Es un juego de salón preguntarse en qué preciso momento comenzó el modernismo, pero una buena apuesta sería en mayo de 1871 cuando Arthur Rimbaud, con 17 años, le escribió a su profesor Georges Izambard: “je est un autre” (yo es un otro). En esa misma carta Rimbaud también declaró, proféticamente: “Quiero ser poeta y me estoy esforzando en hacerme Vidente... Consiste en alcanzar lo desconocido por el desarreglo de todos los sentidos... Y yo me he dado cuenta de que soy poeta. No es en modo alguno culpa mía”. Lo que pasó después es una de las historias más cautivantes de las letras mundiales, por lo que el joven poeta escribió y también por cómo vivió su vida.
El escritor estadounidense Bruce Duffy (1951) acaba de publicar una magistral novela sobre esta vida titulada Disaster Was My God (La desgracia fue mi dios) El título viene de una linea del poema en prosa de Rimbaud, Una temporada en el infierno. A muy grandes rasgos, la vida del poeta maldito Rimbaud (1854-1891) tiene dos fases: una sístole y una diástole. La primera, entre los 16 y los 21 años durante los cuales escribió poemas como nunca se habían visto antes sobre la faz de la Tierra para después, súbitamente, renunciar a la literatura para siempre; y la segunda, en la que pasó aproximadamente los diez últimos años de su vida en el pueblo beduino de Harar, Abisinia —hoy Etiopía— como comerciante de mercancías varias (incluyendo armas y, algunos dicen, esclavos).
Hablamos con Duffy por teléfono para indagar cómo llegó a escribir La desgracia fue mi dios. Entre otras cosas, viajó a Harar siguiendo las pistas de su libro, que le llevó unos siete años para terminar. "Es un lugar donde combatientes tribales castran a sus víctimas y casi todos los adolescentes llevan una arma automática”, contó. En un momento en Harar, Duffy pensó: “¿Por qué no me matan?” E inmediatamente después se dio cuenta:“Rimbaud vivió así por diez años”.
Duffy es un extraordinario (y poco conocido) escritor, pero no es porque sea un autor de obras menores. Su primera novela, El mundo tal como lo encontré (1987) —una vida ficcional del filósofo austriaco Ludwig Wittgenstein— fue nombrado por Joyce Carol Oates como “una de las más ambiciosas primeras novelas escritas” y una de las “cinco más grandes novelas de no ficción”. Hay una novela más, autobiográfica, que publicó en 1997 titulada Last Comes the Egg (Ultimo viene el huevo) basado en su adolescencia en las afueras de Washington DC.
Hablando con Duffy por teléfono nos enteramos que ha escrito muchas novelas más, pero que no se han llegado a editar, porque por algún motivo u otro no funcionaron. Esta misma novela que se acaba de editar casi fue abandonada: “Con este libro me llevó cinco años averiguar qué diablos estaba haciendo— y casi lo abandoné dos veces… Pero finalmente me di cuenta qué quería: quería tener una increíble compresión, quería tener una increíble velocidad… Es un libro de un hombre joven, entonces quería que se sintiera como se sentía estar vivo —por lo menos para mí— cuando era un hombre joven: cuando te pasaban cosas antes de que pudieras comprender lo que te estaba pasando. Cuando la vida está volando delante de ti y es casi como si estuvieras desbordándote por una colina”.
Con Rimbaud todo es un misterio. ¿Cómo pudo escribir esos versos místicos, como de otro mundo, aun siendo un adolescente? ¿Por qué renunció a la escritura y su misma obra, hasta tenerle desprecio? ¿Qué buscaba en Harar? ¿Es verdad que fue traficante de armas y de esclavos? Ni hablar de su escandaloso y violento romance con el poeta Paul Verlaine (quien dejó su esposa y su vida burguesa para vivir como un vagabundo con el niño prodigio, sólo para terminar pegándole un tiro en el brazo y cayendo en la cárcel por dos años…)
La novela de Duffy contesta todas estas preguntas, pero no académicamente como un biógrafo, sino usando el arte de la ficción. La desgracia fue mi dios incluye toda la mitología de Rimbaud aunque como aclara Duffy en el prologo: “En una vida tan enigmática y contradictoria como la de Rimbaud, por más que consideraba los hechos, y los hechos que faltaban —y cuanto más estudiaba sus iluminados poemas y escrituras— me pareció cada vez más necesario doblar su vida para verla, muy parecido a la manera que un prisma dobla la luz para soltar sus colores escondidos”.
A pesar de la superabundancia de dispositivos tecnológicos que nos llenan la conciencia con la presencia de los otros en todo momento, el artefacto más efectivo para entrar en la mente de un ajeno —de acercarse a la posibilidad de conocer cómo es ser otra persona— sigue siendo la novela. Es por eso que el lector es uno de los seres más benditos sobre la Tierra: en solo una vida vive múltiples existencias. Los lectores son un otro. El que lee La desgracia fue mi dios, podrá ser —por unos momentos aunque sea— el otro que fue Rimbaud.
Fuente: Andrés Hax, Clarin.
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