Mención de Honero del Jurado
Nací hace 69 años en La Niña, partido de Nueve de Julio, el lugar donde fui muy feliz. Soy profesora de literatura, tengo cinco hijos, diez nietos y una hermosa mamá de noventa y dos años. Siempre me gustó la lectura y la escritura. Hace no muchos años empecé esta hermosa aventura de jugar con las palabras.
Llegó a Retiro. No había dormido en todo el viaje. Nunca lo hacía. Además, el pasajero de la ventanilla, no dejó de roncar. Estaba cansada, el bolso le pesaba. Caminó dos cuadras para tomar el 152. Pudo sentarse. Luisa le había ofrecido la valija con rueditas pero no quiso. No fuera a ser que se rompiera, no quería problemas. Abel se iba a sorprender. No la esperaba y cuando le mostrara las milanesas seguro se comería una antes de salir. Bajó en Cabildo y Campos Salles.
Caminaba inclinada por el peso. Vio el kiosco y enseguida la puerta amarilla. Tocó el timbre, esperó. Insistió. No respondió nadie. Le pareció raro. Abel salía siempre a las seis y media. Cuando miró el reloj y vio que eran las siete recordó que el micro había tardado en entrar a la Capital. Se decidió. Iba a sorprender a su hijo. Alzó el bolso nuevamente, caminó las tres cuadras que la separaban del subte*.
El sol ya calentaba. Llegó a Cabildo y descendió las escaleras de la estación Congreso. La cola en la ventanilla fue otro contratiempo. Por suerte tenía dos pesos en el bolsillo. Menos mal, no iba a tener que abrir la cartera.
A un costado de la mujer, esperando la formación, el chico se palpó los bolsillos del blazer*. Sí, la piedrita de la suerte venía con él. Jamás le había fallado, era lo más*. Sin ella se sentía perdido. Apenas subió logró sentarse.
La mujer no tuvo esa suerte. Le molestaba no tener asiento. Le dolían los pies, encima los zapatos eran nuevos. Se apoyó contra la puerta. Llegaron a Juramento y le llamó la atención la cantidad de gente que empujaba para entrar. Se acomodaban como podían. Parecían vacas con brazos levantados.
Enfrente de la mujer, sentado, el chico* leyendo. Al muchacho le quedaban los veinticinco minutos de recorrido para estudiar el cuestionario de Historia. Buscó la página sesenta y siete. En la mano izquierda sostenía la cábala.
Con tanto movimiento la mujer quedó mirando para el interior del vagón. Quería ver el nombre de las estaciones. Se le dificultaba. No tenía acomodo ni de dónde sujetarse. Separó las piernas, hasta que logró cierto equilibrio. Alcanzó a leer entre cabezas y hombros: Olleros. Recordó cuando habían venido por la hipoteca de la chacra y bajaron ahí. El abogado vivía en ese lugar. Casi perdieron el campito esa vez. Le parecía imposible que subiera más gente. Sin embargo subían. Nadie hablaba. Tanta gente y tanto silencio. Volvió a mirar al chico del libro y le indignó su comportamiento. Por momentos cerraba los ojos, seguro que lo hacía a propósito para no dar el asiento al pobre viejo que tenía delante. Simulaba leer. El pobre viejo cambiaba de mano para no cansarse. Ella sentía los pies hinchados. Si fuera su hijo lo hubiera levantado de una oreja. La mujer intentó poner el bolso entre las piernas aunque temía molestar. Lo logró y se sintió mejor. Le seguía incomodando la actitud del muchachito*.
El chico vio que la mujer lo miraba. Ya la había pescado otra vez. Si quería el asiento estaba frita*. Ni loco. Empezó a visar las preguntas: la dos, sí; la tres, también; la cuatro más o menos; la uno, seis y siete, pan comido*. Se preocupó por las otras, debía estudiarlas, no hacerse el piola*. Cuando levantó los ojos del libro, se encontró nuevamente con los ojos de ella. Se preguntó qué le pasaba con él. ¿Estaría loca? Iba a intentar sentarse con el Pato que sabía un tocazo*. Era un groso*. Sabía que tenía que aprobar de lo contrario, adiós vacaciones en el mar. Le molestaban las rodillas del que tenía enfrente pero estaba repleto. Se alegró al comprobar que la mujer había desaparecido detrás del de traje gris.
Cada vez que se abrían las puertas, la mujer seguía preguntándose adónde iban a entrar. Entraban. La imagen de los animales en las jaulas de los camiones no la abandonaba. Había leído "Plaza Italia". Intentó levantar el bolso porque se sintió mareada y tenía miedo de caerse. Le faltaba el aire. Diosito que no se desmayara. Le iban a robar todo. Tenía que distraerse con algo, no pensar. Recordó que Abel cuando había hecho el viaje de la escuela al zoológico nombró esa plaza.
Ahí la maestra les había dado los sándwiches. Al hijo le había gustado mucho ese viaje. La ciudad lo agarró nomás, no volverá a vivir en la chacra, pensó. Seguía con el dolor en los pies. Calor. No alcanzaba a leer. No sabía por dónde iba. Tenía los brazos pegados al cuerpo. Buscó al chico. No lo encontró. Supuso que había bajado. La cartera le colgaba y no podía subir el brazo.
La titular posiblemente se habría hecho cargo y si era así, él ya estaba en el horno* De la nueve no tenía ni idea. Cómo tomaría la prueba. Seguro que complicada. Descubrió las piernas de la mujer. No se había bajado. Como llevaba la cartera, se la iban a robar. Le chiflaba la panza. Los nervios lo atormentaban. No quería repetir. El subte* se detuvo más de lo acostumbrado. Cuando escuchó lo de la demora, primero se angustió. ¡No iba a llegar! El servicio estaba suspendido. Había manifestaciones a partir de Tribunales. La demora se extendería por espacio de dos horas. En ese instante reaccionó. Se salvaba. No iba a llegar. No daría la prueba. No era culpa de él. Apretó la piedrita que seguía siendo lo más.
Las puertas no se cerraban y por el altoparlante algo habían dicho. En forma inmediata vio cómo la gente se dispersaba. Parecían hormigas cuando se pisa el hormiguero.
El vagón quedó casi vacío. Había asientos. Buscó uno frente al maleducado que se había salido con la suya, nomás. Ahí estaba .Parecía medio bobo. Pensó en sacarse los zapatos. Luego no podría ponérselos. Los pies estaban muy hinchados y con ampollas. Cerró los ojos. Tenía sed. En el trabajo del hijo tomaría agua y se pondría dos curitas*. El zapato la había lastimado.
La vio enfrente, sentada. Cuando la mujer cerró los ojos pensó que había muerto. Sin embargo, el pecho le subía y le bajaba. Estaba agitada. Decidió bajar. Apenas lo hizo vio que subía un hombre y se sentaba junto a ella. ¡Ése le iba a robar a la vieja! Le gritó: "¡Abuela!", y se sorprendió de lo que hacía.
Ella se asustó cuando vio que la tomaba por el brazo y le decía que bajara porque el subte no seguía. No entendía muy bien pero se dejó llevar. Aparentemente, por lo que dijo, la había salvado de un robo. El chico le agarró el bolso con una mano y con la otra la tomó del codo mientras subían hacia la luz. Lo hacían muy lento. El bolso pesaba. La ayudó a sentarse bajo un jacarandá de la Plaza Lavalle.
La mujer le dio las gracias. Le dijo: "Gracias, hijo". Lo de hijo, él lo dejó pasar. La veía cansada, aturdida. Supuso que ella no había entendido muy bien lo de la demora y el posible robo. Se iba a quedar un poco más con ella. Sacó la botellita de agua de la mochila y le ofreció. Agradecida tomó un poco. Mientras cerraba la botella que ella le había devuelto, le hizo ruido la panza*. Es que no había desayunado. Cuando la mujer abrió el bolso, el olor le agudizó el hambre.
Todavía se preguntaba quién le habría querido robar, cuando escuchó las tripas del chico. Era seguro que tenía hambre. Buscó en el bolso y sacó un repasador y un bols. Le preguntó si no se ofendía si le hacía un sándwich de milanesa. A su hijo Abel le encantaban.
El olor era irresistible. Aceptó. La mujer le mostró el pan esponjoso, y todo gracias al agua del pueblo nada salitrosa. Apareció en sus manos un tomate que cortó rápidamente en cuatro y le preparó el manjar. Si lo vieran los chicos. Eso era de película. De locos. Nadie le iba a creer que había estado en Plaza Lavalle con un repasador bordado sobre las piernas, junto a una mujer de campo, saboreando la milanesa más rica del mundo.
Ella vio que le gustaba y se alegró. Pensó que, después de todo, era un buen chico. Cuando terminara de comer le iba a pedir el repasador porque era el bordado.
La piedrita estaba loca. No sólo lo había salvado sino que hasta le consiguió un festín. Ya lo había decidido, se iba a quedar con ella hasta que se normalizara el servicio. No fuera a ser que le robaran.
Mientras comía le indicaba cual era el teatro Colón, Tribunales, aunque no parecía interesarle demasiado a ella.
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