LEON BOUVIER
Perseguidos y agobiados, continuaban su
huida hasta la desolada y limitante playa. No había escapatoria, serían aniquilados
sin piedad. Los débiles tenían que desaparecer y los nuevos ocupantes se
encargarían de ellos. El chamán pedía con dolor y desesperación a los dioses
que recatara a su pueblo. No había
esperanza. Desde los peñascos y acantilados, los usurpadores arrojaban piedras
sobre la aterrada multitud, heriéndolos de muerte sin elección. El Inti los
había abandonado.
Una silenciosa ola interrumpió de repente
sobre la costa, mojando la playa y dejando numerosas caracolas y pequeños
guijarros tras de sí…Un vibrar de inexplicable razón sacudía el lecho arenoso…una
pequeña superficie fue resaltando…la húmeda arena se moldeaba en forma humana…un
pequeño rostro con un cuerpito proporcionado y luminoso se erguió de repente
entre la mirada incrédula de los aborígenes. Era un hombrecito de ojos negros y
fulgurantes con mirada complaciente y pacífica. Dio unos limitados pasos, observando
a los oprimidos. Alzó su mirada y contempló a esos sanguinarios hombres que vociferaba
extrañas voces y arrojaban guijarros. Volvió su rostro a los desprotegidos…y de
inmediato sin mediar orden o explicación alguna, ¡todos! cómo autómatas, comenzaron
a destejer con gran premura a sus chuspas
y yicas (bolsos y morrales), y trenzaban sogas y anudaban fuerte arneses. El
viejo chamán, no quitaba su mirada observante y analítica a ese pequeño extraño
hombrecito o quizás un niño, que apacible ambulaba sin acusar temor entre ellos.
La
noche fue oscura y larga, y en su amanecer esperaban el inevitable ataque final
y el exterminio.
Apuntó el sol en el horizonte…los atacantes
quedaron impactados y desconcertados, cuando vieron a sus víctimas que
ingresaban en sonoro tropel al mar…y con apuro enlazaban sus arneses en los
lomos de pacíficos delfines, que aguardaban a ser montados cómo un corcel.
Fueron partiendo en ondulante galope a la inmensidad del azulado océano, para
ser acobijados en una de sus tantas islas de inmutable paz y abundantes
alimentos. Todos partieron sabiendo que el milagroso salvamento, fue la obra de compasión de ese pequeño ser, que solitario quedó
mimetizado en la fina arena, observando inmutable cómo sus hermanos delfines
transportaban con manifestante júbilo a sus hermanos humanos. El agradecido
chamán alzó su mano buscado despedirse del mágico niño…no lo individualizó,
todo era arena…su hombrecito yacía en la playa esparcido cómo fino polvo
precipitado del cielo: ¡un Niño de las Estrellas!
Unos hambrientos piratas, buscando frutos en
la playa, recogieron con ágil movimiento al hombrecito de dulce semejanza, que
caminaba solitario. De inmediato especularon ofrecerlo a la venta en un mercado
de oriente, cómo un inasible liputiense de las indias.
Un mercader de Estambul, compró al enanito y expeditivo
lo vendió a un ambulante charlatán de feria. Al singular niñito, lo disfrazó de
colorido arlequín y lo adornó con sonoros
cascabeles; de un sedoso cordel ató en sus muñecas y tobillos, cuatro trozos
que unió a una pequeña cruz. La movía
sobre su cabeza, y esta hacía que saltara y bailara en alocada danza al sonar
de su timbal. El público estaba maravillado de ver tan motivante e excitante
marioneta, tan cómico al igual o ¡más! de cuando lo hacía un monito. El sombrero
del feriante recogía las monedas y en poco tiempo recuperó su inversión.
El hombrecito se dejaba manipular indiferente
por la tosca mano de su afanoso dueño, que lo abucheaba con ecandalosas palabrotas
a medida que tiraba de los piolines sin
descanso. Observaba con su mirada perdida los rostros de sus expectantes
espectadores, cómo si fuera él el público, frente a esa escena de humanos
infantiles, de copioso bello en sus rostros, olorosos y vestidos con harapos.
Un día el Niño de las Estrellas se cansó que
le doliera tanto sus delicadas muñecas y fino tobillos, que decidió partir
buscando una nueva experiencia. El obsesivo dueño, corrió desesperado por toda
la feria persiguiendo en vano a los supuestos ladrones, que le habían robado a
su apreciable hombrecito de las indias, y que le habían dejado en su jaula…¡un
montículo –al parecer- de fina arena…muy blanca y resplandeciente!
En toda Escocia, se propagó la noticia que
en la abadía de Rosseling, los monjes observaban en sus largas meditaciones, que
un pequeño duendecito ambulaban por sus jardines y galerías; comentaban que
cada vez que lo querían apresarlo se en fumaba misteriosamente. El singular Niño
le encantaba pasear por esa inmensa paz del convento, y escuchar la letanía de sus
cantos gregorianos que lo transportaba a sus añorados sonidos celestiales. Le
era indiferente que lo vieran, y si se mimetizaba en piedra, estatua o madero,
era porque no le gustaba que lo salpicaran con agua y le promulgaran pueriles exorcismos.
Estuvo presente cuando los frailes plantaron un pequeño y delgado tejo, a la
vera del camino, y sintió reflejado en él, el transcurrir ilusorio del tiempo,
en su insipiente sombra, luego en su inmensa frondosidad y finalmente en su abatimiento
y muerte casi dos siglos después.
Zarpó cómodamente alojado y extendido dentro
de un reloj de arena, rumbo a América. El ruido del mar le traía añoranzas y
chispeantes recuerdos. Se entretuvo en el viaje haciendo travesuras,
principalmente en la sala de juego, cambiándoles las partidas de póker o
haciendo saltar la bolilla de la ruleta…estaba sorprendido al ver las miradas y
duros gestos que ponían los jugadores…¡le hacía trampa! y se reía de sus incontroladas
exaltaciones y urticantes maldiciones. Llegó a destino, y en una ancha avenida
de New York, se desvaneció en baldosa de una concurrida esquina, miraba extrañado
a tanta gente que pasaban sobre él con tanto apuro y empujones, indiferente
entre sí. A veces se movía para que un distraído peatón se tropiece y pidiera
disculpa a su semejante ¡qué se digan algo por lo menos!, y que estos autistas se
comunicaran un poquito.
Fastidiado que lo pisaran tanto, decidido
esperó que una ráfaga de viento -por el pasar de un ligero automóvil- lo
lanzara en torbellino, y aprovechando una corriente de cálido aire ascendente
se posó en el borde de una cornisa de un rascacielos. Se quedó con sus piecitos
colgando al vacio, meditando y contemplado al gran movimiento incomprensible e
irracional de estos paradójicos humanos que caminaban y viajaban en ruidosos
vehículos.
Cayó la
noche, estaba tan clara que desde lo alto veía sus diáfanas
constelaciones, con sus estrellas brillantes, muy refulgentes y radiantes. De
repente, sus grandes ojos se abrillantaron al sentir un inesperado e indescifrable
¡llamado! de su inconmensurable universo…¡Un congojante reclamo de su colorido cosmos!,
eterno y pletórico de vida…Abrigó en su palpitante corazoncito, la sublime
necesidad de volver a sentir la envolvente presencia de sus hermanos de luz,
que ascendidos vivían en plenitud del Ser. Desencantado y muy aburrido de
permanecer en este evolucionante pequeño planeta azul, perdido en la cola de
una espiraldada galaxia. El Niño de las Estrellas…¡Quería despertar! ¡Extrañaba
el infinito!...el mismo infinito en donde se había quedado dormido, ayer.