Bailo, tal vez, desde siempre. Danza y vida son para mí parte de lo mismo; pasión, abrazo, alas. Desde hace dos años ha despertado en mí la necesidad de la palabra. Palabra para crear, compartir, comunic
ar. Palabra para danzar.
Zapatos rojos, verdes, zapatos…
Son las nueve de la noche y Pablo dibuja zapatos femeninos
en su consultorio de la calle Medrano. Los imagina de todas las texturas posibles,
de todos los colores. Altos, bajos, con brillos y sin brillo. Los dibuja
pensando en los sueños de la gente, caminando en busca de esos sueños, pateando
con las puntas los fantasmas del camino, enterrando con sus tacos lo que duele.
Pablo recuerda a su madre: “¡Qué hermoso dibujo, hijo!”. Sabía que esos zapatos
azules con mariposas que le había dibujado eran los que ella necesitaba, porque
María, su mamá, cantaba y reía cuando regaba el jardín. Recuerda la voz de su
padre: “Lástima los zapatos ridículos que te ha dibujado, mujer.”
Pablo, ahora, dibuja en su consultorio privado cuando ya se
han ido los pacientes. El consultorio es su espacio de trabajo y cuando queda
vacío se vuelve el atelier de sus deseos. Cierra con llave, pone música (adora
escuchar Bach o Mozart mientras dibuja), deja libre de papeles el escritorio y
lo mueve hacia la ventana que da a la calle.
Cuando cumplió seis años, su padre le regaló una pelota y la
camiseta de Deportivo. Todos en la familia habían sido socios del club del
pueblo y esperaban que Pablo siguiera con la carrera futbolística que el padre
se había visto obligado a abandonar después del accidente. Pero a él jamás le
gustó el fútbol y hasta el entrenador se cansó de intentar sacarlo bueno.
Pablo no puede quitarse de la cabeza el ruido del motor de la vieja camioneta y
el silencio del padre cada viernes por la tarde, cuando regresaban a la casa
después del entrenamiento.
Ahora, mientras dibuja, piensa que la tarde en que iba a
hablarle de esta pasión a su primera novia había recordado los zapatos azules
con mariposas y ya no había podido hablar. Y que, antes, la noche en la que se sintió
dispuesto a compartir el secreto con sus hermanos, también los recordó y el
llanto le cerró la garganta.
Durante la adolescencia y con la complicidad de la madre
había tomado clases con una artista que, cada sábado, viajaba desde Buenos
Aires al pueblo. Ella le abrió ventanas nuevas y fue en ese tiempo que se le
puso en la cabeza que, en cuanto terminara el colegio, se iba a la Capital.
Jamás dibujó zapatos en sus clases, los dibujaba en casa, a escondidas y luego
los rompía. Sólo el día de la última clase pintó sandalias verdes con piedras
rojas y violetas y se las regalo a Matilde, la maestra de arte. Seis años en la
Facultad de Psicología no bastaron para terminar con la vergüenza. Tampoco
lograron desvanecer sus deseos y los zapatos siguieron siendo su callada
felicidad.
Laura sale de su departamento. Piensa tomar un taxi pero cambia
de idea y camina hasta la estación Castro Barros. En las escaleras del subte
apura el paso. Lleva unos zapatos rojos de taco. Dos escalones antes de pisar
el andén, resbala y cae. Alguien la ayuda a ponerse de pie y nota que uno de
los tacos se ha quebrado. Casi con la velocidad con que ve desaparecer al tren
en el que tendría que haber subido, él le quita el zapato sano del pie, le
quiebra el taco y se lo da: “Así vas a poder caminar mejor. Me llamo Pablo”.
“Soy Laura”. Durante los minutos que siguen a la llegada del próximo tren no
hablan. Se sientan juntos y durante las dos estaciones siguientes, se observan.
Ella piensa que todo está resultando extraño esa tarde, pero él la hace
sonreír. Le gusta que se haya sentado a su lado. Pablo mira sus piernas
hermosas y piensa que lo del zapato ha sido un impulso, pero que ya está hecho.
Ahora ella está a su lado y eso le gusta. Se ponen de pie al mismo tiempo
cuando el cartel indica Congreso y se ríen de la coincidencia. Laura piensa que
todo está sucediendo como si el tiempo se amoldara a ellos. Salen caminando por
Rivadavia, eligen cruzar Plaza Congreso y buscan un café del otro lado.
Cuando se despiden, Pablo se inclina para darle un beso y un
montón de papeles y crayones se le caen al suelo. Intenta recogerlos, pero
Laura ya está con uno de los dibujos en la mano: “Bello zapato, y lo bien que
me vendría uno así en este momento”, dice. Pablo se lo arrebata y lo guarda en
el bolso. Se siente descubierto y sonríe. Ella se traga la pregunta y también
las ganas de besarlo. Por eso, cuando se despiden, piensa que no debería haber
aceptado esa cena para el sábado.
Laura es violinista y lleva seis años tocando en la Orquesta
estable del Teatro Colón. Su carrera ha sido maravillosa; sus amores, no.
El sábado llega y trae flores, vino, velas y besos. Si ella
no hubiese sacado el tema de los dibujos y los crayones, hubiera sido una
noche perfecta. Seguramente hubieran dormido juntos. La tensión no dura mucho,
pero sí lo suficiente como para presentir que Pablo tiene un secreto.
Cada tarde de la semana siguiente se encuentran en “Las
Violetas”. Una de esas tardes, Pablo se aleja de la mesa para responder una llamada,
cuando ella pregunta él no sabe bien qué contestar, no quiere mentirle, tampoco
puede contarle la verdad. Pablo no quiere perderla, ella necesita confiar y
esta vez lo quiere todo.
La siguiente semana, Laura tiene ensayos todos los días. Se
ven el jueves a la tarde en el teatro; esa misma noche viajará con la Orquesta
a Mar del Plata para dar conciertos. Pablo va a escucharla. La música de Mozart
le despierta la piel y el alma. La emoción espanta sus fantasmas y los trasmuta
en peces, pájaros y lunas que le indican el camino de los sueños posibles.
Entonces siente deseos de ponerse a dibujar zapatos. Saca un cuaderno y al
instante se acuerda de su padre y los peces, las lunas y los pájaros son
arrastrados por una tormenta. Cuando termina la música, ella se le acerca
sonriendo. Él ya ha regresado a su miedo.
El día que Laura regresa de la gira, Buenos Aires amanece
gris. Deja la valija y las bolsas con regalos en su habitación y se prepara un
café mientras escucha la radio. Ha quedado con Pablo en reencontrarse por la
noche y cenar juntos. La sorprende el celular, es Pablo que quiere verla a las
cinco en Plaza Almagro; cuando ella quiere saber el porqué del cambio de planes
ya ha cortado. Presiente que algo no anda bien. Piensa cuál vestido ponerse,
elige el rojo y unos zapatos negros que van perfectos para ese vestido. Ahora
está inquieta y no le gusta sentirse así. Se mira en el espejo, se ata y desata
el pelo mil veces. Decide que esta vez suelto está mejor.
Laura camina por Plaza Almagro, se sienta en un banco, mira
el reloj, vuelve a caminar, va vestida de rojo, se funde en el color del
paisaje. Incansablemente corre un mechón de pelo que le cae sobre la cara.
Pablo acompaña a Julián, su último paciente de esa tarde,
hasta la puerta de calle. Ve las primeras gotas que mojan la vereda e inmediatamente
la lluvia intensa y continúa.
En la plaza el viento sopla fuerte y eso pone nerviosa a
Laura; recuerda que ha escuchado en la radio: “… posibles vientos y lluvia…”.
Lo mejor hubiera sido encontrarse en Las Violetas o que él fuera a su
departamento, pero ahora es tarde.
Pablo regresa al consultorio casi corriendo, lleva diez
minutos de atraso y eso no es nada bueno. Quiere encontrarse con Laura en la
plaza para decirle que no puede seguir, pero llueve y él esa tarde no necesita
a Bach ni a Mozart ni a Laura, cuenta con la lluvia y la lluvia lo inspira.
Piensa que ya hablará con ella y que lo inmediato es dibujar y lo hace. Dibuja
uno, dos, tres, tantos zapatos. Los trazos fluyen porque en su corazón todo
está claro, es como si la única acción posible que lo atormenta y lo libera
fuese dibujar y dibujar.
Laura tiene los ojos clavados, como perdidos en las puntas
de sus zapatos negros por eso no la sorprende la lluvia cuando empieza a
mojarle el pelo y el vestido rojo. Espera diez minutos, una hora y la lluvia,
el rojo, el amor, sus zapatos se le van confundiendo. Siente tristeza y
bronca* pero no puede moverse ni llorar. Entonces recuerda lo que Pablo le
dijo alguna vez: “Nunca se sabe, el cielo puede abrirse”. Casi sin pensarlo se
pone de pie y camina hacia su consultorio.
Cuando suena el timbre, a Pablo el rojo se le cae de la mano
y salpica el taco del zapato que está dibujando. El efecto sobre el taco no
está nada mal, piensa.
Como el viento de esa tarde se suceden las cosas. De repente
Laura está dentro del consultorio; ella mojada de lluvia y lágrimas, él
confundido con tanto rojo; ella revolviendo dibujos, zapatos, papeles; él,
dudas, culpas, vergüenza. Ella dolida como duele el amor.
Y se cuentan todo, se entregan confiando. “Para cada quien
basta cada uno”, dice Pablo y los dos ríen hasta que el cielo se abre para que
pase la luna y las estrellas.
Ahora Pablo y Laura caminan por Plaza Almagro. Pablo lleva
grandes carpetas y rollos de papeles bajo el brazo, Laura camina descalza y
sonríe.
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