martes, 18 de diciembre de 2012

" YO TE CUENTO Bs As III "

Verónica Paulucci  (9 de Julio, Prov de Bs As)
Bailo, tal vez, desde siempre. Danza y vida son para mí parte de lo mismo; pasión, abrazo, alas. Desde hace dos años ha despertado en mí la necesidad de la palabra. Palabra para crear, compartir, comunic
ar. Palabra para danzar.



Zapatos rojos, verdes, zapatos…


Son las nueve de la noche y Pablo dibuja zapatos femeninos en su consultorio de la calle Medrano. Los imagina de todas las texturas po­sibles, de todos los colores. Altos, bajos, con brillos y sin brillo. Los dibuja pensando en los sueños de la gente, caminando en busca de esos sueños, pateando con las puntas los fantasmas del camino, enterrando con sus tacos lo que duele. Pablo recuerda a su madre: “¡Qué hermoso dibujo, hijo!”. Sabía que esos zapatos azules con mariposas que le había dibujado eran los que ella necesitaba, porque María, su mamá, cantaba y reía cuando regaba el jardín. Recuerda la voz de su padre: “Lástima los zapatos ridículos que te ha dibujado, mujer.”

 

Pablo, ahora, dibuja en su consultorio privado cuando ya se han ido los pacientes. El consultorio es su espacio de trabajo y cuando queda vacío se vuelve el atelier de sus deseos. Cierra con llave, pone música (adora escuchar Bach o Mozart mientras dibuja), deja libre de papeles el escritorio y lo mueve hacia la ventana que da a la calle.

 

Cuando cumplió seis años, su padre le regaló una pelota y la camiseta de Deportivo. Todos en la familia habían sido socios del club del pueblo y esperaban que Pablo siguiera con la carrera fut­bolística que el padre se había visto obligado a abandonar después del accidente. Pero a él jamás le gustó el fútbol y hasta el entrena­dor se cansó de intentar sacarlo bueno. Pablo no puede quitarse de la cabeza el ruido del motor de la vieja camioneta y el silencio del padre cada viernes por la tarde, cuando regresaban a la casa después del entrenamiento.

 

Ahora, mientras dibuja, piensa que la tarde en que iba a hablarle de esta pasión a su primera novia había recordado los zapatos azules con mariposas y ya no había podido hablar. Y que, antes, la noche en la que se sintió dispuesto a compartir el secreto con sus herma­nos, también los recordó y el llanto le cerró la garganta.

 

Durante la adolescencia y con la complicidad de la madre había tomado clases con una artista que, cada sábado, viajaba desde Bue­nos Aires al pueblo. Ella le abrió ventanas nuevas y fue en ese tiempo que se le puso en la cabeza que, en cuanto terminara el colegio, se iba a la Capital. Jamás dibujó zapatos en sus clases, los dibujaba en casa, a escondidas y luego los rompía. Sólo el día de la última clase pintó sandalias verdes con piedras rojas y violetas y se las regalo a Matilde, la maestra de arte. Seis años en la Facultad de Psicología no bastaron para terminar con la vergüenza. Tampoco lograron desvanecer sus deseos y los zapatos siguieron siendo su callada felicidad.

 

Laura sale de su departamento. Piensa tomar un taxi pero cam­bia de idea y camina hasta la estación Castro Barros. En las escal­eras del subte apura el paso. Lleva unos zapatos rojos de taco. Dos escalones antes de pisar el andén, resbala y cae. Alguien la ayuda a ponerse de pie y nota que uno de los tacos se ha quebrado. Casi con la velocidad con que ve desaparecer al tren en el que tendría que haber subido, él le quita el zapato sano del pie, le quiebra el taco y se lo da: “Así vas a poder caminar mejor. Me llamo Pablo”. “Soy Laura”. Durante los minutos que siguen a la llegada del próx­imo tren no hablan. Se sientan juntos y durante las dos estaciones siguientes, se observan. Ella piensa que todo está resultando ex­traño esa tarde, pero él la hace sonreír. Le gusta que se haya sen­tado a su lado. Pablo mira sus piernas hermosas y piensa que lo del zapato ha sido un impulso, pero que ya está hecho. Ahora ella está a su lado y eso le gusta. Se ponen de pie al mismo tiempo cuando el cartel indica Congreso y se ríen de la coincidencia. Laura piensa que todo está sucediendo como si el tiempo se amoldara a ellos. Salen caminando por Rivadavia, eligen cruzar Plaza Congreso y buscan un café del otro lado.

 

 

Cuando se despiden, Pablo se inclina para darle un beso y un montón de papeles y crayones se le caen al suelo. Intenta recogerlos, pero Laura ya está con uno de los dibujos en la mano: “Bello zapato, y lo bien que me vendría uno así en este momento”, dice. Pablo se lo arrebata y lo guarda en el bolso. Se siente descubierto y sonríe. Ella se traga la pregunta y también las ganas de besarlo. Por eso, cuando se despiden, piensa que no debería haber aceptado esa cena para el sábado.

 

Laura es violinista y lleva seis años tocando en la Orquesta estable del Teatro Colón. Su carrera ha sido maravillosa; sus amores, no.

 

El sábado llega y trae flores, vino, velas y besos. Si ella no hubiese saca­do el tema de los dibujos y los crayones, hubiera sido una noche perfecta. Seguramente hubieran dormido juntos. La tensión no dura mucho, pero sí lo suficiente como para presentir que Pablo tiene un secreto.

 

Cada tarde de la semana siguiente se encuentran en “Las Violetas”. Una de esas tardes, Pablo se aleja de la mesa para responder una lla­mada, cuando ella pregunta él no sabe bien qué contestar, no quiere mentirle, tampoco puede contarle la verdad. Pablo no quiere perderla, ella necesita confiar y esta vez lo quiere todo.

 

La siguiente semana, Laura tiene ensayos todos los días. Se ven el jueves a la tarde en el teatro; esa misma noche viajará con la Or­questa a Mar del Plata para dar conciertos. Pablo va a escucharla. La música de Mozart le despierta la piel y el alma. La emoción espanta sus fantasmas y los trasmuta en peces, pájaros y lunas que le indican el camino de los sueños posibles. Entonces siente deseos de ponerse a dibujar zapatos. Saca un cuaderno y al instante se acuerda de su padre y los peces, las lunas y los pájaros son arrastrados por una tormenta. Cuando termina la música, ella se le acerca sonriendo. Él ya ha regresado a su miedo.

 

El día que Laura regresa de la gira, Buenos Aires amanece gris. Deja la valija y las bolsas con regalos en su habitación y se prepara un café mientras escucha la radio. Ha quedado con Pablo en reen­contrarse por la noche y cenar juntos. La sorprende el celular, es Pablo que quiere verla a las cinco en Plaza Almagro; cuando ella quiere saber el porqué del cambio de planes ya ha cortado. Presiente que algo no anda bien. Piensa cuál vestido ponerse, elige el rojo y unos zapatos negros que van perfectos para ese vestido. Ahora está inquieta y no le gusta sentirse así. Se mira en el espejo, se ata y de­sata el pelo mil veces. Decide que esta vez suelto está mejor.

 

Laura camina por Plaza Almagro, se sienta en un banco, mira el reloj, vuelve a caminar, va vestida de rojo, se funde en el color del paisaje. Incansablemente corre un mechón de pelo que le cae sobre la cara.

 

Pablo acompaña a Julián, su último paciente de esa tarde, hasta la puerta de calle. Ve las primeras gotas que mojan la vereda e inmedi­atamente la lluvia intensa y continúa.

 

En la plaza el viento sopla fuerte y eso pone nerviosa a Laura; recuerda que ha escuchado en la radio: “… posibles vientos y llu­via…”. Lo mejor hubiera sido encontrarse en Las Violetas o que él fuera a su departamento, pero ahora es tarde.

 

Pablo regresa al consultorio casi corriendo, lleva diez minutos de atraso y eso no es nada bueno. Quiere encontrarse con Laura en la plaza para decirle que no puede seguir, pero llueve y él esa tarde no necesita a Bach ni a Mozart ni a Laura, cuenta con la lluvia y la lluvia lo inspira. Piensa que ya hablará con ella y que lo inmediato es dibujar y lo hace. Dibuja uno, dos, tres, tantos zapatos. Los tra­zos fluyen porque en su corazón todo está claro, es como si la única acción posible que lo atormenta y lo libera fuese dibujar y dibujar.

 

Laura tiene los ojos clavados, como perdidos en las puntas de sus zapatos negros por eso no la sorprende la lluvia cuando empieza a mojarle el pelo y el vestido rojo. Espera diez minutos, una hora y la lluvia, el rojo, el amor, sus zapatos se le van confundiendo. Si­ente tristeza y bronca* pero no puede moverse ni llorar. Entonces recuerda lo que Pablo le dijo alguna vez: “Nunca se sabe, el cielo puede abrirse”. Casi sin pensarlo se pone de pie y camina hacia su consultorio.

 

Cuando suena el timbre, a Pablo el rojo se le cae de la mano y salpica el taco del zapato que está dibujando. El efecto sobre el taco no está nada mal, piensa.

 

Como el viento de esa tarde se suceden las cosas. De repente Lau­ra está dentro del consultorio; ella mojada de lluvia y lágrimas, él confundido con tanto rojo; ella revolviendo dibujos, zapatos, pa­peles; él, dudas, culpas, vergüenza. Ella dolida como duele el amor.

 

Y se cuentan todo, se entregan confiando. “Para cada quien basta cada uno”, dice Pablo y los dos ríen hasta que el cielo se abre para que pase la luna y las estrellas.

 

Ahora Pablo y Laura caminan por Plaza Almagro. Pablo lleva grandes carpetas y rollos de papeles bajo el brazo, Laura camina descalza y sonríe.
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