La sala, alumbrada por un medroso candil que titilaba cada vez que la puerta se habría y entraba el frío viento de la noche sur, la silueta de un robusto hombre sosteniendo debajo de su brazo unos planos recortó la tenue luz que se proyectaba débil sobre las paredes de esa sala secreta, de una casa de costumbres de tertulias, de un pueblo joven convulsionado por la política y los caudillismos.
Este es mi proyecto, dijo Vieta, obtuso y ensombrecida la voz del artillero en tiempos de conquistas de desiertos y salvajes; y desplegó sobre la vetusta mesa los planos de unos malos dibujos que generó la perplejidad de los reunidos.
Bueno, no soy un buen dibujante, soy un herrero, se excusó Vieta adivinando los rostros escépticos.
No somos tan necios ni ciegos como para no darnos cuenta que es el boceto de un cañón, se defendió uno de los presentes.
Sí, es uno de los cañones.
Qué, son dos.
Claro, uno de salva, para asustar a la chusma revoltosa, y mientras disparan cagados hasta las patas, viene el otro, el verdadero, para aplastar cabezas de esos cobardes.
No se le va la mano don Vieta, cañones en una revuelta, retrucó el más joven.
No sea imberbe, mocoso, a esta chusma hay que aplastarla a fogonazos, no hay que tenerlo compasión.
Y quién lo va a manejar.
No se olvide que fui artillero en la campaña, aunque ustedes no me lo crean, mi preocupación es otra, hay que armarlo.
Al de salva.
No, al verdadero, tengo el material, necesito manos porque queda poco tiempo; y tengo el lugar, mi taller, eso sí tiene que ser de noche para no levantar sospechas, y que opinan.
Las miradas evadían el compromiso de las palabras, pero había que dar una respuesta a ese hombre que se acomodaba el bigote con nerviosismo expectante.
Yo me comprometo, se adelantó el más joven. Cual noche es la elegida. El resto se sumó a la propuesta motivados por la iniciativa del joven.
Vieta sonrió. Mañana mismo, faltan sólo tres semanas para las elecciones comunales.
En la herrería se gestó la construcción del fabuloso cañón, como habían acordado, por las noches oscuras de las entrañas del pueblo, tratando de cuidar el menor descontrol de las manos pesadas de Vieta sobre el yunque cuando ejecutaba los martillazos. Lo reforzaron con caños interiores para soportar la presión de la metralla, amordazados con sunchos de hierros que se enroscaban a lo largo del caño.
Una de las últimas noches de trabajo arduo y sinuoso, ya Vieta puliendo la boca del caño mortífero como acariciando la nueva obra concluida, preguntó:
Que se sabe en la calle.
Solo sospechas fundadas en versiones que estremecen.
Hablan de refuerzos de mestizos que vienen de los toldos y de milicianos importados de la Plata.
No notaron un aire enrarecido, como si la gente percibiera la existencia de un monstruo engendrado por las noches.
Va, puras fábulas, corrigió Vieta, los pueblos perciben el triunfo de la revolución.
Cual revolución, lo cortó el joven.
Mocoso del diablo, de que lado está, no está convencido que lo nuestro va a ser una revolución.
No puedo tener dudas, soy joven.
No antes de una batalla, sino quédese en su casa con su mamita.
Sabe que dicen que el milico patea pa el lado de don Nicolás, interrumpió otro para cortar la tensión provocada por la racionalidad del joven.
Y, seguro que están organizando todo, y nosotros acá perdiendo el tiempo buscando cual es la verdadera revolución.
Entonces como hacemos, dijo el joven para reponer su confianza.
Como hacemos qué, rezongó Vieta.
Para sacarlo, al monstruo.
Alcánzame la lámpara y vamos al patio, al lado del aljibe. Vieta pidió que le alumbraran y con una varilla de hierro hizo el plano del centro del pueblo sobre la tierra humedecida por el rebalse azaroso del aljibe.
El cañón lo camuflamos y lo sacamos con una carreta desde acá, iremos por calle Córdoba, agarramos Salta después Libertad, hasta la fábrica de don Juan Calandro, ahí lo guardamos junto con el otro, el que sacude salva que ya estará ahí.
Y cómo será el modo de operaciones.
Controla la ansiedad jovencito, y lo regentea con la varilla en alto, luego la baja y sigue dibujando el plan de acciones. El joven se culpa por ser joven y baja la mirada con desdén.
Esta es la plaza principal, la fábrica de Calandro está en esta esquina, lo sacamos, costeamos la arboleda de la plaza, y encaramos hacia el centro de la misma. Aguardamos el momento que se arme la trifulca.
El cañón había sido trasladado una fangosa noche de lluvia y ya estaba guardado bajo una parva de pasto en la fábrica de don calandro.
Domingo Elena había organizado el movimiento junto a los milicianos ese domingo de noviembre de 1889. Desde las primeras horas de la mañana los hombres más capaces hacían guardia, otros acorazados y pertrechados en las azoteas. Se relevaban cada tres horas mientras en el comité se jugaba a las cartas y se bebía en abundancia, las criollas cebaban mate entre risas y manoseos, lo que menos se hacía era hablar de política.
En la comisaría, que se conectaba con las dependencias municipales en construcción, don Nicolás denodadamente quería detener el encontronazo y manda chasques al milico para que haya paz.
A que hora se arma el baile, preguntó la chinita en el comité.
A las doce, contestó un paisano que solo se le vía el pucho detrás de las cartas.
Y los cobardes donde se esconden.
En la azotea de la escuela y el resto rompió a carcajadas.
¡Nos van a tirar con agua hirviendo!
Sonaron las campanas de la iglesia como una orden de metal férreo dando el mediodía, Héctor Robbio en el comité gritando ¡A levantar el juego y a estar listos para la segunda orden! La espera se alargó unos minutos más, la angustia también se prolongó.
Se oyó la segunda orden de un clarín enloquecido y empezaron a desatar entonaciones aisladas de los viejos fusileros. El fuego se hizo más graneado que a pocos metros de la intendencia cayó la primer víctima, el mitrista González hasta el vacuno Barrios, parece que no quería morir sólo mejor morir con el enemigo, los dos algo se dijeron aunque nadie escuchó por los estruendos que metían las metrallas.
Y llegó el momento de bautizar la creación de don Vieta, salió dejando el nido de paja y pasando las puertas de la fábrica hizo su presentación, junto con el de salva, en sociedad y el primer saludo lo hizo este, el trueno cortó el aire, se detuvo el encarnecido combate como un congelamiento del tiempo, luego las miradas buscaron las víctimas, solo pólvora y humo, los chicos se asomaban por las ventanas, creían que el circo había llegado con cañitas y fuegos de artificios.
¡Es de salva! Grito uno, ¡nos quieren amedrentar!
Los mitristas respondieron con fuego nutrido desde su madriguera, la azotea de la escuela, se envalentonaron después de verificar que ese dragón solo tiraba humo, hasta que el caudillo Pedro Hidalgo caía con la cabeza destrozada.
Un grupo de improvisados artilleros dirigidos por Vieta avanzaron resguardados de las lluvia de balas, en la esquina paramos, gritó Vieta, y su grito se impuso sobre las balas, desde esa esquina se dominaba todo el campo enemigo.
El cañón es falso! Alertó un mitrista, estás seguro, le retrucó Vieta como jugando al acertijo, y el mitrista observó que eran dos, uno ya había disparado pero no recordaba cual, no distinguía las diferencias entre el verdadero y el falso, ya era tarde para retroceder, esperó el estallido del primero que sólo fue un fogonazo inofensivo que desconcertó hasta la misma muerte que esperaba poseer los cuerpos, expectante detrás de las arboledas de la plaza, relamiéndose por la cosecha que se llevaría.
Cunado el mitrista quiso alertar que era el otro y que todo era una trampa para despistar, Vieta aprovechó la confusión y las corridas y disparó sin titubear volando varias cabezas burladas y desconcertadas, produciendo la catástrofe y desarmando los cantones enemigos, que huían desesperadamente.
Pedro Jáuregui perdió los botines en la huída sorteando los muertos y heridos cuando se disipó la humareda los cañones habían desaparecido como un perfecto truco de magia.
Cinco días después un grupo de hombres, entre ellos se registran un tal Claroc y Viarola, metieron un charret en la lomillería, y desde un sótano sacaron el cañón (el verdadero) lo cargaron con mucho sigilo sobre el charret y lo transportaron a la cochería que daba justo a la herrería de Vieta, a la vera del portalón de entrada se abría un pozo abandonado junto a las caballerizas, lo depositaron en el fondo y lo taparon, escondiéndolo para siempre.
El relato de la historia lo ha sacado del pozo del olvido, lo muestra para luego enterrarlo nuevamente.