Entre tumbas y resistencia
Alejandro Casas*
Murió Ernesto Sábato. Una mañana otoñal de cielo gris y llovizna lúgubre.
Tal vez el escritor supo que llegaba el momento, ese momento cuya precisión desconocemos los mortales pero que algunos, a partir de cierta edad, alcanzan a intuir.
En las circunstancias que rodean la muerte de un hombre hay algo de todo aquello que lo acompañó en su vida desde el momento mismo de su nacimiento. El hombre se va mimetizando con ese entorno, y viceversa. Sus estados de ánimo, sus emociones y sus pensamientos van adquiriendo el tono de aquellas primeras circunstancias.
Me entero que Sábato nació unos días después de que murió uno de sus hermanos que tenía su mismo nombre, y que eso marcó con un tinte trágico su personalidad desde niño.
Fue un escritor lúgubre y sombrío, de pensamientos escépticos sobre el destino de las sociedades modernas atravesadas inexorablemente por la técnica y la ciencia que exacerbaron la racionalidad y las condujeron a la pérdida del alma humana.
En la introducción de Hombres y engranajes (1951) escribió: “Durante algunos años estudié, con frenesí, casi con furor, las cosas abstractas, me di inyecciones de transparente opio, viví en el paraíso artificial de los objetos ideales. Pero en cuanto levantaba la cabeza de los logaritmos y sinuosidades, encontraba el rostro de los hombres”.
Era doctor en física. En esa misma introducción confesó que en 1938, mientras trabajaba en el Laboratorio Curie de París, supo que su “fugaz paso por la ciencia había concluido”. Y en 1945 se entregó a la literatura y, a través de ella, se sumergió en lo más profundo de la existencia del hombre, recorriendo túneles, tumbas, pasajes subterráneos, callejones sin salida. Recorriendo, en fin, las zonas más recónditas del espíritu para volcarlas en palabras, en frases y en historias.
Seguramente la irracionalidad humana llevada a límites inimaginables que desató la Segunda Guerra Mundial le hizo perder todo interés por la Ciencia y el Progreso que se expandían portentosas por todo el planeta desde los comienzos del siglo veinte.
Y encontró en la literatura el antídoto a ese “paraíso artificial de los objetos ideales”.
En El escritor y sus fantasmas (1964) dice que: “La literatura no es un pasatiempo ni una evasión, sino una forma –quizá la más completa y profunda- de examinar la condición humana”.
Llamativa coincidencia –aunque no casual-, con la siguiente reflexión que Milan Kundera sostiene varios años más tarde: “La novela no examina la realidad, sino la existencia […] El novelista no es ni un historiador ni un profeta: es un explorador de la existencia”.
En 1984 fue elegido por el Presidente Alfonsín para integrar la CONADEP y allí recorrió otros túneles y otras tumbas dramáticas y horrorosas, pero en este caso surgidas de la más cruda realidad: la de la dictadura militar argentina.
Seguramente esa experiencia ahondó aún más su escepticismo sobre las oscuridades del alma humana.
La muerte de su hijo lo desmoronó sumiéndolo en las profundidades del abismo más doloroso al que puede ser lanzado cualquier ser humano. Pero no, él no era “cualquier” ser humano. En su sensibilidad tan particular esa muerte debió haber impactado como un meteorito sobre la Tierra, destrozando en mil pedazos su alma, su espíritu, su cuerpo, todo su ser.
Hay hombres que tienen una piel distinta (me refiero a la piel del alma, no a la del cuerpo).
Sin embargo en ese momento de desolación extrema, como un sobreviviente en medio de ruinas y despojos de los que emanaba el hedor acre de la muerte, él volvió a sumirse en la literatura y escribió en Antes del fin: “Desde que Jorge Federico ha muerto todo se ha derrumbado, y pasados varios días, no logro sobreponerme a esta opresión que me ahoga. Como perdido en una selva oscura y solitaria, busco en vano superar la invencible tristeza […] Embriagado de dolor, entre las ruinas de mi mente, resuenan lejanos unos versos de Vallejo: Hay golpes en la vida tan duros,/ golpes como del odio de Dios. El pensamiento se me hunde en el desgarro. ¿Hacia dónde se han vuelto ahora las palabras? Daría todos mis libros –qué pobres, qué ridículos, qué precarios, qué inválidos, qué nada al lado de esta pérdida- y daría mi prestigio, ese prestigio que tanto pongo entre comillas, y los honores y las condecoraciones, por recuperar la cercanía de Jorgito”.
También murió Matilde, su amor y compañera de toda la vida. Había quedado solo, absolutamente solo en un mundo cuyo sentido comprendía cada vez menos.
Paradójicamente cuando las circunstancias de desolación, soledad y dolor lo rodeaban sin concesiones, siguió escribiendo y dejó entrever en sus últimos escritos una mirada esperanzadora, como un hilo de luz que se filtra tenue pero decidido por las hendijas de una persiana resquebrajada:
“Hay días en que me levanto con una esperanza demencial, momentos en los que siento que las posibilidades de una vida más humana están al alcance de nuestras manos. Éste es uno de esos días […] Les pido que nos detengamos a pensar en la grandeza a la que todavía podemos aspirar si nos atrevemos a valorar la vida de otra manera […] Pero hay algo que no falla y es la convicción de que –únicamente- los valores del espíritu nos pueden salvar de este terremoto que amenaza la condición humana” (La resistencia, 2000)
Ignoro cómo habrán sido sus últimos años de vida. Cuáles habrán sido sus pensamientos, sus sentimientos y vivencias. Pero tengo la certeza de que la literatura lo acompañó hasta el final, hasta ese instante fugaz, y a la vez eterno, que apaga el último soplo de una vida.
Esa fiel compañera me permite escuchar sus últimas palabras en esta mañana de domingo en la que el sol intenta desgarrar el manto de un cielo gris:
“Ahora que la muerte está vecina, su cercanía me ha irradiado una comprensión que nunca tuve; en este atardecer de verano, la historia de lo vivido está delante de mí, como si yaciera en mis manos […] He olvidado grandes trechos de mi vida y, en cambio, palpitan todavía en mi mano los encuentros, los momentos de peligro y el nombre de quienes me han rescatado de las depresiones y amarguras. También el de ustedes que creen en mí, que han leído mis libros y que me ayudarán a morir” (La resistencia).
*Abogado, docente universitario y escritor.
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