NATALIO RUIZ
Chiquitito, insulso, escritor de insignificantes poemas, íntegramente mediocre, desde la punta de sus zapatos de goma hasta su sombrerito de dudosa hechura.
Todos los días durante años, pasó por la plaza frente al balcón de su amada, con los mismos zapatos de suela engomada y el chambergo de medio luto.
El mismo camino, la misma plaza y los mismos árboles lo conocían de memoria. Su puntualidad era famosa. Caminaba a saltitos, como tero cansado, con pasos breves y menudos y su figura atontada.
Saludaba correctamente, tocándose el ala del sombrero –si era una persona de rango inferior- o quitándoselo con una reverencia absurda –si su condición lo igualaba o era mejor que la suya-.
Jamás una mala palabra, un dejo de malhumor, un suspiro fuera de lugar. El “que dirán” le cortaba las alas a su imaginación dormida; el “que dirán” le obligaba a claudicar en todo. Mediocre para hablar, razonar y pensar, el límite de las trabas sociales era su fuerte, indudablemente; no podía superarlas, reflexionando sobre su estupidez. Aceptaba todo lo que se decía; la doxa era su guía; ni siquiera levantaba la cabeza de la almohada, si su médico así lo ordenaba:
-Lo prohibido, prohibido está-, decía sin soltura.
Natalio Ruiz ocupa el lugar que se merece, acorde a su alcurnia, en una bóveda rasgada de tercera categoría, en la aristocracia y selecta Recolecta.
Murió como correspondía; sentado en su banco, en la plaza que lo vio pasar indefectiblemente a la misma hora, observando a hurtadillas el balcón amado, un gigantesco fruto osó caer sobre su ilustre pelada brillante de tantas cepilladas y le acható el cráneo, incrustándose cómodamente en el hueco que le provocó su caída. Natalio se achicó, se arrugó y se murió.
Horas después, ciertos chicuelos que peloteaban distraídos, lo vieron, exhalaron un aullido feroz y se fueron. Un policía que pasó lo encontró por pura casualidad y entonces se resolvió su entierro con varias horas de retraso. Llegó la ambulancia y se lo llevaron.
En el célebre balcón se asomó un gato y maulló.
Todos los días durante años, pasó por la plaza frente al balcón de su amada, con los mismos zapatos de suela engomada y el chambergo de medio luto.
El mismo camino, la misma plaza y los mismos árboles lo conocían de memoria. Su puntualidad era famosa. Caminaba a saltitos, como tero cansado, con pasos breves y menudos y su figura atontada.
Saludaba correctamente, tocándose el ala del sombrero –si era una persona de rango inferior- o quitándoselo con una reverencia absurda –si su condición lo igualaba o era mejor que la suya-.
Jamás una mala palabra, un dejo de malhumor, un suspiro fuera de lugar. El “que dirán” le cortaba las alas a su imaginación dormida; el “que dirán” le obligaba a claudicar en todo. Mediocre para hablar, razonar y pensar, el límite de las trabas sociales era su fuerte, indudablemente; no podía superarlas, reflexionando sobre su estupidez. Aceptaba todo lo que se decía; la doxa era su guía; ni siquiera levantaba la cabeza de la almohada, si su médico así lo ordenaba:
-Lo prohibido, prohibido está-, decía sin soltura.
Natalio Ruiz ocupa el lugar que se merece, acorde a su alcurnia, en una bóveda rasgada de tercera categoría, en la aristocracia y selecta Recolecta.
Murió como correspondía; sentado en su banco, en la plaza que lo vio pasar indefectiblemente a la misma hora, observando a hurtadillas el balcón amado, un gigantesco fruto osó caer sobre su ilustre pelada brillante de tantas cepilladas y le acható el cráneo, incrustándose cómodamente en el hueco que le provocó su caída. Natalio se achicó, se arrugó y se murió.
Horas después, ciertos chicuelos que peloteaban distraídos, lo vieron, exhalaron un aullido feroz y se fueron. Un policía que pasó lo encontró por pura casualidad y entonces se resolvió su entierro con varias horas de retraso. Llegó la ambulancia y se lo llevaron.
En el célebre balcón se asomó un gato y maulló.
La autora Maria Cristina Bosch
Mil gracias. Es un placer estar en primera plana en ese 9 de julio tan arraigado a mi infancia y compartir una de mis pasiones más grandes en mi vida: la literatura
ResponderEliminarMaria Cristina Bosch