Siempre fuiste mi espejo. Para mirarme, tuve primero que mirarte…” Julio Cortázar
Salía de la oficina de seguros de Humberto Primo al 900, donde archivaba pólizas alienadamente 8 horas al día y corría al café de la calle Paraná, con su minifalda a cuadritos negros y rojos, su cabello color miel y largas piernas enfundadas en seda negra. Sus tacos y sus libros la acompañaban tosudamente. En esa época, leía Rayuela y ese libro se había convertido en la extensión de su brazo derecho, que flexionaba apretándolo a su pecho con la tapa a la vista, para que todo el mundo supiera que ella era algo más que una cara bonita. Todo el mundo sabía, sin embargo, que toda ella era un torrente de sensualidad. Agazapada, a veces. Desbordante, otras. Que sus largos dedos de hada, que sus blancas manos y la armonía de sus gestos podían provocar el insomne palpitar de quién sabe cuántos corazones golpeados. Caminaba casi corriendo por Bernardo de Irigoyen, con pasos breves y certeros, bajaba a saltitos los escalones del subte “C” y combinaba con la línea “D” para dirigirse al café de la calle Paraná. Era su hora feliz. El blazer apretado al cuerpo, el pañuelo rojo al cuello. La sonrisa triste de veintidós solitarios y bohemios años. Bohemios, aunque archivaba pólizas alienadamente 8 horas al día. Creo que, con eso, pagaba el precio de permitirse su bohemia el resto de las horas.
Muchas veces fantaseaba con metamorfosearse, al mejor estilo kafkiano, y terminar convertida en cucaracha sin poder corregirlo nunca. Las pólizas y la atención de siniestros en esa oficina de seguros la volvían cada día un poco más cucaracha. Pero, del otro lado, estaban el café de la calle Paraná, sus libros y su música. Eso la salvaba de sus más negras fantasías. Eso y él, que la esperaba en el bar dispuesto a escucharla con devoción, dispuesto a vaciarse de contenido para convertirse en recipiente neutro de todos sus pesares. Él parecía estar atornillado a aquella mesa, esperándola siempre. Casi un elemento más en el bar: como aquel saxo, la foto de Satchmo y el retrato de Chaplin. Lo cierto es que su voluntad toda empezaba a volcarse hacia ella cuando pisaba el café de la calle Paraná. Era el escenario que hacía que ambos estuvieran el uno para el otro. No necesitaban darse cita. Se presentían. El café era una excusa.
Se intuían cada vez que podían. Él medía la fragilidad de su paz para fortalecerla. Ella consentía ese gesto. Sabían más de lo que querían saber el uno del otro. Se sabían. Ella iba a su encuentro como se va al encuentro de un temblor o de un eclipse. Le hablaba de su familia, de sus miedos. Él la miraba profunda, armoniosamente. Miraba con deleite sus ojos. Luego, bajaba a su nariz, a su boca y allí se detenía. Ella pronunciaba palabras cotidianas. Él comprendía todo. Examinaba sus labios. Escuchaba también lo que no podían decirle. Lo que apenas sugerían con un rumor para otros, imperceptible. Ella lo sabía y seguía. Sugiriendo, emitiendo mensajes. Se entendían. Él amaba sus manos. Sus manos se dejaban amar. Jugaban en la mesa de café. Él tocaba resortes. Ella escondía su cara para que no la viera llorar. No hablaban de amor. Tomaban capuccinos y se miraban a los ojos. A veces, eran personajes de una novela caprichosa y felina. A veces, canciones de trova cubana. Solían cobijarse cada uno en su individualismo para preservarse. Nunca se entregaban. Palpaban los silencios con una precisión increíble. De cuando en cuando se repelían. Ella buscaba un escondite seguro. Él la dejaba camuflarse. Estaba bien así: siempre se podía volver. Ambos entendían que el secreto residía en desaparecer cada vez que alguno se sintiera ahogado. El peligro no era la distancia sino todo lo contrario.
Después se encontraban en lugares comunes por azar deliberado, si se quiere. Se encontraban en paseos de arte que solían frecuentar. Se encontraban en exposiciones de libros. Se localizaban entre la multitud y entonces no había multitud. No preguntaban. Nunca preguntaban. Acudían al eterno rito del café de la calle Paraná. Y estaba bien así, siempre se podía volver. Yo sé que se querían. Se celaban en silencio. Vivían en mundos separados, realidades paralelas. Lo único concreto estaba en el bar. En las palabras dichas y en las no dichas. En ciertas tardes de verano, él era bioquímico y ella, Conejito de Indias. Él la escudriñaba con su arte silencioso y sutil. Ella movía sus manos, conciente de la seducción que ejercía. Entonces, él se dejaba hipnotizar. Recorría con su dedo el contorno de sus labios. Le temían al beso. Lo buscaban y lo evitaban permanentemente. Yo sé que se querían. Que el peligro no estaba en la distancia. Sin embargo, hoy creo que entre ellos hay distancias irrevocables. Todavía la veo ir al Palais de Glace, darse una vuelta por el café de la calle Paraná y permanecer largos ratos deambulando por las ferias de libros de los parques.
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