que De la Flor debe ser la única editorial que en 45 años nunca ha destruido libros no vendidos”, dice Divinsky. Hay una convicción detrás de esa política: “Aun los títulos más antiguos terminan por encontrar su comprador”. El primer título de la editorial, Buenos Aires, de la fundación a la angustia , que apareció en 1967, terminó vendiéndose a un peso el ejemplar en la Feria de 2007, cuenta. “ Pomelo , un libro de haikus de Yoko Ono, con prólogo de Lennon, se saldó a cinco pesos hace tres años”. De la Flor, cuenta Divinsky, previo permiso de los autores, suele donar ejemplares a bibliotecas y escuelas (“alguien los leerá”). “Pienso que la trituradora de papel es un triste destino que los libros no deben tener”, cree.
Quizás porque narrar y conocer tienen la misma raíz, gna, (en sánscrito, conocer), es que la necesidad de crear historias será ajena siempre a toda ecuación ganancial. Para que la realidad tenga alguien que se atreva a serle infiel –tal la esencia de todo relato–, pero también para narrarnos a nosotros mismos.
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