LOS CABELLOS DE MI MADRE
Por Israel Díaz Rodríguez
¡Madre! Cuando yo comencé a darme cuenta del mundo, y reparé tu rostro, lo que más me llamó la atención fue tu cabellera, hebras lisas y finas de color negro brillante enmarcaban tu cara redonda de ojos también negros, pero pequeños y tristes, cada vez que sonreías, dejabas ver tu blanca dentadura que parecía un collar de perlas.
Me deleitaba pasar mis manos por tu cabeza solo para sentir la suavidad de tus cabellos, jugaba con ellos hasta el punto de habértelos enredado un día que quise hacerte un par de trenzas y tu me regañaste. ¿Te acuerdas?
Siempre estabas alegre, sin que tuvieras buena voz cantabas canciones de tu época, entre las que mas recuerdo te oía la “Hija del penal” y un Fado que decía que para conocerlo bien, había que “nacer en Portugal.
Un día, madre, dejaste de cantar, tu rostro entristeció y comenzaste a quejarte de un intenso dolor de cabeza, te molestaba la luz del día y te refugiaste en la oscuridad del cuarto noche y día.
Desde el otro cuarto donde yo dormía escuchaba tus lamentos, sabía que estabas sufriendo, yo no podía dormir porque tu dolor, tu sufrimiento era el mío al saber que algo atormenta tu salud.
Angustiado, una noche salté de mi cama y llegué hasta tu cuarto con el fin de llevarte algo de consuelo, pero tú al sentir mis pasos, callaste y te hiciste la dormida, te miré y a luz de una vela, alcancé a ver tu rostro pálido y marchito.
Reprimí el llanto para no despertarte, un torrente de lágrimas rodó por mis mejillas, te contemplé por un buen rato y luego salí de tu habitación con gran sigilo.
Prensé: está dormida, al fin descansa.
Al día siguiente, vino el Doctor a verte.
¿Papá porqué llamaste al Doctor?
Dime: ¿Qué tiene mi madre?
¿Qué te dijo el Doctor al examinarla?
Mi padre calló, hizo un esfuerzo enorme por no derramar una lágrima para no ofuscarme más, pero seguí atento a sus gestos y cuando el Doctor se fue, precipitadamente entré al cuarto donde estabas con los ojos cerrados, me acerqué y te besé en la frente, sin abrir tus ojos, me agarraste las manos y con voz apenas perceptible, me dijiste ¡No es nada hijo!
Me quedé un rato más esperando que mis ojos se adaptaran bien a la oscuridad y cuando ya lo logré, al ver tus cabellos revueltos y enredados sobre la almohada, no pude contener el llanto.
¡Creí que habías perdido el juicio!
que lindo es sentir lo mismo que siente la otra persona y poder expresarlo con un sentimiento tan grande como el de un hijo hacia su madre.
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